Los condenados

Pretérito imperfecto

1.

Pantalla en negro. Como el agua deslizándose entre los dedos cuando tratas de atraparla con las manos, se van filtrando en la pantalla, poco a poco, sonidos selváticos. Pájaros, ramas crujiendo, viento, pies descalzos pisando tierra. Lentamente acuden al primer plano sonoro ecos de una hoguera próxima, del baile de un fuego azuzado. Casi se puede oler a madera quemada. Imágenes fugaces van tiñendo el negro de colores térreos. De las sombras emergen rostros rojos de fuego, que se adelantan, avivan las llamas con su aliento, y se vuelven a retirar, confundiéndose nuevamente con la oscuridad: fundido a noche.

Es la hoguera alrededor de la cual se cuentan historias. La hoguera alrededor de la cual los chamanes exclaman sus invocaciones y hacen aparición los espectros. El brujo canta y baila alrededor de la hoguera, aviva el fuego con su magia y empiezan a desfilar frente a nuestros ojos bien abiertos las imágenes convocadas, visiones pobladas de monstruos y luciérnagas, de viento y fantasmas.

No imagino mejor manera de empezar una película que esta.

 

2.

Primer plano. Los ruidos de la cafetería, las charlas alrededor, los vasos golpeando en la mesas, las cucharillas removiendo en la taza, se apagan. El rostro de la chica llena la pantalla, la luz que llega a través de la ventana modela sus formas y, durante largo rato, solo escuchamos esas facciones: su mirada, el énfasis en sus cejas, su boca misma, sus pestañeos, hablan tanto o más que su propia voz. En los precisos límites de este rostro asistimos a una indescriptible batalla entre pasado y presente que gana solamente el futuro, o un posible futuro.

Y se nos deja tiempo para ver, casi ocho minutos de cine que no niega la mirada, un hecho no tan habitual como cabría pensar.