Piedra y cielo

Dentro de la piedra mis secretas voces

 

Piedra y cielo, la videoinstalación de Víctor Erice inaugurada en noviembre de 2019 y que se puede ver en el Museo de Bellas Artes de Bilbao hasta el 7 de junio, empieza con el plano de un amanecer. La silueta de una pequeña capilla, puntiaguda como un decorado de El gabinete del Doctor Caligari (Das Cabinet des Dr. Caligari, Robert Wiene, 1920) y con una espigada cruz en el costado, destaca sobre el paisaje de un promontorio que se va iluminando con la luz diurna. Al aclararse la imagen, descubrimos poco a poco un segundo elemento humano en el entorno, una escultura consistente en un robusto paralelepípedo sobre un pedestal con una hendidura en forma de círculo perfecto. Son, respectivamente, las obras de Luis Vallet (1894-1982) y Jorge Oteiza (1908-2003) que componen el Memorial Aita Donostia, sito en la cima del monte Agiña, en Lesaka (Navarra), y dedicado al compositor José Gonzalo Zulaika (1886-1956), cuyo Andante doloroso acompaña las imágenes de Piedra y cielo en un par de momentos significativos. Y, en la obra de Oteiza, acompaña a la escultura una estela funeraria que remeda los vestigios ancestrales que abundan en el alto de Agiña, monumentos microlíticos conocidos como crómlechs y asociados a ritos prehistóricos de misteriosa significación que, en principio, estarían relacionados con ritos funerarios.

Se suceden a continuación una serie de planos que nos describen la capilla de Vallet y la escultura de Oteiza: la presencia de las obras sobre el paisaje, y sus formas y texturas vistas desde cerca. Erice se recrea observando la intervención de la mano humana en la naturaleza y uno piensa en lo que tienen en común escultor y cineasta, pues el cine es también una manera de intervenir en el mundo real para elegir una forma —la que se dibuja en el cuadro de la pantalla— y una duración —el tiempo entre el inicio y el final de cada plano—, los ingredientes que componen la imagen. El cine, pues, consiste en esculpir la realidad, y el cineasta parece identificarse, en Piedra y cielo, con el trabajo de los artistas que protagonizan in absentia su videoinstalación, como se identificaba también con la labor del pintor en El sol del membrillo (1992), donde era el membrillero del jardín de Antonio López el objeto sobre el que la cámara se recreaba observando la incidencia de la luz y la mutabilidad de sus formas.

Erice nos devuelve a la experiencia primitiva de ver cine (entiéndase por primitiva tanto la experiencia del descubrimiento por parte de los primeros espectadores del cinematógrafo de los hermanos Lumière como la revelación que vivimos todos cuando tomamos contacto con las imágenes encuadradas y en movimiento en la fase más temprana de nuestra conciencia). Vemos en Piedra y cielo la incidencia de la luz cambiante sobre las esculturas; vemos cómo dialogan sus formas con las líneas del paisaje; y vemos cómo se compone una cierta armonía dentro del cuadro cinematográfico: esa es, a fin de cuentas, la experiencia cinematográfica primigenia, el aprendizaje de ver a través de la imagen en movimiento. Y redescubrimos también la magia fundamental del artefacto cinematográfico, esto es, los efectos elementales que provoca la manipulación de las velocidades y el encadenamiento de imágenes. Verbigracia: hay dos planos iguales y casi consecutivos de la obra de Oteiza en los que las nubes, al fondo, avanzan en direcciones opuestas; inevitablemente pensamos que, o bien se trata de momentos diferentes en los que las nubes se movían distintamente, o bien vemos el mismo instante pero, una de las dos veces, hacia atrás. En otros tramos de Piedra y cielo, el tiempo parece acelerarse o ralentizarse sutilmente. Erice nos muestra así cómo esculpe el tiempo, por parafrasear a Andrei Tarkovski.

También oímos, en Piedra y cielo, cómo se cuelan los sonidos del campo y de la actividad humana —siempre en off— en la imagen. Y, en una serie de planos en concreto, vemos cómo la luz traspasa unos gruesos vidrios de tonos azulados que, en la pared de la capilla de Vallet, componen una suerte de vidriera. Ese efecto de la luz cobra un protagonismo mucho más importante en la segunda parte de la proyección. Porque Piedra y cielo está dividida en dos partes: la primera, titulada Espacio Día, parte del momento del amanecer y nos muestra las esculturas y su entorno como hemos descrito. La segunda, titulada Espacio Noche, empieza con un plano análogo al que abre Espacio Día pero nocturno, y evoluciona hacia el corazón de la noche. Y, en esta segunda parte, comparece por fin una protagonista inesperada de la videoinstalación, que no es otra que la luna y su claro nocturno.

Ya en la primera parte, al ver la evolución de la luz y la sombra en el hueco circular que forma la obra de Oteiza, hemos visto una transfiguración de las formas que nos recordaba a las fases lunares. Ahora, ese círculo de piedra se transforma directamente en la silueta de la luna. A la vez, la luz lunar atraviesa los vidrios de la capilla de Vallet y sus rayos se proyectan sobre el conjunto escultórico de Oteiza. Talmente como en una escena fantástica, la luz impregna con su movimiento los crómlechs y parece animarlos, dotarlos de vida, como en esa fiesta de luces y estatuas que nos ofrecía el Tríptico elemental de España (1955-1961) de José Val del Omar. Del artefacto de los Lumière hemos pasado en esta segunda parte de Piedra y cielo a los efectos de Georges Méliès, a la naturaleza fantástica que permanece adherida a la experiencia cinematográfica. Recuerdo ese bello tramo de Mapa (2013), la película de Elías León Siminiani, que también descubría la presencia de la luna de Méliès en sus propias imágenes, como si fuera una reminiscencia cinematográfica inevitable, un tropo al que siempre volvemos; imposible no recordar también los rayos de la luz del atardecer convocando al espectro de Le Thuit en Tren de sombras (1997), un film fundamental de un cineasta tan próximo a las inquietudes y al estilo de Erice como es José Luis Guerin.

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Piedra y cielo, además, se compone de unas pocas palabras, concretamente dos extractos de sendos poemas compuestos por Oteiza que aparecen al final de cada una de las dos partes de la videoinstalación. Uno de los dos fragmentos reza así:

Ya soy de estatua este búho inmóvil y no miro
ya no miro
con mis ojos abiertos y de piedra para siempre
moriré y ahí sobre el tejado seguirá el búho
si preguntáis por mí
yo os estaré mirando

Decíamos que la luz de la luna, proyectada a través de los vidrios de la capilla, parecía devolver la vida a los crómlechs, que son a fin de cuentas producto de la mano humana y representan el testimonio de una presencia extinguida mucho tiempo atrás. Ese mismo testimonio parecen atesorar las obras de Oteiza y Vallet, como si la creación artística consistiera en la transfiguración del ser en piedra, en el paso de lo mortal a lo infinito. Uno piensa de nuevo en la coincidencia entre Piedra y cielo y Tren de sombras, donde Guerin nos hablaba de la resurrección de los muertos que acontece en el reino de las sombras de la imagen cinematográfica. En la videoinstalación de Erice, la presencia humana parece manifestarse recuperando su animación, como si volviera a la vida desde su estado de petrificación en los crómlechs y en las obras de Vallet y Oteiza, desde su fusión con lo permanente.

En este punto, surge una inesperada filiación entre el trabajo de Erice y el de un cineasta tan diferente a él como es Terrence Malick, muy dado a contraponer en sus imágenes la fugacidad de lo humano a la perennidad de la naturaleza. Y no hay un ejemplo más palmario al respecto que su último largometraje, Vida oculta (A Hidden Life, 2019), un film particularmente místico en el que la presencia de las montañas austríacas subraya vistosamente la fragilidad de la vida humana frente a la majestuosidad de lo eterno. Piedra y cielo no solo trata sobre ese contacto entre lo fugaz y lo perpetuo sino que, como si de una película de Malick se tratara, se asoma en sus planos finales al infinito, a la visión nocturna del cielo estrellado.

En el texto que acompaña la videoinstalación, Erice nos cuenta que Oteiza, que se quedó fascinado por los crómlechs, “se reconoció a sí mismo como un artista del cielo en contraposición a los artistas de la tierra”. Y explica: “La principal teoría existente acerca de su sentido es que se trata de enterramientos. Sin embargo, hay también estudios según los cuales los crómlechs pirenaicos representarían en realidad estrellas y constelaciones, constituyendo las huellas de una religión astral precristiana”. Para Erice, lo mismo que para Malick, el artefacto cinematográfico parece descubrir con su luz la huella de la eternidad en la materialidad del mundo, la conexión entre piedra y cielo. El otro extracto poemático de Oteiza (cuyo rostro será el único que veremos, en una sola imagen, al final de la proyección) que cita Erice dice lo siguiente:

Así dentro de la piedra mis secretas voces
se niega la estatua a salir sin ser amada
yo piedra en la montaña
canto rodado al pie del cónico escenario
me resisto a desatar la estatua
frutal interna
monótona y antigua
del vientre de mi mano
es redondel de mi piedra invulnerable
es festín de mi luz redonda
toda piedra así sagrada
porque guarda prisionero el tiempo
el hueco de Dios es mío
soy yo el que habla

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Pero hemos comentado hasta aquí Piedra y cielo como si se tratara plenamente de un film; y lo es en cierto sentido, un cortometraje de diecisiete minutos de duración. No obstante, es menester subrayar su carácter de instalación museística. La obra de Erice no se proyecta en una sala de cine sino en un espacio del museo bilbaíno en la que no hay un patio de butacas sino un espacio vacío en el centro y solo un banco lateral situado en la pared que el visitante tiene en frente al entrar. A los dos lados, en las dos paredes laterales, se proyectan alternativamente las dos partes de Piedra y cielo. Así pues, la secuenciación de la obra la hace la proyección en dos paredes opuestas. Y es importante subrayar que se trata de dos paredes, no de dos pantallas. Por lo tanto, Erice acomete algo así como una conquista del espacio museístico para el cine. Y quizás emprende así una reconquista de, insistamos, la experiencia primitiva cine: entrar en una sala oscura y descubrir los efectos mágicos del cinematógrafo como los espectadores asombrados, hace 125 años, por la imagen del tren llegando a la estación de La Ciotat.

Partiendo de que la tecnología digital y el hábito de verlo todo en casa y sin horarios, abandonando el ritual de la sala de proyección, ha desbordado ampliamente las formas convencionales del visionado del cine, Erice hace su propia apuesta y nos lleva a otro lugar para tener un tipo de experiencia muy otra. Mientras los hábitos caseros de los espectadores de nuestro presente privilegian lo prosaico, la narrativa estrictamente convencional que caracteriza a las series de qualité que se han impuesto en el consumo mayoritario de audiovisual de los últimos años, el director de El espíritu de la colmena (1973) parece reencontrar en las paredes del museo la poesía del cinematógrafo, el lugar donde las imágenes recobran su capacidad lírica, la contagiosa libertad de lo poético. Cosa que vuelve a asociarle con Malick, quien siempre ha buscado una original cadencia poética en el corazón del cine americano.

Por supuesto, no es Piedra y cielo la primera experiencia de Erice en el espacio museístico ni él es tampoco el único cineasta que ha experimentado con él. Puede decirse que Albert Serra también secuenciaba su obra Singularitat (2015, Bienal de Venecia) proyectando sus diferentes fragmentos en diferentes estancias; e Isaki Lacuesta, en Y Fellini soñó con Picasso (2018, Museo Picasso de Málaga), se incorporaba al espacio de una exposición y dialogaba con formas artísticas más allá del cuadro cinematográfico. Pero quisiera destacar otros dos casos en particular por su cercanía a la obra de Erice. La obra del añorado Abbas Kiarostami no solo trascendió el marco cinematográfico incorporando otros materiales gráficos y escritos, sino que entró directamente en contacto con la del cineasta vizcaíno cuando ambos entablaron una correspondencia filmada que acabó inspirando una felicísima experiencia expositiva, las muestras Erice – Kiarostami. Correspondencias (2006) y Todas las cartas (2011-2012) que se pudieron ver en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona. En la segunda exhibición, se carteaban también Jonas Mekas y, precisamente, José Luis Guerin, quien, además de coincidir con Erice en numerosas inquietudes y rasgos de estilo, ha realizado instalaciones como Las mujeres que no conocemos (2007, Bienal de Venecia) o La dama de Corinto (2010-2011, Museo Esteban Vicente de Segovia). En la segunda, Guerin nos proponía un mito fundacional del cinematógrafo, la historia relatada por Plinio el Viejo sobre la reproducción de una silueta en una pared a partir de la sombra proyectada por la luz de una vela. De nuevo la luz y las formas creadas por la mano humana, como en la noche animada por el claro de luna a través de los vidrios de la capilla de Vallet.

Kiarostami, Erice y Guerin conforman una pequeña familia de cineastas unidos por la vocación de volver, cada uno a su manera, a ese cierto primitivismo del que hablábamos, a lo esencial de la experiencia cinematográfica. Y los tres han coincidido en buscar en las salas de los museos un nuevo espacio para la poética cinematográfica, en retomar los rasgos del cine primigenio —su mudez, el blanco y negro, la materialidad del celuloide, etc.— y en subrayar el diálogo del cinematógrafo con otras formas artísticas. Es significativo, en ese sentido, el trabajo más reciente de Guerin que hemos visto, De una isla (2019), cuyas coincidencias con Piedra y cielo vuelven a ser elocuentes: nos habla de la fusión de lo humano y lo geológico, se compone solo de naturalezas muertas y textos intercalados, y deriva en un tributo a un escultor, César Manrique, y a la intervención de su obra en el paisaje, el de Lanzarote en este caso.

Erice explica en su texto: “Situadas frente a la cámara de vídeo, observadas por ella día y noche, la estela-escultura y la capilla del Memorial han sido sometidas en Piedra y cielo a un proceso de cinematización donde la luz, el sonido y el tiempo desempeñan un papel esencial”. Ahora que esos nuevos hábitos digitales de los que hablábamos parecen querer televisionizar el cine —reducirlo a fragmentos seriales, despojarlo de ambición estética, acallarlo como arte de la duración que trabaja esculpiendo el tiempo—, resulta conmovedor que Erice hable de lo inverso, de un “proceso de cinematización” que extrae la poesía del cinematógrafo del marco de la pantalla y la lleve a experimentar el contacto con la escultura y con la naturaleza. Y a buscar un nuevo hogar en las estancias de un museo, donde los espectadores adquirimos —o quizás recobramos— la ociosa y feliz condición de paseantes.

 

© Lucas Santos, marzo 2020