Two Lovers (2)

El viaje hacia el yo

 

Al cine de James Gray le acompaña desde sus comienzos la mirada sentenciadora sobre lo inevitable del yugo de la sangre. En una primera instancia, Two Lovers (2008) se acoge a esa constante premisa del cineasta, la del sacrificio individual frente a las demandas del núcleo familiar; si bien, una mirada más sagaz llegará a comprender que esa voluntad no es tal, que queda aquí superada. O enterrada. Y es que antes que en esa idea del sacrificio personal, de anteponer las necesidades de la familia o la sociedad a las propias, el nuevo largometraje del estadounidense se sustenta en la crónica de un viaje identitario, en un trayecto en busca del yo dibujado bajo la siempre estimulante decisión romántica pero que, en último término, se presenta como el relato de que quizá no existe ni pueda existir la posibilidad de emprender un nuevo camino alejado de lo que viene predeterminado por las convenciones sociales o de clase.

Vemos a Leonard Kraditor (Joaquin Phoenix), una sombra surgida de los muelles de Brighton Beach (Nueva York), una figura cuyo peso le arrastra a querer desvanecerse ya en el arranque mismo de la historia –su errático caminar parece aguantar toda la gravedad del mundo- y pensamos en él como un nuevo cuerpo sobre el que Gray dibujará la ficción que está por venir. Pero en esa enorme forma del protagonista no se ha diluido del todo la anterior: tras su caída a las aguas del Atlántico neoyorquino, Leonard quizá se nos antoje como un revenant, sin más anclaje que su condición de no-persona, y no podremos más que equivocarnos. Leonard es un palimpsesto. Su aparente suicidio no acaba de eliminar esos lastres del pasado que le vinculan a su antiguo yo y a su antiguo espacio. Por mucho que se convierta a lo largo de la narración en un personaje en busca de su propio fondo, la deriva emocional de su vaivén romántico le llevará de nuevo a reencontrarse, a volver a esa identidad previa, interna, casi axiomática, de la que trataba de huir. Ese intento tomará la forma de una ola, de un melodrama sinuoso, tan intenso y crecido en un principio como frustrante y estéril en su repliegue último.

La resaca del sueño

No es casual que Leonard sea fotógrafo aficionado, dedicado a retratar paisajes antes que rostros. Two Lovers es una película de rostros, sí, pero asimismo es un trabajo sobre los espacios donde encajan esos rostros. Si convenimos que Leonard, ser surgido de lo líquido, palimpsesto del corpus fílmico de Gray, debe definirse en su tránsito entre la lejana Michelle (Gwyneth Paltrow) y la cercanía que encarna Sandra (Vinessa Shaw), también cabe apuntar que ambas se articulan según los espacios que simbolizan. La frágil femme fatale y su rubia melena no son más que un reflejo del dorado neón de las luces de Manhattan y de esa huida hacia delante, quizá a un futuro peor, aunque inesperado, quizá a uno libre, que ansía; mientras que en el cuerpo de la morena elegida por sus padres, reside lo conocido, las tradiciones, el hogar. Son dos postales antagónicas y el fracaso por capturar la primera llevará a regresar a la segunda, en una resaca inevitable de ese sueño de escapar de la identidad y del escenario tejidos por la familia.

Hay en los dos viajes de Leonard a Manhattan -persiguiendo, como en el Vértigo “hitchcockiano”, la cabellera rubia de Michelle (y lo que encarna: el deseo, la sofisticación, las aspiraciones burguesas, en cualquier caso)- ese movimiento líquido de crecida y resaca. Si en el primero (su intento de conquista del objeto de deseo a lo largo de toda la secuencia del club) aparece valeroso y seguro de sí mismo, en el segundo (el traslado hacia la Gran Manzana) aparece como un preludio del regreso. Leonard se traslada no ya en automóvil, como en el viaje previo, sino en un mundano vagón de metro: solo, encogido por saber de antemano que no va a poder poseer a Michelle esa noche, su figura se va retorciendo, empequeñeciendo, hiperbolizando o quebrando según lo que tiene enfrente, ya sea un plano subjetivo de los dorados y altivos edificios de Manhattan, uno lleno de obstáculos compartido con el maître del restaurante al que acude, otro encuadre en picado en plano/contraplano con el novio de Michelle o un primerísimo plano del rostro de su amada siendo acariciada por el contrincante amoroso. Todos son planos que se oponen a Leonard, que no le permiten ubicarse en ese escenario ajeno a él. En esa experiencia las formas están descompensadas, no acaban de encajar, son formas que no hallan equivalencia en su mirada, en su figura.

Ante tal derrota, no le queda más que, como la espuma en la cresta de la ola, desvanecerse y regresar, volver al seno de lo conocido, al espacio de donde proviene. Allí se reencontrará con Sandra y, frente al espacio ocupado por el árbol genealógico familiar, sellado con un beso, de algún modo, se reencontrará con su identidad anterior, la definitiva.

 

El triunfo de lo negativo

Las criaturas de James Gray nacen y desaparecen con el negro que marca el final de sus relatos con cierto poso nihilista. Sus decisiones muchas veces parecen determinadas por esa suerte de triunfo de lo negativo que sugieren sus rostros. No hay apenas diferencias entre la misma ambigua frustración que aparecía en sus «neonoirs» anteriores –Little Odessa (2001), The Yards (2003) y La noche es nuestra (We Own The Night, 2007)- y la visión que el estadounidense ofrece de las relaciones sentimentales en Two Lovers. Ante ello es imposible no señalar tal persistencia y plantearse si, como en el caso de Leonard, ese vaivén identitario ante la voluntad fatalista por la imposibilidad de la huida o, por el contrario, la resignación, forman parte del ADN del cineasta. ¿Es inviable la resistencia y la rebeldía y lo que se impone es el peso de lo pretérito con todas sus consecuencias? ¿Es esa aceptación la única salida que puede iluminar el camino hacia la felicidad? ¿O es justo lo opuesto? ¿Existe conservadurismo en la visión negativa que plantea Gray? De toda esta serie de dudas, la única descifrable es su postura quebrada, dividida, confundida. Una postura melodramática, de gesto en movimiento, que crece y se recoge sin encontrar un punto de fuga por ahora posible. No es descabellado, entonces, imaginar su carrera de cineasta como si de un viaje crítico se tratara. Una deriva decisiva, en constante metamorfosis, para alcanzar, si es que algún día lo consigue, alguna respuesta al respecto.