Two Lovers (1)

¿Y para qué románticos en tiempos de penuria?

«Una furtiva lacrima
negli occhi suoi spuntò,
quelle festose giovani
invidiar sembrò.
Che più cercando io vo?
Che più cercando io vo?
(…)
Ah! Cielo, si può, si può morir…!
Di più non chiedo, non chiedo.
Si può morir…
Si può morir d’amor!” (1)

(L’elisir d’amore, Gaetano Donizetti)

 

 

 

Una lágrima furtiva

Después de ver Two Lovers (James Gray, 2008) persisten en mi mente las músicas que transitan el filme y su halo melancólico. Y, cómo no, Una furtiva lacrima de la ópera de Donizetti, L’elisir d’amore. Casi un leitmotiv de la película. Tal y como reza la romanza, se puede morir de amor. Y eso es lo que le sucede a Leonard, una y otra vez. Muere y resucita de amor, o por amor. Desde la espectacular primera secuencia en la que se lanza desde un puente al río para después sentir cómo la vida le llama desde la superficie y emerger como un recién nacido en las calles de Nueva York. Pero la de Leonard no es una mera resurrección, sino más bien un (sin)vivir, un doloroso tránsito entre ambos mundos, el de los muertos y los vivos. Dos fuerzas pasionales se anuncian ya en el gesto suicida con que se abre Two Lovers. Una que arrastra a Leonard a las profundidades acuáticas, recuerdo de un amor truncado por el que más de una vez quiso morir. Otra, que lo empuja a la superficie. Las mismas fuerzas encarnarán las dos mujeres entre las que, supuestamente, se debatirá el amor de Leonard. Michelle (Gwyneth Paltrow) representa la atracción del abismo, pura pasión encarnadora de la eterna dialéctica eros/thanatos. Amour fou que arrasa al sujeto y lo “anihila”, pero también inalcanzable vía salvífica que, como veremos, acerca a Michelle a la deseada, a la par que temible, Dama del amor cortés. En la superficie de las aguas, Sandra (Vinessa Shaw) escenifica el amour sage, ese indescriptible que empuja a Leonard a la vida, o a la supervivencia.

Sandra y Michelle, dos amores y dos fuerzas, centrífuga y centrípeta, que poseerán al protagonista durante todo el filme. El primer encuentro amoroso entre Sandra y Leonard, en la casa de los padres de él, se desarrolla delante de una pared en la que a modo de árbol genealógico penden todos los retratos de la familia Kraditor. Sandra encarna el confortable espacio familiar, imperturbable generación tras generación. Michelle, en cambio, es el rapto amoroso, la pasión irracional. Leonard la conoce en un lugar de tránsito, el rellano de la escalera, y la invita a su casa. Ella es ajena a ese ámbito cerrado y uterino, y muy pronto esto se hará patente. Cuando irrumpe en el piso de los Kraditor, se produce una transfiguración del espacio familiar y vemos a Michelle con los ojos alucinados del enamorado. Mujer espejismo, ya desde el primer encuentro, la luz del sol que se cuela por las ventanas del piso de Leonard y su familia ilumina su rostro de forma intermitente a medida que ella se desplaza por la estancia. Pensamos en Beatriz, en la primera visión de Dante de la Dama, con tan solo nueve años en La vida nueva, en el enamoramiento fulgurante operado, ante todo, por el sentido de la vista (2). Bien distinta es la reacción de Ruth (Isabella Rosselini) y Reuben Kraditor (Moni Moshonov) ante la irrupción de la extraña. La miran de otra manera, denotando su incomodidad ante aquella que osa visitar sus dominios interrumpiendo su rutina. Pero en Leonard ya se ha operado el milagro del rapto amoroso. Cual Beatriz, pero también Circe, que retiene a Ulises lejos de su familia, la Dama cautiva al enamorado en un rapto y también trance hipnótico, tal y como muestra la secuencia en el club nocturno, en que abolidas las distancias entre los cuerpos, por un momento, el enamorado cree acceder al Paraíso.

 

El encuadre amoroso: fotografías, ventanas

Sandra Cohen pertenece a una feminidad ligada a ese espacio de la casa familiar, que es ante todo ámbito materno, como ya mencionamos, uterino. Así es la madre de Leonard la que espía a su hijo agazapada tras la puerta de su habitación o se encarga de la cocina y las comidas compartidas -ritual de perpetua renovación del vínculo sanguíneo- mientras la figura paterna ejerce su autoridad en la esfera del trabajo y la descendencia. Los distintos encuentros entre Sandra y Leonard se desarrollarán siempre vinculados a la familia judía. Primero, en la cena acordada por los Kraditor y los Cohen, destinada a juntar a los hijos pródigos. Después, en el Bar Mitzvah del hermano de Sandra, o en la cena de Año Nuevo, otra vez en el espacio familiar. Una colección de fotografías es testimonio de la perpetuación de la línea familiar, representado en el inmenso altar genealógico de la pared del hogar de los Kraditor.

Michelle, en cambio, es representada en muchas de las imágenes del filme como ensueño o espejismo. A medida que avanza la narración descubriremos que no existe una justa distancia entre Leonard y Michelle. O demasiado cerca -en el baile en la discoteca o en el encuentro pasional en la azotea- o demasiado lejos. En ambos casos se cifra el vacío e incluso lo monstruoso que guarda en sí el idealizado objeto de deseo (3). Lo vemos en algunos planos en que Michelle emerge de entre las sombras, fantasmagórica aparición, y apenas distinguimos su rostro, algo inhumano parece cifrarse en su figura. Unos planos que contrastan con aquellos en que la cámara muta en visión onírica del enamorado, en imágenes de singular belleza como la de la secuencia en el reservado del restaurante en el que un plano detalle del rostro de la Amada, de tan cercano no puede ser sino visión interior del enamorado.

Las fotografías son el espacio íntimo en que se dibuja la relación feliz, el amour sage, la unión entre Sandra y Leonard. Una relación que es como ese guante “bien remachado” -tal y como indicará Leonard en la escena en que Sandra le regala dos guantes de cuero que devienen símbolo de su amor. En cambio, la relación entre Michelle y Leonard se encuadra en las ventanas de sus habitaciones, separados por el vacío del patio interior de la casa de vecinos. Como a una Dama en su castillo medieval, él la observa, en el piso superior, hermosa y distante. En este sentido, el rechazo de Leonard a seguir viendo a Michelle irá seguido de un gesto determinante cuando este vuelve a su habitación y cierra la persiana de la ventana que une su mirada con el objeto de su deseo. Un gesto que implica también el plegarse al deseo paterno de perpetuar la línea familiar a partir de su unión con Sandra. Pero cerrar la persiana es ante todo un acto de impuesta iconoclasia, hacer desaparecer, negar la posibilidad de la imagen de Michelle para olvidarla. Porque la Dama es, ante todo, una visión. Nos preguntamos si a partir del tratamiento de su figura, por ejemplo a través de la fotografía de la película, la veremos con otros ojos que no sean los de Leonard. Y la posesión amorosa tiene que pasar necesariamente por el sentido de la vista, tal y como reclama Leonard a su amada tras el estallido pasional en la azotea del edificio, otro espacio imposible, de tránsito, totalmente opuesto a la idea de hogar. “No te he visto”, apunta Leonard. Y una vez más escuchamos la voz de Michelle a través del móvil (4). Y la Dama descubre su torso mostrando tras el vidrio de su ventana sus pechos desnudos, en uno de los momentos de más intensidad del filme. Pero ese “no haber visto” el cuerpo deseado más que en la distancia de Leonard perpetúa el carácter inalcanzable de la amada… Y las ventanas devienen también símbolo de la imposibilidad no solo del amour fou de Leonard por Michelle, sino también del abismo que separa el mundo de Michelle del de Leonard. En el mundo de él ella se convierte en encarnación de un ideal de ese Amor por el que ya dos veces quiso morir. Ella es, pues, un fantasma, un espejismo, de una mujer que en el mundo “real”, el de ella, ama a otro… ¿Es que esa Michelle “real” existe en el filme? ¿O es tal vez esa imagen terrible surgiendo de las sombras, de la que hablábamos unas líneas más arriba, el verdadero rostro -o su ausencia- del deseo de Leonard?

Una furtiva lacrima, negli occhi suoi spuntò… Bajo el signo de un llanto desconsolado por un amor imposible, imagino a Leonard lanzarse de cabeza a un río de lágrimas en la imagen que abre Two Lovers. Las mismas que empañarán el encuadre resaltando la figura del protagonista y su soledad -pese a debatirse entre dos mujeres Leonard está tremendamente solo- en diversos momentos del filme. Y la película se cierra con un rostro, el de Leonard, bañado en lágrimas. Nunca sabremos si fruto de una felicidad plena o de una tristeza infinita.

(1)Una furtiva lágrima / en sus ojos despuntó / a aquellas alegres jóvenes / envidiar pareció / ¿Qué más buscando voy? / ¿Qué más buscando voy? (…) Cielos, se puede morir…! / No pido más, no pido. / ¡Ah! ¡Cielos, se puede, se puede morir…! / No pido más, no pido. / Se puede morir… / ¡Se puede morir de amor!
(2) Cuenta Dante que después de ver aparecer a Beatriz por vez primera “el espíritu de la vida, que habita en la secretísima cámara del corazón, comenzó a latir tan fuertemente que se advertía de forma violenta en las menores pulsaciones”; y, temblando, dijo estas palabras: “He aquí un Dios más fuerte que yo, que viene a dominarme.” En aquel punto el espíritu animal (…) comenzó a maravillarse en demasía, y hablando especialmente a los espíritus de la vista dijo estas palabras: “Se ha mostrado vuestra felicidad. (…) Confieso que desde entonces Amor fue dueño de mi alma (…)”. En ALIGHIERI, Dante: La vida nueva, ed. Siruela, Madrid, 1988.
(3) “La primera trampa que debe evitarse a propósito del amor cortés es la noción de la Dama como objeto sublime: en general se evoca el proceso de espiritualización, el cambio de la avidez sensual cruda al deseo espiritual elevado. La Dama es así percibida como un tipo de guía espiritual en la alta esfera del éxtasis religioso de la Beatriz de Dante. En contraste con esta noción, Lacan enfatiza una serie de rasgos que contradicen tal espiritualización: es cierto que la Dama en el amor cortés pierde los rasgos concretos y es evocada como Ideal abstracto (…). Sin embargo, este carácter abstracto de la Dama no tiene nada que ver con la purificación espiritual; antes bien, señala la abstracción que pertenece a un compañero frío, distanciado, inhumano: la Dama no es de ningún modo un semejante cálido, compasivo, comprensivo”, en ŽIŽEK, Slavoj: Las metástasis del goce, Paidós, Barcelona, 2003. Pero mucho más interesante que el de Žižek es una de sus fuentes principales, el texto de Lacan El amor cortés en anamorfosis: seminario de Jacques Lacan, Libro 7, La ética del psicoanálisis (1959-1960), Barcelona, Paidós, 2003, pág. 171.
(4) En relación con lo expuesto, en La vida nueva de Dante y en la larguísima tradición que vincula el sentido de la vista con el enamoramiento, en su exhaustiva investigación sobre la lírica trovadoresca, René Nelly explica en L’érotique des troubadours cómo en el amor cortés el rapto amoroso se produce en primer lugar por dos sentidos: la vista y el oído, algo que la película de Gray resalta en las escenas de cortejo -ventanas mediante- entre Leonard y Michelle.