Partos fílmicos y la cámara-vagina

Dando a luz

 

Texto: Julius Richard

Montaje: Covadonga G. Lahera

 

0. Este textículo versará sobre ocho momentos privilegiados en la historia del cine. Ocho momentos de nacimiento filmados en directo, quizá documentales, quizá no ficción. Pero, en todo caso, verdaderos. Usaremos aquí, por tanto, con plena alevosía además, esa jerga de la autenticidad que repele a la crítica posmoderna. Sin comillas. Sin pedir perdón, como hacía Blanchot cada vez que hablaba del alma.

“El cine implica una subversión total de los valores, un trastoque completo de la óptica, de la perspectiva, de la lógica. Es más excitante que el fósforo, más cautivante que el amor”, declararía Artaud en los años 20, justo antes de que sus sueños acerca del cinematógrafo, como los de tantos otros, se vieran sepultados por la fábrica de sueños (cine industrial y fascismo, UFA y Krupp), visión perversa del suyo. Esta transvaloración, ya no más sueños, consiste en su opuesto: no que el cine cuente historias, sino que haga historia. Que se acerque al momento traumático de lo Real, y lo registre.

 

1. En 1959 y 1961, Stan Brakhage repite el gesto de filmar a su mujer dando a luz a su(s) hijo(s), en las respectivas Window Water Baby Moving y Thigh Line Lyre Triangular, que, como prístino ejemplo de El Acto de Ver con los Propios Ojos, son los dos primeros momentos en este desfile de ortos vitales y puestas en luz. En ellos, Brakhage declara la guerra a la imagen cinematográfica, representativa y metafórica, por medio de la imagen ob-scena, aquí el parto, aquella que es elidida en la puesta en escena clásica, y que es signo de sí misma. Pone en el centro su propia subjetividad, y utiliza el cine como prótesis de la memoria. Lejos del “shoot” cinematográfico, este “record” experimental abre la puerta, para que entre la luz en la sala oscura: lo pequeño, lo íntimo, lo propio. El cine-verdad que promulgara Vertov, el primer protésico, con su hombre de la cámara que observaba a la multitud como una deidad o se introducía en un vaso de cerveza. El hombre maquinista de Val del Omar. Todos ellos descubren en la cámara esa herramienta, divina, con la que redimir la realidad: el realismo fotográfico, fruto de esas “prodigiosas máquinas caídas del cielo”, como las llamaría Bresson. Hombres-cámara, creyentes y videntes, iluminados.

En El Acto de Ver no existen películas, ni escenas, sino instantes, momentos vividos y registrados. No se basa en la trascendencia de la representación, sino en la inmanencia de la memoria. Como en el acto de dar a luz una vida, en el registro del momento la cámara germina un recuerdo, un fragmento de vida: al filmar lo invisible, la estupefacción de que haya algo más bien que la nada, la cámara hace ver y da a luz.

 

2. En el 72 Antonioni, en su documental sobre la China maoísta, se topa de improviso –la vida, de repente- con un parto en un hospital. Como Brakhage, su imagen clínica registra una realidad materialmente, proporcionando una visión que tiende a la abstracción, aquí gélida. La gran barriga, atravesada por unas largas agujas –lo que llama la atención del caso a Michelangelo es que se lleva a cabo por medio de acupuntura-, parece un lienzo fauvista, como los que pintará al final de su vida.

 

3. Katzuo Hara filma a su ex en Extreme Private Eros (74) de forma insidiosa. Ejemplo primitivo del cine-casa y doméstico, Hara “recordará” a su ex teniendo el hijo de un hombre negro desconocido. La imagen, en tiempo real, presenta a una mujer que da a luz en su casa, un hijo –enorme y que casi se ahoga al nacer- sin padre. Hara graba todo sin perderse ni un detalle, sin encuadre, sin marco, solo con la necesidad de quien necesita un medio para entender su propia vida, y asimilarla. De forma auténtica, Hara y su ex, como Japón, representan el inconsciente de occidente y su cine: perder la novia, que no haya padre, pero desear al hijo.

 

4. Un año después Robert Kramer registraría otro nacimiento en su Milestones, en 1975. Historia coral sobre la comunidad, el parto filmado por Kramer se lleva a cabo en una habitación llena de gente que se agarra de las manos, limpia la frente perlada de sudor de la madre, la llena de besos y ánimos. El momento mágico y luminoso ocurre entre vítores, la cámara registra muy de cerca, durante diez minutos intensos, la piel, la sangre, la placenta, el feto cerúleo: objetos únicos, no estéticos, sino anestésicos. Su símbolo: qué son. Como la verdad material, la verdad en cine: nada tiene lugar sino el lugar. El dar a luz.

“La luz: la piel del mundo”. Definición del poeta mejicano José Emilio Pacheco, que enlaza con la idea de un cine superficial, pegado como una caricia al mundo que filma, “recordándolo.” En este cine anida eso que los pioneros llamaban lo poético. Como decía otro poeta, Paul Valery: “Lo profundo es la piel”. Aquí, donde las vaginas dan a luz filmando vaginas dando a luz, lo que importa es eso, filmar la piel, grabar la piel y, al tiempo, grabar en la piel y en la memoria.

 

5. Como en la de Kramer, Bill Viola relaciona en The Passing (91) la idea del nacimiento con la muerte. Así, filma la muerte de su madre justo antes del nacimiento de su hijo, uniendo, por montaje, dos momentos vitales de gran importancia. Lo hace en claroscuro, difusamente, como si filmara debajo del agua o en el interior de un útero. En esa reunión, Viola trata de exorcizar su dolor y su alegría ambivalentes. Usa el cine como herramienta terapéutica y mnemotécnica: el sortilegio surte efecto, Viola da el paso, cámara en mano.

 

6. El armenio Artavazd Pelechian, uno de los más grandes poetas del cine, capta en Vie (93) los gestos del rostro de una madre que está dando a luz, acompañando las imágenes con música y un montaje melódico y sincopado. Finalmente, vemos al Niño, bañado en agua y en luz: Pelechian se acerca a un momento verdadero pero guardando las distancias. No es Stan o Katzuo: él no es el padre, sino alguien que quiere ver lo invisible, y para ello necesita esta máquina divina que es el cine: “Si se extiende la luz / toma la forma / de lo que está inventando la mirada”, dice Pacheco, dando, sin saberlo, una bella definición del cine-verdad, esa aventura del ojo y la memoria.

 

7 y 8. Dos últimos casos conforman este luminiscente gabinete, de pieles, cuerpos y ojos que son siempre focos de luz. En el 2006, dos personas (un hombre sin cámara y una mujer que se tatúa con ella), filman el nacimiento de sus propios hijos. Autoetnografía, cine-yo, cines esféricos y burbujeantes: Alan Berliner, en su Wide Awake, filma a su mujer con su hijo recién nacido, sin atreverse a registrar la consumación. Complejo judío: el acto es irrepresentable, y Berliner prefiere filmarse a sí mismo reflejado en un espejo, justo antes de ofrecernos el primer plano de su hijo, ya embutido en una sábana. Realizador de montaje, paradójico subjetivista, Berliner siempre trata de registrar lo imperceptible: su nombre, su insomnio, su genealogía.

Naomi Kawase, al contrario, lleva toda su vida filmando su devenir, registrando su crecimiento y maduración, en una carrera que es única en la historia del documental: la separación de sus padres, su abuela, el encuentro y pérdida del padre. En Tarachime  Kawase se introduce a sí misma como la madre que da a luz (acto, el de filmar nacimientos, que se repite en Shara (03) y en la última Genpin (10)): último giro en este proceso de captación de lo Real, el “momento de la sensación verdadera”. La cámara-vagina se invierte hacia el contracampo, el haz de luz se dirige hacia el chorro luminoso: la autenticidad acaba por realizarse, al proponer un cine, y unas imágenes, que se bastan a sí mismos. El cine de Naomi es para ella, como el aire, el agua o la tierra, el elemento que conforma su realidad y su mundo. Una vez que la luz se vierte sobre ellos, haciéndolos patentes. Con la cámara, Naomi escribe sobre su cuerpo, tatuándose, todo aquello que merece la pena ser “recordado”.

 

∞. Estos momentos, todos mágicamente obscenos, conforman una horda de milagros, reales y verídicos, que nos iluminan sobre lo que -también- puede ser el cine. Como la religión era una prótesis del origen, nos enseñaba Derrida (el filósofo incapaz de recordar una película), el cine –esta religión mecamística- lo es de nuestra memoria. Pero estos recuerdos, esta vida, no se escriben con palabras (claramente ausentes en todos estos momentos), sino como decía Fellini: “El cine se escribe con la luz”.