Providence

Estilo con sentimiento

 

“It’s been said about my work that the search for style has often resulted in a want of feeling. (…) However, I’d put it another way. I’d say that style is feeling in its most elegant and economical expression”

Claude Langham en Providence

 

Lo habitual al hablar de Alain Resnais suele ser recalar en algunos de los lugares comunes más extendidos acerca de su cine, como la importancia vital que la memoria (ya sea histórica o individual, se trate de su conceptualización o de sus quiebres) ha tenido en su obra desde Les statues meurent aussi (Alain Resnais & Chris Marker, 1953), o las maravillas narrativas que ha llegado a ensayar con el montaje como herramienta principal. También es recurrente mencionar la ambigua raigambre literaria de unas películas que, en realidad, resultan puramente fílmicas pese a contar con guiones de escritores de la talla y fuerte personalidad de Marguerite Duras, Alain Robbe-Grillet, Raymond Queneau, Jorge Semprún, Jean Cayrol o Jean Gruault. Pero pocas veces se presta atención a algo que, en cambio, parece imprescindible para diseccionar las películas de sus vecinos contemporáneos de la otra orilla, surferos de la Nouvelle Vague: el collage de referencias cinéfilas, la cita alegre a la Historia del cine; en definitiva, la ordenación cinéfila de la realidad. Algo muy presente en la filmografía de un director que, es cierto, no se ha cortado a la hora de prestar atención a otros lenguajes externos a lo cinematográfico, como el teatro, los cuentos infantiles, los tratados médicos, la música popular o el cómic. Puede que casos como el de Las malas hierbas (Les herbes folles, 2009), con su centelleante despliegue de amor por el celuloide, ayuden a rastrear mejor ese camino, pero un título mucho menos reciente como Providence (1977) ya debería ejercer como imprescindible faro guía en dicha senda.

El séptimo largometraje de Resnais es un excelente puzzle con distintas líneas narrativas superpuestas, un vibrante ejercicio demiúrgico, una amarga mirada hacia la violencia psicológica en el seno de la pareja y, prácticamente, una caja de sorpresas escondida detrás de cada plano. Pero, ante todo, funciona como una muy divertida parodia de los códigos melodramáticos de Hollywood y de grandes clásicos de la Historia del cine, de Orson Welles a Alfred Hitchcock. Ya la primera secuencia de la película, después de recorrer en serpenteantes y fantasmales travellings la frondosa vegetación (unas “locas” malas hierbas que han crecido muy alto) de la finca “Providence”, nos introduce en la penumbra del dormitorio donde el escritor Clive Langham espera la muerte como lo hiciera Charles Foster Kane en Xanadu. Sin embargo, de su mano no cae una bola de cristal llena de nieve, sino una copa de vino, y de su boca no sale ninguna misteriosa “Rosebud”, sino una muy directa triple maldición (“Damn!”). De ahí en adelante, viviremos a merced del discurrir fabulador de la mente de Langham. Durante una noche llena de desvelos, dolores corporales inducidos por el cáncer, náuseas y sorbos de alcohol, el escritor recurrirá a imaginar situaciones que combinan, como personajes, a sus hijos Claude y Kevin junto a Sonia, la esposa del primero. Las escenas irán mutando con el montaje, a golpe de cambio de plano, moviéndose dentro de febriles tramas que giran abruptamente en torno a triángulos amorosos, futbolistas insolentes, represión estatal armada e infecciones licántropas.

El fantasma de Hitchcock es invocado en varias ocasiones. Por ejemplo, con los desplazamientos en coche de Janet Leigh en Psicosis (Psycho, 1960) y James Stewart en Vértigo (Vertigo, 1958) superponiéndose encima de la conducción de Dirk Bogarde, igual que la silueta del orondo cineasta británico parecía flotar sobre el espacio en cierto fotograma de El año pasado en Marienbad (L’année dernière à Marienbad, Alain Resnais, 1961). La cita etérea alcanza estatus de parodia cuando la amante (rubia) de Bogarde es, tal y como señala la voz over de Langham, “igual que su madre”; o en ese hilarante momento en el que el célebre travelling circular con beso de Vértigo es cortocircuitado por la irrupción, en plena habitación de hotel, de un futbolista haciendo jogging justo en el instante en el que los amantes van a iniciar la aproximación de sus labios.

Es uno de los numerosos puntos de fuga que tiene la película, identificada con el vago discurrir mental del escritor-narrador (no casualmente interpretado por John Gielgud, actor de Hitchcock y de Welles), y que no tarda en ser aprovechado para replantear la escena en otra habitación de un hotel diferente. Providence está llena de trucos así (otro será repetir una misma escena cambiando los diálogos y roles de los personajes) que prefiguran al Resnais más juguetón de La vie est un roman (1983) o Las malas hierbas. Pero la experimentación lúdica con la narración, el montaje y el punto de vista no termina de traducirse en un sentimiento de diversión generalizado. Dentro del discurso de Langham, todos los personajes son rematadamente antipáticos y egoístas hasta el solipsismo en sus aspiraciones. Esa sensación cambia en la segunda parte de la película, cuando asistimos a un almuerzo campestre en el que la familia del escritor se reúne para celebrar su cumpleaños al aire libre. Bañados por la luz del sol y mecidos por la brisa, liberados de su condición de marionetas mentales del narrador, los mismos personajes de antes se nos revelan ahora plenamente humanos, aunque la actitud de Resnais (el auténtico demiurgo) hacia ellos no haya cambiado en absoluto mientras le metía un bonito gol al supuesto “realismo” enarbolado por la ficción convencional. En este punto, Michael Haneke y David Lynch sacaron su bloc de notas.

De la misma manera que en su siguiente película, Mon oncle d’Amérique (1980) -también excepcionalmente juguetona con las convenciones del cine con piloto automático- Resnais seguirá las ideas del biólogo, psicólogo y filósofo Henri Laborit para explicar los comportamientos de sus personajes, en Providence no obtenemos ninguna pauta racional que pretenda iluminar las acciones de los protagonistas. A fin de cuentas, están sujetos a la voluntad insomne de un anciano avinagrado. No obstante, sí que permite observar los distintos mecanismos mediante los cuales el narrador incorpora su propia personalidad y emociones en los personajes. Transmisión que va desde provocar una erección vicaria hasta elegir confesarle a su hijo cuánto teme la muerte inminente a través de la boca de su amante, transmutada en la figura de su madre -es decir, la esposa del narrador, que se suicidó años antes al no poder hacer frente a la enfermedad-. El psicoanálisis juega a las matrioskas.

Pero volvamos a aquella habitación de hotel en la que el personaje de Bogarde se encontraba con su amante. La secuencia contiene uno de los momentos más bellos de la filmografía de Resnais. Ella le espera a él en el cuarto; tras un simple cambio de plano, la puerta de una habitación que ya se nos ha enseñado se transforma en el final de una serie de peldaños que la mujer tiene que bajar antes de abrir la puerta a quien llama. La constante conceptual de Hiroshima mon amour (1959) o El año pasado en Marienbad por la que, según Marie-Claire Ropars, Resnais “utiliza el paisaje como signo espacial del recuerdo” (1), aquí se manifiesta como signo emocional de la experiencia, sólo porque es mucho más emocionante prolongar durante todo el recorrido de una escalera ese sentimiento de anticipación previo al reencuentro con el amante que está al otro lado. Así, del estilo nace la emoción. En su expresión más elegante y sencilla, como segundos después añadirá Langhman.

 

(1) Tal y como recoge la cita TORRELL, Josep: “El caso Alain Resnais”, en HEREDERO, Carlos F. y MONTERDE, José Enrique (ed.), En torno a la Nouvelle Vague. Rupturas y horizontes de la modernidad, Institut Valencià de Cinematografia, 2002.