‘Pororoca’ y ‘Allons enfants’, plano y contraplano

La soledad

 

Lo mejor de Pororoca (Constantin Popescu, 2017) se desarrolla durante sus primeros treinta o cuarenta minutos: vemos dos veces cómo, de la más plana cotidianidad de una familia rumana, emerge inopinadamente la ficción. El thriller, de hecho. La primera es una pista falsa: la esposa recibe las llamadas de un pretendiente y ella las ignora pero el marido reacciona amenazándole por teléfono. Ese episodio parece que va a ser el desencadenante de la historia pero, unos minutos más tarde, ocurre el verdadero hecho central del film: en un breve instante de desatención por parte del padre, la hija pequeña desaparece mientras juega en el parque con sus amigas.

Fijémonos en ese momento. Vemos al padre, Tudor, hablando por teléfono, sentado en un banco, mientras la hija, Maria, entra y sale del cuadro junto con otra niña, más mayor, que la acompaña a un lavabo público a pocos metros de allí. El mismo plano nos permite compartir un vistazo de Tudor sobre las dos menores junto al lavabo y luego le vemos alejarse para comprar un café en un quiosco junto a la zona de recreo. En ese instante, se produce el eclipse. Nos hemos quedado a solas, frente a un banco vacío, oyendo la discusión entre una señora sentada y el dueño de un perrito que hasta entonces estaba en segundo término. Tudor se vuelve a acercar con su café pero Maria está definitivamente fuera de campo; la llama, no aparece, la amiga mayor también la ha perdido de vista. El espacio ha cambiado: lo preeminente en la imagen es ahora una ausencia y la historia cotidiana ha devenido una suerte de thriller. Dentro del mismo plano secuencia, la cámara se pega a Tudor, que corre por los alrededores llamando a su hija cada vez más nervioso.

Toda la película gira a partir de entonces en torno a la obsesión del protagonista por recuperar a la niña perdida. Pororoca deviene la historia de la obcecación de un hombre que se aferra a pistas falsas hasta perder la noción de realidad, como los protagonistas de Zodiac (David Fincher, 2007), y que convierte su apartamento, cada vez más dejado, en el templo de su enajenación mental, como la Catherine Deneuve de Repulsion (Repulsion, Roman Polanski, 1965). Toda esta segunda parte comparte bastante de ese característico estilo de los directores rumanos de hoy -Cristi Puiu, Corneliu Porumboiu, Radu Muntean- que constituyen en sí mismos una particular y atrayente región del cine de nuestro tiempo. Un estilo que deja respirar la duración de los gestos y los acontecimientos, que narra con cierta sequedad, que halla un tipo de realismo elegante, exento de subrayados. Pororoca comparte también un paisaje humano análogo al de ese cine de sus compatriotas: policías burocratizados, parejas en crisis, pequeños apartamentos en la ciudad, varones patéticos…

Sin embargo, esas casi dos horas que emplea Popescu en relatarnos el hundimiento de su protagonista dejan una sensación ambigua. Como si la puesta en escena compartiera la desorientación del personaje. La película bascula entre esa concisión tan estimulante de la que hablábamos y otros rasgos más convencionales, gestos y momentos que podrían habitar un drama cualquiera de un film cualquiera de una cinematografía cualquiera. Por fin, la secuencia final es quizás un momento de meritoria intensidad, un plano secuencia inquietante, pero deja también una sensación de descorazonadora banalidad. Hay un evidente paralelismo con la escena de la desaparición de Maria, pues son los dos momentos determinantes de la historia y ambos están filmados en una sola toma: volvemos a ver a Tudor vagando enloquecido de un extremo a otro, encerrado en el plano tanto como en su propia demencia, como si buscando a su hija intentara también, infructuosamente, desbordar los límites de la imagen. Lo que antes había resultado un interesante desplazamiento hacia el, digamos, cine de la ausencia, ahora es como una muestra de cierta impotencia, casi una metáfora de una película que se autolimita: Popescu no llega a ser tan fastidiosamente relamido como Andrey Zvyagintsev en Sin amor (Nelyubov, 2017),  cuya trama es muy similar a la de Pororoca, pero tampoco todo lo osado que podría haber sido.

Volvamos, pues, a ese tramo inicial de la película que es, de hecho, la parte más acorde con el cine de los Porumboiu, Muntean y Puiu. Y volvamos a la escena del parque, en la que desaparece la hija. La cámara se adhiere desde ese momento al rostro del protagonista y ya no se aleja de él prácticamente en todo el metraje, a la manera de Rosetta (Jean-Pierre Dardenne y Luc Dardenne, 1999) o El hijo de Saúl (Saul fia, László Nemes, 2015) (podríamos hablar de “one face’s pictures”). Si, en lugar de optar por esa forma claustrofóbica de encerrar el film en el rostro del protagonista y en su íntima obsesión, ¿qué habría ocurrido si hubiéramos visto el contraplano de eso, si hubiéramos seguido el extravío de la pequeña?

En otro parque, el de La Villette del nordeste parisino, se pierde una niña también de cinco añitos en Allons enfants (2018), de Stéphane Demoustier. Luego se pierde su hermano, solo uno o dos años mayor, tratando de dar con ella; y se llegan a encontrar, pero solo para compartir juntos su tarde de total vagabundaje. Seguimos las peripecias de los jóvenes extraviados y descubrimos qué pasa cuando los adultos dejan de controlar la situación y los pequeños campan libres por la ciudad. Estamos, ahora, en un terreno mucho más cercano a ese cine iraní de los años noventa que nos recondujo también hacia cierto realismo y hacia un redescubrimiento del concepto de mirada. Pienso, por supuesto, en el cine de Abbas Kiarostami y, particularmente, en El globo blanco (Badkonake sefid, 1995) y El espejo (Ayneh, 1997), ambas de Jafar Panahi y la primera coescrita por Kiarostami. Nos quedamos a solas con los niños y compartimos con ellos una libertad nueva, una mezcla de desconcierto y curiosidad que impregna sin duda la forma de la película.

El intento de la pequeña protagonista de Allons enfants por llegar a casa se concreta en la sociedad circunstancial que establece con una joven en el parque, una agente inmobiliaria encarnada por Vimala Pons que intenta infructuosamente acompañarla a casa en taxi, la incorpora a su propia agenda para esa tarde llevándola a tomar un café con un ligue veraniego y acaba por semiadoptarla metiéndola en una casa en alquiler en la que escenifican la rutina convencional del final de un día familiar: baño, cena y a la cama. Ambas viven una ficción momentánea, un extravío dentro del relato de un extravío. Y, luego, el film sigue vagando junto con su protagonista, que da por fin con su hermano y comparten las últimas horas del día hasta el final de la escapada.

Si Pororoca es un film que parece constreñirse a sí mismo a medida que avanza, Allons enfants, en cambio, parece ir encontrando su propia libertad. Siendo un film más modesto, más corto y menos complejo, resulta también más eficaz en su manera de hablarnos de lo que pasa cuando nos apartamos, cuando nos alejamos, cuando nos ausentamos. Desde Michelangelo Antonioni, especialmente desde La aventura (L’avventura, 1960), el cine moderno es también el cine de lo ausente, de los muchos eclipses con los que nuestra mirada aprende a ver más allá de las superficies. Aunque Popescu comparte con el autor italiano el punto de vista de los que pierden a alguien, es Demoustier quien, desde el punto de vista de los perdidos, nos acerca con más veracidad a un cine que rompe con sus propios márgenes y deambula como un flâneur fuera de campo, fuera de la narración, fuera del sistema. Allons enfants, así, nos lleva de nuevo a ese París por el que transitamos con tanta sensación de libertad en las películas de la Nouvelle Vague, otra reminiscencia inevitable en esta bella historia de una moderna Zazie que nunca coge el metro.

© Lucas Santos, junio de 2018