Sobre ‘El cine después de Auschwitz’ de Jaime Pena
El cine como monumento
Una idea recorre todo el cine que asociamos a las diferentes oleadas de la modernidad, y es la idea de la ausencia. No creo que se trate de una evolución sino más bien de algo que siempre ha acompañado a nuestra experiencia frente al cinematógrafo: pasar de la fascinación por su capacidad de registrar el mundo en imágenes y de devolvernos al tiempo perdido, encapsulado para siempre en el marco cinematográfico, a la sospecha de que también hay cosas que no vemos, imágenes ausentes, un pasado nunca recobrado. El peso simbólico que tiene, en ese sentido, el hecho de no tener imágenes que logren plasmar lo que supuso el Holocausto es el punto de partida de El cine después de Auschwitz (Cátedra, 2020), el libro de Jaime Pena que acaba resultando un recorrido por el cine moderno desde los tiempos muertos del neorrealismo hasta el nuevo encuentro entre el despojamiento y la narración que, según explica el autor, representa en nuestros días la obra de Lav Diaz, entre otros.
De hecho, Pena cita una frase de Antoine de Baecque en la que afirma sin rodeos que “el cine moderno nació de las imágenes de los campos” (pág. 329). Es decir, de esas imágenes registradas tras la liberación, al final de la guerra, que no recogen el exterminio sino la presencia ominosa de las naves industriales donde se produjo, amén de las fosas comunes y las figuras espectrales de los supervivientes. Imágenes en las que el horror está presente de manera explícita pero también latente, entre líneas, por todo lo que nos informan acerca de un proceso mecanizado de aniquilación ya consumado. De esa sensación parte la obra de Claude Lanzmann, ampliamente comentada en el libro, pero también otros títulos como Muriel (Muriel ou le temps d’un retour, 1963), de Alain Resnais, o Contactos (1970), de Paulino Viota (“muy influida por Yasujirō Ozu o Jean-Marie Straub”, afirma Pena en la pág. 214), películas en las que la guerra de Argelia y la dictadura franquista, respectivamente, no son aludidas de forma manifiesta sino que hacen sentir su presencia tras las imágenes. Por añadir otro ejemplo de cosecha propia, recordemos el episodio de Shōhei Imamura en el film colectivo 11’09’01 – 11 de septiembre (11’09’01 – September 11, 2002) sobre un japonés traumatizado por el ataque nuclear contra Hiroshima y Nagasaki que se cree una serpiente: una genial extravagancia en la que no solo no hay ninguna alusión a los atentados del 11 de septiembre de 2001 sino que Imamura nos lleva a otro tiempo y otras latitudes para hablarnos en sus propios términos de las supuraciones de una gran herida colectiva.
A pesar de las palabras de De Baecque, el rigor cronológico no debería despistarnos, pues la expresividad del vacío y del silencio son temas que el cinematógrafo exploró con toda seguridad desde antes, quizás desde sus primeros pasos. Y, de hecho, el primer cine que, desde la historiografía, podríamos etiquetar como moderno arranca antes de la llegada de las cámaras a los campos: las carreteras desoladas y los densos silencios de Obsesión (Ossessione), la película de Luchino Visconti que ya manifiesta los rasgos inequívocos de lo que se ha dado en llamar neorrealismo, datan de 1943, es decir, de cuando las cámaras de gas funcionaban aún a pleno rendimiento. Así pues, no creo que el cine haya abrazado el vacío porque se produjera el Holocausto y carezcamos de imágenes al respecto. Pero sí es un hecho que la conciencia del horror, desde la llegada a Auschwitz de las tropas soviéticas en enero de 1945 hasta hoy, ha pesado en el espíritu de Occidente hasta convertirse en un asunto capital del pensamiento contemporáneo. Por eso, esa conciencia ha dejado de alguna manera su impronta en las imágenes, una impronta que se concreta en la búsqueda constante de una forma con la que dar visibilidad a lo ausente.
Preguntarse cómo ha ido el cine al encuentro de esa ausencia es preguntarse cómo han penetrado en la estética cinematográfica una serie de motivos y tropos que han sido precisamente los que han caracterizado a las mutaciones de la modernidad durante todas estas décadas. Motivos que han buscado los extremos de la imagen cinematográfica, explorando lo que ocurre al violentar las convenciones o al llegar a determinados extremos. El cine después de Auschwitz tiene la virtud de proponer un cierto orden sobre el particular, es decir, de poner en relación esos tópicos de la modernidad, rasgos que afectan al contenido, como el relato de una desaparición efectiva —tema que conoció un doble hito paralelo en 1960 con la aparición de Psicosis (Psycho), de Alfred Hitchcock, y La aventura (L’avventura), de Michelangelo Antonioni—, y a la forma, como en todo ese “cine sustractivo” (pág. 332) a lo Gus Van Sant o Tsai Ming-liang que caracteriza el tránsito del siglo XX al XXI.
Entre esos rasgos característicos del cine de la modernidad, Pena menciona, por ejemplo, la tendencia a extender la duración del plano, ya sean las inacabables tomas estáticas de Andy Warhol o los travellings y planos secuencia de cineastas como Theo Angelopoulos o Andréi Tarkovski, precisamente cineastas que nos hablan recurrentemente del pasado y su huella. “La longitud del plano implica una materialización del tiempo, en la medida en la que, por norma, al no existir cortes —montaje—, la temporalidad profílmica coincide con la diegética” (pág. 229), reflexiona el autor. Efectivamente, el cine moderno ha insistido en, por así decirlo, filmar el tiempo, como si quisiera ver qué pasa cuando nos exponemos a la duración real de las cosas sin los encantamientos de la puesta en escena y el montaje. En ese sentido, se adivina una cierta vocación de la modernidad por acercarse a la naturaleza documental del cine, esto es, no al cine documental propiamente dicho sino a la intrínseca capacidad observacional de la cámara. De las paredes desconchadas de las películas neorrealistas de Roberto Rossellini al rostro asilvestrado de la Rosetta (1999) de los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne, pasando por las calles de Nueva York en Shadows (1958), de John Cassavetes, la pulsión innovadora en el cine ha tendido siempre a acercarse a la textura documental, como buscando una cierta sensación de realismo. Pero esa inclinación hacia lo documental no solo ha afectado a la naturaleza de la imagen sino también, como decíamos, a la manipulación del tiempo. Y, registrando la duración real de las cosas, respetando los intervalos reales entre cada gesto o cada variación del paisaje, la imagen en el cine moderno parece convocar lo ausente, se deja habitar por lo que no se ve.
¿Por qué ocurre eso? Quizás porque la quietud, la duración o la ceremoniosa movilidad de la cámara son motivos de la modernidad que han acercado el cine a la última disciplina artística con la que, a priori, parecería que pudiera emparentarse: los bustos de Lanzmann o las figuras inmóviles de Angelopoulos aproximan la experiencia cinematográfica a la escultura. Y el cine, en contacto con el vacío, llega a adquirir una cualidad monumental, como si sus formas se convirtieran en un monumento abstracto que nos recuerda la historia que está detrás de las imágenes, los acontecimientos que permanecen latentes tras los gestos cotidianos. Pena lo expresa así, citando a Aaron Kerner, a propósito de los travellings de Del este (D’est, Chantal Akerman, 1993): “El espectador occidental no se fija tanto en la banalidad de la vida cotidiana en el Este europeo sino que inconsciente pero puede que inevitablemente ‘proyecta’ el peso de la historia sobre rostros y paisajes desiertos poniendo de este modo en evidencia aquello que está ausente” (pág. 167). También los travellings de Shoah (1985) sobre los rieles que dan acceso a los campos de exterminio nos invitan a proyectar sobre las imágenes el peso de la historia, a verter en ellas cosas que conocemos y que sentimos. Al fin y al cabo, el arte contemporáneo tiende a menudo a traspasar al espectador buena parte o la totalidad del acto creativo, a no darle un discurso cerrado sino invitarlo a dar por sí mismo un sentido a lo que tiene delante.
Quizás es con ese sentido escultórico o monumental con el que algunas de las experiencias más radicales han llevado al cine a sus fronteras últimas, a sus extremos absolutos, como las películas en las que James Benning o Abbas Kiarostami nos enfrentan a una sucesión de tomas fijas sobre un paisaje, la completa inmovilidad de las imágenes de La Jetée (1962), de Chris Marker, o esas películas habladas y compuestas solo por primeros planos de un busto parlante o incluso por un orador que nos da la espalda, como en la reciente La France contre les robots (2020), de Jean-Marie Straub. En esos confines, el cine se torna impuro, adquiere nuevos rasgos al aproximarse a lo museístico o al arte de la palabra, a cosas que laten en su interior porque el cinematógrafo es el depositario de la rica herencia que le han legado disciplinas más viejas como el teatro, la pintura o la literatura. Si ese cine impuro nos fascina no es porque el cinematógrafo deba diluirse en otras formas de expresión sino porque esas experiencias radicales nos permiten asistir en directo a la transición del cine hacia otras cosas y, por algún motivo, el alma humana se hace más visible en esa transición. Tal vez sea porque se trata de formas universales que interpelan en nuestro fuero interno a un vasto abanico de experiencias estéticas. Pero el caso es que ese cine que se acerca a la escultura o a lo monumental es un cine que se hace objeto artístico, un objeto cargado de reminiscencias.
Decíamos que la conciencia de que el Holocausto se produjo entre los bosques del corazón de Europa mientras permanecíamos en la inopia se ha convertido en un asunto central del pensamiento contemporáneo que ha penetrado en el cine de la modernidad. Pero el flujo se ha dado más bien en ambos sentidos. Los travellings de Akerman, los tiempos muertos de Visconti, los bustos de Lanzmann, las mujeres desaparecidas en Vértigo (De entre los muertos) (Vertigo, 1958) y Psicosis, los eclipses y silencios de Antonioni, incluso las divagaciones de Jean-Luc Godard en torno a la huella invisible de Auschwitz desde sus Histoire(s) du cinéma (1989-1999) hasta El libro de imágenes (Le Livre d’image, 2018), todo en conjunto nos invita a pensar que el cine de la ausencia forma una parte crucial del pensamiento de nuestro tiempo. Sin palabras, desde el vacío, el cine moderno nos explica muchas cosas sobre el alma humana en la segunda mitad del siglo XX y en nuestro presente, y rellena los huecos que el relato de la historia no puede completar. Por eso, y porque el cine es el arte que hace visible lo invisible, me gustaría acabar con dos filmes que parecen cerrar el relato, revelar el secreto que se oculta tras esa ausencia de imágenes.
En el diálogo que Mathieu Amalric mantiene con Lou Castel en La cuestión humana (La Question humaine, 2007), de Nicolas Klotz, la lectura de un viejo documento saca a la luz lo que subyace tras la maquinaria del Holocausto: no se trata solo de la directa implicación de la industria, el mismo tejido empresarial que existía desde mucho antes del nacionalsocialismo y ha seguido existiendo hasta hoy, sino del carácter esencialmente industrial del exterminio. La explotación de seres humanos hasta el agotamiento de sus fuerzas y su ulterior aniquilación por los medios técnicos más eficaces de la época no fue, en definitiva, una monstruosidad fuera de la realidad sino una radicalización extrema de la lógica del máximo beneficio con la que el odio racial y político armonizó oportunamente. Y, como si siguiéramos un pasaje de Shoah, en la secuencia de La cuestión humana no vemos nada de esos acontecimientos sino que todo es relatado por el busto parlante de Castel, que parece traer una revelación desde el corazón del siglo XX hasta la Europa de hoy, después de la guerra fría y del triunfo del neoliberalismo.
Así pues, Klotz nos ofrece una no imagen, otra ausencia latente en la pantalla; para hallar el rostro que sí da forma al horror descrito por las palabras de Castel y que podría ser su contraplano simbólico, propongo alejarnos del cuerpo fílmico analizado por Pena en su libro e irnos, paradójicamente, muy atrás en el tiempo. Tenemos que volver a los años inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra Mundial y a la Viena en reconstrucción que mostraba a la vista de todo el mundo las cicatrices del horror. En el plano más famoso de El tercer hombre (The Third Man, 1948), de Carol Reed, una luz fugaz ilumina el rostro de Orson Welles, que interpreta a ese misterioso Harry Lime que había fingido su propia muerte y que aparece entonces ante el protagonista como un espectro surgido de lo más oscuro de la noche. Lime se había enriquecido vendiendo penicilina adulterada, es decir, había hecho fortuna jugando con la muerte de inocentes, atento solo a la obtención más eficaz del máximo beneficio. No se trata del Holocausto pero estamos muy cerca de todo ello en El tercer hombre, demasiado cerca en el tiempo y el espacio como para que la figura de Lime emergiendo entre las tinieblas no nos remita a lo que las ruinas de Viena sugerían calladamente. La sonrisa cínica de Welles da por fin una imagen a la barbarie que las cámaras no pudieron captar en los campos de exterminio. Y, en su insondable desfachatez, reside tal vez la más importante lección de historia que nos ha brindado el cine después de Auschwitz, pues Lime parece decirnos con su mirada: “nos forramos aniquilando gente y lo volveremos a hacer en cuanto os deis la vuelta”.
© Lucas Santos, febrero de 2021