Malmkrog

El Anticristo, probablemente

¿En qué época transcurre Malmkrog (2020), el último largometraje de Cristi Puiu? En principio, deberíamos situar la acción en la Rusia de finales del siglo XIX, cuando Vladimir Soloviev escribió Los tres diálogos y el relato del Anticristo, la obra en la que se basa el cineasta rumano para filmar una extensa conversación sobre política y religión entre cinco miembros de la alta sociedad en un palacete rodeado de un paisaje nevado y neblinoso. Soloviev fue un filósofo y teólogo ruso, contemporáneo de Fiódor Dostoyevski y Lev Tolstoi (fue amigo del primero y enemigo del segundo, cuyo pensamiento es severamente enjuiciado en el libro) y partidario del reagrupamiento entre las iglesias ortodoxa y católica que, en sus tres diálogos, divaga sobre la pertinencia de oponerse al mal mediante la violencia y sobre la idea de Europa y el encaje de Rusia en ella, entre otras cuestiones. Murió en 1900 sin ver las revoluciones de 1905 y 1917; pero sí vivió los primeros años del cinematógrafo, surgido en esa Europa que, en el tránsito entre los siglos XIX y XX, se deslizaba hacia la Primera Guerra Mundial, las vanguardias estéticas y la toma del Palacio de Invierno. Soloviev parece sentir el avance de la modernidad a la vez como amenaza y como promesa, algo parecido a cómo hemos vivido el paso del siglo XX al nuestro.

Y el cine nació directamente como arte impuro, extrayendo de la pintura, la fotografía o el teatro la noción de cómo disponer la cámara y los objetos filmados, los rudimentos de la puesta en escena. Malmkrog es un largometraje que no solo nos lleva a los años del origen del cine sino que nos hace sentir su impureza primigenia tanto por ser una prolija puesta en imágenes del texto de Soloviev como por determinadas composiciones visuales, severamente frontales, que nos remiten a la pintura o el arte escénico. Por ejemplo: a los pocos minutos del inicio del film, vemos un plano cuya profundidad de campo atraviesa diferentes estancias del palacete donde se desarrollará la larga tertulia. Los protagonistas aparecen y se van disponiendo ante la cámara de manera que todos compongan un conjunto harmonioso. El resultado podría ser una de esas pinturas barrocas de Diego Velázquez o los maestros flamencos que reproducen una escena de interior; podría ser también el inicio de una puesta en escena teatral en la que los personajes se van presentando y disponiendo sobre el escenario. Pero, mientras nuestros aristócratas parecen buscar esa colocación harmónica, la servidumbre cruza la imagen, atareados y siempre de paso, y a menudo moviéndose del fondo al primer plano o viceversa, es decir, enfatizando la profundidad de campo. Sucede en la toma que comentamos y sigue sucediendo a lo largo de la película, como si esa movilidad del servicio quisiera manifestar, por contraste con las composiciones que forman los cuerpos de los tertulianos, el paso de la pintura o el teatro a lo cinematográfico. Es decir, como si, en el seno de la imagen, hiciera acto de presencia un nuevo arte que nos plantea una determinada experiencia del tiempo y del movimiento con sus propios medios.

Pero, a lo largo de Malmkrog, los diálogos no son filmados siempre mediante planos de conjunto como el que hemos descrito. En otros pasajes, los protagonistas charlan de pie y la cámara se va moviendo para seguir sus movimientos. Pasamos así a una movilidad muy poco o nada académica: aunque quizás esté todo más calculado de lo que parece, ese seguimiento espontáneo de los conversadores, que a veces deja fuera de campo a quien está hablando por largo rato, nos da la sensación de estar experimentando un cine liberado de planificación. Y, en un par de ocasiones, cuando los personajes se sientan alrededor de una mesa para seguir debatiendo mientras les sirven un ágape, la discusión es filmada mediante primeros planos que, por corte, van mostrando alternadamente a la persona que habla y las reacciones de los otros comensales, como en uno de esos largos diálogos de las películas de Manoel de Oliveira (valga decir que algunas pistas nos invitan a pensar que Puiu filma a sus petulantes tertulianos con la misma capa de finísima ironía que caracterizaba al cineasta portugués).

Malmkrog, en suma, se compone de largas secuencias y, a menudo, de tomas muy prolongadas y de estilo uniforme, como si quisiera que su forma cinematográfica mimetizara la del diálogo. Como decíamos, la impureza del cine en el film de Puiu no se hace sentir solo por su parentesco con la pintura o el teatro sino también por su manera de abrazar la cadencia de la conversación. En la entrevista que publicó Cahiers du Cinéma (1), el cineasta explica que, cuando estudiaba cine, acarició el proyecto de adaptar los diálogos de Platón, y cita como precedentes del tipo de film que él pretendía hacer los casos de Mi noche con Maud (Ma nuit chez Maud, 1969), de Éric Rohmer, y Mi cena con André (My Dinner with André, 1982), de Louis Malle. Las múltiples metamorfosis de la modernidad nos han ofrecido muchos otros ejemplos de películas habladas, obras basadas en la pura recitación de textos o en el poder desnudo de la palabra como los largometrajes del ya citado Oliveria o los de Jean-Marie Straub y Danièle Huillet, la obra entera de Claude Lanzmann, el Jean Eustache de Numéro zéro (1971) y Une sale histoire (1977) o el Abbas Kiarostami de Primer plano (Nema-ye Nazdik, 1990) o El sabor de las cerezas (Ta’m e guilass, 1997). Y, de hecho, al recordar La muerte del señor Lazarescu (Moartea domnului Lãzãrescu, 2005), Aurora (Un asesino muy común) (Aurora, 2010) o Sieranevada (2016), uno tiende a pensar que el cine de Puiu siempre ha parecido tener la forma espontánea de un diálogo o un discurso oral: son filmes que no parecen tener un planteamiento, un nudo y un desenlace bien acotados sino que, más bien, fluyen de una manera monótona, natural, fuera de norma, como la conversación inagotable de Malmkrog.

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Como en algunos de los ejemplos citados (Mi cena con André, El sabor de las cerezas, Numéro zéro…), los diálogos de Malmkrog son representados íntegramente ante nosotros, algo que ya de por sí nos sitúa en una experiencia cinematográfica del tiempo muy diferente de lo que acostumbra a ser un film narrado o montado de manera más convencional, lleno de elipsis y sutiles hiatos. Pero la estructura del tiempo se desdibuja definitivamente en las transiciones de un fragmento a otro. Si bien la evolución de la luz —la acción aparece primero iluminada por el día, luego cae la noche y la charla sigue a la luz de las velas— parece describir un encadenamiento cronológico de los acontecimientos, determinados pasajes sugieren que no estamos viendo los episodios de manera ordenada o que, simplemente, no puede haber una sucesión lógica entre ellos. Al final del primero, la joven Olga se desvanece inopinadamente y es asistida por sus contertulios y la servidumbre; en la secuencia inmediatamente posterior, la vemos perfectamente compuesta y nada ni nadie hace alusión a su desmayo ni en esa escena, ni en lo que queda de metraje. Y, más adelante, entre el tercer y el cuarto episodio, hay una ruptura aún más radical: los protagonistas interrumpen su conversación al oír que alguien está tocando el piano en otra estancia. Se levantan y ven al servicio correr despavorido; y, sin solución de continuidad, unos disparos procedentes de no se sabe dónde les alcanzan y, en apariencia, acaban con todos ellos. Tras un fundido en negro, vemos una imagen del grupo paseando por el jardín nevado que hay enfrente del palacete y, a continuación, empieza el cuarto capítulo del film, en el que prosigue el diálogo como si nada.

Nos preguntábamos al principio del texto en qué época transcurre Malmkrog y hemos respondido fiándonos del texto de Soloviev y de la ambientación del film. Pero el hecho de que la lógica causal se rompa en el encaje entre los diferentes episodios nos invita a pensar que la película transcurre en un tiempo que, en más de un sentido, no existe. El tiroteo que nos sorprende al final del tercer capítulo parece aludir a la llegada de una rebelión inconcreta, una revolución que las representa simbólicamente a todas en lugar de corresponder a un episodio histórico real (“la idea era mostrar que la historia es siempre una reconstrucción posible pero incierta”, dice Puiu en Cahiers). De hecho, el personaje del conde convaleciente en su estancia, que aparece de cuando en cuando como para darnos a entender que estamos asistiendo a la reunión de una clase decadente en un ambiente que pertenece ya al mundo de ayer, le pregunta en cierto momento al chambelán que parece comandar todo el servicio de la casa qué piensa de la letra de la Internacional. Y los diferentes temas de conversación que van surgiendo a lo largo del film —el ideal pacifista frente a la belicosidad nacionalista, la relativización del bien y del mal, el temor racista ante los bárbaros orientales y africanos…— nos sugieren una crisis de valores que podría ser la de otro instante histórico, otro cambio de siglo que pilla con el pie cambiado a unos, suscita el oportunismo de otros y deja una sensación general de desconcierto y desgobierno; en definitiva, nuestro tiempo.

Con sus tres horas y veinte minutos, Malmkrog tiene, casualmente, la misma duración que El año del descubrimiento (2020), la película de Luis López Carrasco que nos habla de la España de 1992 y de la actual al mismo tiempo, haciendo que las imágenes nos confundan y subrayen la consonancia entre las dos épocas. También Martin Eden (Pietro Marcello, 2019), otro film fundamental estrenado el año pasado, nos despista respecto a la datación de su historia: a ratos, parece transcurrir en la misma época en la que Jack London escribió la novela en que se basa (1909, no mucho después de los diálogos de Soloviev), pero en otros pasajes parece trasladarnos a la Italia de mediados del siglo XX o a nuestra contemporaneidad. Tal vez sea casualidad o tal vez es un indicio de que algunos cineastas de hoy quieren filmar no una época sino los pliegues invisibles del tiempo que hacen que el pasado y el presente se comuniquen. Como para hacernos notar que ciertas contradicciones, crisis de valores y cuentas pendientes se han mantenido antes y después de la revolución, antes y después de la caída del muro de Berlín, antes y después del cine. Además, Malmkrog guarda otro parentesco quizás más peregrino pero significativo: el film de Puiu tiene también la misma duración que los siete capítulos en conjunto de Supongamos que Nueva York es una ciudad (Pretend It’s a City, 2021), la serie de Martin Scorsese que se compone de episodios temáticos sin una cronología establecida y que se basa íntegramente en el ejercicio del diálogo, en el poder de la conversación sobre el estado de la civilización que el cineasta mantiene con la escritora Fran Lebowitz. Con esa suerte de forma socrática de las realizaciones de Puiu y Scorsese, lo mismo que con esa nueva manera de violentar la estructura y la percepción del tiempo que manifiestan tanto las de Marcello y López Carrasco como Malmkrog, estamos asistiendo a un redescubrimiento de la capacidad del cine de hablarnos en términos universales, intemporales. En los años de las vistas de los hermanos Lumière o en nuestro tiempo de pandemia.

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Al final de Malmkrog, el personaje de Nikolai anuncia que va a leer a sus contertulios el cuento del Anticristo que cierra el libro de Soloviev y se dirige a su aposento para recoger el manuscrito; pero, antes de que vuelva, el film termina sin que lleguemos a oír el relato. En esa parte de su texto que Puiu nos escatima, el pensador ruso nos relata una fabulación sobre la futura llegada del Anticristo que sitúa, casualmente, en nuestro siglo XXI. Soloviev proyecta hacia ese futuro los temores que le suscitan la antes citada crisis de valores y el estado general del mundo en las postrimerías del siglo XIX, hablándonos de largos años de confrontación entre el Occidente cristiano y el Oriente islámico y budista, y luego de la llegada de un Anticristo que se erige en emperador mundial, pone fin a las confrontaciones entre naciones y pretende suplantar la segunda llegada de Jesucristo para unificar también a su alrededor las fes católica, ortodoxa y evangélica. Como explica Jorge Soley Climent en su prólogo para Los tres diálogos y el relato del Anticristo, la llegada del Anticristo equivale en el texto de Soloviev a “un escenario al que podríamos designar con el tan manido término de ‘fin de la historia’” (2). Así pues, tanto el libro como la adaptación de Puiu inciden en una cuestión esencial que adelantábamos al principio del texto: afrontar el progreso como amenaza o como promesa. La idea del fin de la historia, quizás un prurito de clases acomodadas o mentes conservadoras que quisieran ahuyentar cualquier tipo de revolución, guarda así un paralelismo con el discurso sempiterno sobre la muerte del cine. Paralelismo que Malmkrog parece sugerirnos entre líneas. Y, finalmente, podemos fabular quién dispara esas balas que alcanzan a los tertulianos de la película en esa ambigua conclusión que se produce en mitad del metraje, llevándose por delante al siglo XIX y quizás también a cierto cine temeroso de la muerte: el Anticristo, probablemente.

 

© Lucas Santos, febrero de 2021

(1) GANZO, Fernando: «Accepter le mystère. Entretien avec Cristi Puiu». Cahiers du Cinéma, número 767 (julio-agosto de 2020), págs. 40-41. 
(2) SOLOVIEV, Vladimir: Los tres diálogos y el relato del Anticristo. Madrid (El Buey Mudo), 2016, pág. 12.