Un relato autoficcional: de la crítica a la distribución

Bad Guy

* Este artículo forma parte del Especial 10 años de Transit (2009-2019) 


Este es un relato, a medio camino entre lo ficcional y lo autobiográfico, en el que se constata irónicamente el viraje de un cinéfilo a lo largo de la última década en la que pasa de ejercer la crítica a trabajar en una distribuidora. Las promesas (y el ego) de la cinefilia de la juventud se dan de bruces con el mundo real.
 

Nuestro héroe no podía evitarlo, cada vez que recomendaba o escribía una crítica positiva sobre alguna película, le invadía una falsa sensación de coautoría que le resultaba de lo más placentera. Celebraba los aciertos de la película en cuestión como si de un logro personal se tratase y se llenaba de orgullo y satisfacción cuando alguno de sus amigos le explicaba lo mucho que le había gustado tal o cual escena de aquella obra maestra que él le había animado a ver.

Nuestro héroe era un yonqui, adicto a esa sensación. Y le encantaba serlo.

Precisamente por eso, una vez acabados sus estudios, decidió entrar a trabajar en un cine como taquillero. Allí podría sentirse el rey del mundo, con cientos de personas que le agradecerían sus sabios consejos, que harían cola dos veces: una para comprar su entrada y otra para mostrar gratitud a esa persona tras el cristal que, con su recomendación, acababa de cambiarles la vida.  

La taquillera de Goodbye Dragon Inn (Tsai Ming-liang, 2003)

A pesar de sus esfuerzos, las cosas no marcharon tal como se esperaba. Pronto descubrió que a) no eran cientos sino decenas las personas que pasaban al día por el cine, b) la mayoría prefería comprar directamente su entrada en la máquina que había a pocos metros de él y evitar así todo contacto humano, c) de los que se acercaban a comprarle a él su entrada, pocos eran los que le pedían su opinión y d) ninguno volvía después a felicitarle por su excelente gusto cinematográfico.

Pero bueno, de algo hay que vivir, se dijo, y continuó con su trabajo un año más. Y después otro, y después otro, y luego otro más. Y luego perdió la cuenta, porque la cuenta dejó de importarle.

Sumido en el sopor que le provocaba la rutina mercantil de la exhibición cinematográfica, a nuestro héroe tan solo había una cosa que aún le recordaba sus años de cinefilia militante: la puta manía de cambiar los títulos a las películas. Ese hecho, esa obsesión de las distribuidoras por renombrar a su antojo la obra de un cineasta, era algo que aún le sacaba de sus casillas y despertaba al joven turco que dormía en su interior.

Piratería, nuevas plataformas, desinterés general; el viejo cine donde trabajaba sufrió especialmente las consecuencias de la crisis del sector. Tanto fue así, que llegó un día en que el cierre de los cines parecía ya un hecho consumado y todos los trabajadores se asombraban de haber cobrado la nómina aunque fuera con semanas de retraso. En esa tesitura, surgida de la nada más absoluta, apareció una distribuidora independiente que decidió hacerse con la gestión y explotación del negocio. Fue así como, de la noche a la mañana, nuestro héroe cambió de sector y se introdujo de en el ignoto mundo de la distribución cinematográfica. Una vez allí, entre muchas tareas menores que se le iban asignando día tras día como por arte de magia, cayó sobre él la extraña responsabilidad de tomar nota de todo lo que se decía y se decidía en unas maratonianas reuniones de marketing que se organizaban semanalmente.

Empezó a levantar actas sobre futuras fechas de estreno, posibles adquisiciones y visitas de artistas, y justo cuando volvía a acomodarse y adormecerse mecido por su nueva cotidianeidad, una noticia le sacó de su letargo: su compañía acababa de adquirir los derechos de la nueva película de uno de sus directores favoritos (al que, para no levantar sospechas sobre la identidad de nuestro héroe, de ahora en adelante llamaremos John Ford). Completamente emocionado, asistió a la siguiente reunión de un humor estupendo, preparado para tomar notas como nunca lo había hecho antes, con todo lujo de detalles, con notas a pie de página si hacía falta.

La nueva película fordiana nos contaba la historia de un matrimonio que viajaba de Estados Unidos a Europa para escribir conjuntamente un libro sobre la Segunda Guerra Mundial. Ella, una fotógrafa reconocida, se dedicaría a retratar con imágenes los lugares que visitaran mientras que él, un profesor de historia jubilado, lo haría con palabras. No obstante, en cuanto llegaban al viejo continente, quedaba claro que el eje argumental era otro: la pareja estaba al borde del divorcio y cada nuevo campo de batalla que visitaban ponía a prueba su debilitado vínculo.

La escena en la sala de cine de Gremlins (Joe Dante, 1984)

Nuestro héroe escuchaba y transcribía extasiado toda la información que le llegaba sobre el nuevo trabajo de su admirado cineasta hasta que, de repente, escuchó unas terribles palabras pronunciadas por alguien en la sala: “¿Y hemos pensado ya qué título le vamos a poner?”

La película se titulaba, muy acertadamente, Battelfield. Pero en solo cinco segundos quedó bien claro que en España ese no sería su nombre. Descartada la traducción literal (Campo de Batalla sonaba a peli de guerra) y alguna que otra broma (alguien, aprovechando el nombre del protagonista, propuso entre risas Salvar al soldado Brian) solo quedaba margen para la imaginación desbocada.

Viaje a Europa, Final del trayecto, Billete de ida. Pasaron las semanas y los posibles títulos se sucedían, pero ninguno convencía. Nuestro héroe, por su parte, se removía en su asiento y maldecía en silencio a la par que los hacía constar en acta. Hasta que un día se sorprendió a sí mismo con la idea de un posible título: Nuestra guerra.

Por supuesto, no dijo nada. Pero de camino a casa, en el sofá, en la ducha, en un bar junto a sus amigos, el título le acompañaba siempre y, contra todo pronóstico, le acabó cogiendo cariño. Era perfecto; poético, claro y conciso. La nueva película de John Ford debía llamarse Nuestra guerra, no podía ser de otra manera.

Cuando llegó el momento crítico de sopesar posibles títulos en la siguiente reunión de marketing, nuestro héroe se armó de valor, alzó la mano (sí, igual que en el colegio) y preguntó a los presentes: “¿Qué os parece Nuestra guerra?” En un principio nadie dijo nada, pero tras ese incómodo silencio empezaron verse gestos de aprobación en las caras de los reunidos y en seguida quedó claro que ya se había dado con el título perfecto. 

La sensación de coautoría volvió a correr por las venas de nuestro héroe, totalmente fuera de control. Droga pura.

Semanas después empezó la promoción de la película. La ciudad se llenó de vallas publicitarias y carteles que anunciaban el próximo estreno de Nuestra guerra, el nuevo filme de John Ford. Nuestro héroe caminaba por la calle totalmente colocado, como una estrella del rock en los setenta. Su nombre y el de John Ford habían quedado unidos para siempre. Y a pesar de que casi nadie lo supiera, el sí lo sabía, y eso le bastaba.

La sala de cine de Érase una vez en Hollywood (Once Upon a Time in Hollywood, Quentin Tarantino, 2019)

El fin de semana del estreno estaba como un flan, leía una y otra vez todos los periódicos digitales y perfiles de Twitter habidos y por haber en busca de un titular que le dijera cómo se había comportado Nuestra guerra en taquilla. Pero nada, más allá de los anuncios promocionados en Spotify o Instagram no había ni rastro de ella. Su mundo se oscureció, de repente se sintió sucio y vacío. La película había sido un fracaso y era por culpa suya, por su ridículo título. La había cagado y ya no había vuelta atrás.

Su agonía duró hasta el domingo a las cinco de la tarde. En ese momento apareció un tuit en el perfil oficial de su compañía que decía: “Nuestra guerra se convierte en el mejor arranque de una película de John Ford en nuestro país desde Colibrí, estrenada hace treinta años. Gracias a tod@s por haberlo hecho posible!” Tras leer esto, nuestro héroe se apoyó en la pared, resbaló hasta el suelo y sí, lloró de alegría.

A la mañana siguiente se dirigió a su trabajo flotando en una nube. Todo, absolutamente todo era perfecto, y ahora por fin era capaz de verlo. Había tardado diez años (de repente había vuelto a llevar la cuenta) en encontrar su lugar dentro del mundo del cine pero por fin lo había hecho. Justo en ese momento pasó frente a él un autobús con el cartel de Nuestra guerra estampado en uno de sus laterales. Nuestro héroe sonrió como un idiota al contemplar su obra, completamente ajeno al hecho de que ahora, una década después, se había convertido por iniciativa propia en el malo de la película.

 

© Sergio Morera, octubre de 2019