Mi retiro de la crítica de cine

Desde otro lugar


* Este artículo forma parte del Especial 10 años de Transit (2009-2019)

“Esas malditas imágenes de la Tierra.
No puedo creer que aún lleguen aquí.
Después de todo este tiempo.
Solo son como...
...un virus...
...que nos persigue.
Como los parásitos”.

High Life (Claire Denis, 2018)

“Han pasado ya diez años. Pero, ¡¿cuánto tiempo eran diez años?!”: Transit estaba a punto de cumplir una década y yo llevaba siete días en la granja-cooperativa Mas Les Vinyes, en suelo catalán del Lluçanés, con la intención de profundizar en la permacultura (1). Había vuelto tras mi estancia el julio anterior para reencontrarme, de paso, con antiguos olores y sensaciones de mi infancia castellana. En aquel preciso momento, caminaba hacia las duchas bajo el caluroso sol del verano.

High Life, de Claire Denis

Mientras dejaba atrás el corral de las gallinas, un gigantesco depósito de agua y la huerta general, trataba de recordar el alumbramiento de aquella web que había impulsado junto a una amiga y un amigo barceloneses otro caluroso verano de hacía ya una década. Sentía muy lejano aquel pasado relativamente próximo; el tejido vaporoso de algunos sueños —como en las películas antiguas—, parecía envolverlo como si aquel lapso, en lugar de años, estuviese compuesto de estratos de tierra.

Las diversas cotidianidades y circunstancias laborales, las necesidades, limitaciones e intereses respectivos habían ido configurando órbitas vitales con intersecciones cada vez más difíciles y, en paralelo, se habían ido inaugurando nuevos escenarios, nuevos discurrires, nuevos elementos. Algunos —quizá, incluso, alguna versión de mí misma—, con hálito quejumbroso y nostalgia disciplinaria, lo llamarían madurez, la supuesta edad de la toma de decisiones, el pragmatismo y la renuncia en una determinada dirección; otros le dirían vida adulta o laboralizada, o al menos aquel concepto que reducía la vida y su energía desbordante bajo las convenciones de un sistema muy concreto, el bucle supuestamente inmutable: trabaja, produce, consume, trabaja, produce, consume.

El sol de primera hora de la tarde, encabalgado en lo alto de una nueva ola de calor, no favorecía los viajes en el tiempo ni en la mente. Era como aquel sufrido calor de La caza (Carlos Saura, 1966). Sentía la piel caliente y una dificultad interna para recordar. Tal vez fuese dolor. “Una ducha de agua fría me aclarará las ideas”, me dije con actitud voluntariosa mientras repasaba lo necesario: una muda limpia en la mano derecha, las chanclas en la izquierda y una toalla azulona sobre uno de los hombros a modo de perchero. Había optado por caminar descalza sobre un sendero de piedras y tierra seca. También Mas Les Vinyes sufría de sequía aquel verano.

La caza, de Carlos Saura

Hacía ya un tiempo generoso que me costaba dioses y ayuda permanecer varias horas seguidas sentada. Ya fuera sobre una butaca de cine, una silla de escritorio o el sofá de casa, a duras penas lograba mantener mi concentración sobre la redacción de un texto, una sucesión de imágenes o las páginas de un libro estimulante. Enseguida mi atención se dispersaba, dejaba de discernir y asimilar y una molestia intensa me iba alcanzando a la altura del coxis. Era como si una inquietud invisible, sin causa aparente pero perceptible, como una rauda sargantana que deja su rastro, me obligara a ponerme de pie para iniciar algún movimiento.

Durante aquella década generosa, y aunque me costase reconocerlo, yo también había ido tomando mis propias decisiones: hacía tres años que había dejado consciente y privilegiadamente mi dedicación como crítica de cine, concediéndole una especie de tregua a mis ojos y a mi cabeza, para seguir la intuición de bajarme al cuerpo. El proceso de reconocerlo, su contexto, sus condicionantes y los propios obstáculos derivados me habían permitido comprender parcialmente la historia inscrita en él e ir asumiendo eso de la vulnerabilidad como algo propio. Bajo aquel prisma, las imágenes latían difusas en retrospectiva como un asidero emocional, como un faro guía, como un puente posible con la realidad de muchos instantes vividos. Había pulsado el pause en mi reproductor particular para transitar otras labores: correr, meditar, bailar, dibujar, coser, cantar, conducir, regresar de vez en cuando a la naturaleza, defenderme, atravesar miedos, fer barri, descansar. Y, entre tanto, permitir la transformación de los sentidos, los procesos, las relaciones y las palabras: seguridad interna, sistema nervioso, escucha, pensamiento situado; confianza, vínculo, tacto, silencio, calma; género, visión, deseo, gusto, herencia, casa; olfato, dedicación, compromiso, atención, rabia.

Había continuado el recorrido hacia las duchas. En cada pisada, intentaba adivinar lo que se ocultaba bajo cada pie. Seguía avanzando en el camino de piedras y tierra seca con la intención de refrescarme cuanto antes. Me titubeaba el cuerpo, vacilaba a instantes, escribía trompicones al toparme con alguna astilla afilada, algún canto demasiado rodado o la tierra ardiendo bajo mis pies. La decisión de desvincularme de Transit en el otoño de 2016 no había sido una decisión fácil, pero había concluido que era lo más honesto que podía hacer, además de poder permitírmelo. Yo también necesitaba volver a encantar el mundo. O, al menos, intentarlo; aprender a relacionarme con él desde otro lugar, desde otros lugares.

Colgué la toalla en una de las perchas de la ducha izquierda y apoyé la muda limpia en la balda dispuesta para ello. Me desvestí, hice una bola con mis bragas sudadas en el interior de la camiseta llena de barro y me calcé las chancletas para acceder al tablado de madera dispuesto como plato.

High Life, de Claire Denis

Los circuitos invisibles que a lo largo de mi existencia me habían activado el deseo para dirigirlo con especial intensidad hacia las películas habían quedado interrumpidos y, en su lugar, se habían  instalado un sentimiento agridulce y una enorme decepción. Cansada, taponada, desafectada. Aún hoy andaba rellenando aquel colapso de sentido y sospechaba que seguramente le había pedido al cine cosas que el cine no podía darme. Asomaba tras aquella impotencia, tras aquella rabia frenada, una vieja narrativa del fracaso, aquella que se dibuja ad nauseam en el desfase entre donde una está y donde una se dice que debería de estar. Haber podido respirar entonces con Jack Halberstam me habría ahorrado alguna que otra migraña, pero aún no sabía que «bajo ciertas circunstancias, fracasar, perder, olvidar, desmontar, deshacer, no llegar a ser, no saber, puede en realidad ofrecernos formas más creativas, más cooperativas, más sorprendentes, de estar en el mundo» (2). Y en esas andamos.

Durante siete años, desde que la alumbráramos con un impulso colectivo el 8 de agosto de 2009 hasta mi despedida con el especial simbólico de su séptimo cumpleaños, Transit me había dado una brújula orientativa en Barcelona, una identidad posible, la oportunidad de experimentar con el lenguaje y con las imágenes y, sobre todo, una familia a la que poder pertenecer. Sin embargo, en el camino, junto a una gran ilusión que duró varios años, también tuvimos que seguir sosteniendo las vidas y a mí algo me empezó a fallar sin saber muy bien por dónde.

En 2016, comencé a distanciarme progresivamente de las salas de cine y de las películas a domicilio. Dejaron de ser centrales para mí. El tiempo no remunerado nos empezaba a pasar factura (material, emocional y simbólicamente) y los encuentros transiteros reales eran cada vez más precarios. Los cuerpos llevaban la cuenta y presionaban los relojes mientras el tiempo de la escritura me demandaba otros ritmos y otras aperturas. Me sobraban soledades, idealizaciones y horas sentadas. Me faltaban creatividad, colectivos y referentes de vida. Necesitaba poder comenzar a imaginar otras formas posibles, seguirle el rastro a las rabiosas jóvenes de la noche interminable de L’époque (Matthieu Bareyre, 2018). Yo también quería una vida, como diría la ecofeminista Yayo Herrero, que mereciera la pena y la alegría de ser vivida.

L’Époque, de Matthieu Bareyre

Ya en el interior de la ducha, me apresuré a desenredar la manguera que transportaría el agua hasta mí y abrí la llave de paso. Seguía pegando el sol con justicia, me sudaba la espalda y sentía mucha sed. Ducharme al aire libre había sido una de las experiencias más gozosas de mi verano anterior allí y quería repetir. Refrescarme el cuerpo, airear las ideas, estar desnuda a la intemperie, fuera de casa. Todo aquello era muy nuevo y a la vez muy viejo. Hacía unas semanas, tras el visionado grupal de Bixa Travesty (2018) en un Cineclub del MACBA, me había quedado pensando en la posibilidad de abrir el tiempo-espacio de la ducha cotidiana. En el filme de Kiko Goifman y Claudia Priscilla, la cantante trans protagonista Linn Da Quebrada —que reivindicaba la necesidad de creer en su cuerpo como espacio de disidencia sexual y política—, compartía agua, esponja y jabón con su madre y con una amiga en dos secuencias diferenciadas. Los cuerpos entraban en un contacto íntimo y hermoso sin sexualización. ¿Os imagináis: quedar con vuestras amigas o madres para ducharos juntas?

El agua —sagrada en aquella granja-cooperativa de cuatro núcleos familiares— fluía amable. Comencé a girar sobre mí misma con cierta premura para que me alcanzase cada rincón del cuerpo. Quería sentirla al máximo sin desperdiciarla, aun a sabiendas de que aquel agua que ahora me limpiaba regaría en unos minutos las proximidades y seguramente alguno de los animales la bebería. Respiraba con amplitud y me sorprendía descubrir todo aquel espacio interno. Al otro lado de la cabina de madera —encuadrada en un formato panorámico—, podía contemplar parte de las tierras de Mas Les Vinyes previas al horizonte.

No había seguido el camino de Transit desde que me descolgué tres años atrás. Nunca se me habían dado bien ni las despedidas ni los duelos. Había visto muy pocas películas en todo aquel tiempo y ni una sola serie. No las había echado de menos y tampoco me había desintegrado. Sin embargo, seguía acogiendo la duda entre si debía despedirme definitivamente de la dedicación con la que me había identificado tantos años o si, en cambio, estaba en el proceso de transformarla.

Bixa Travesty, de Kiko Goifman y Claudia Priscilla

¿Qué sentido podía tener seguir viendo tantas películas y series hoy? ¿Cuándo se pasaba de ver películas a consumirlas? ¿Qué tipos de relaciones diversas pueden darse con las imágenes? ¿Cuáles son sus dinámicas? ¿Estamos realmente los espectadores embrujados? ¿Qué hacemos cuando no estamos frente a las pantallas? ¿Quiénes no están habitualmente frente a pantallas? ¿Y si la pregunta no es tanto qué vemos, sino cómo lo vemos, con quién lo vemos, desde dónde lo vemos y qué hacemos con lo que vemos? ¿Qué nos dice todo esto de la forma en que nos relacionamos con el mundo y entre nosotras? ¿Pueden ser las películas hoy lugares de encuentro real y motores de transformación política? ¿Puede el cine sembrar nuevas formas de (imaginar) vida y convocar comunidades abiertas y diversas? ¿Es un privilegio poder dedicar tanto tiempo a hacerse todas estas preguntas? Sí.

Cerré la llave de paso. Me había perdido en la amplitud del horizonte. Mi mirada, sola, se quedaba sin foco y se dispersaba. Necesitaba ponerla en común. Aguardaría unos minutos más para que los rayos del sol me secasen, me vestiría y regresaría con el resto. La tierra, por suerte, seguía sosteniendo nuestros pies.

 

© Covadonga G. Lahera, octubre de 2019

 

(1) La permacultura es un sistema de diseño agrícola, social, político y económico basado en los patrones y las características del ecosistema natural. Fue acuñado como tal por los australianos Bill Mollison y David Holmgren en 1978. Considerando la observación como punto de partida, se fundamenta en tres éticas orientadoras: cuidado de la tierra, cuidado de las personas y reparto justo.

(2) HALBERSTAM, Jack: El arte queer del fracaso. Editorial Egales, 2018.