Las hermanas Munekata

Monumentalidad de la melancolía

Hace mucho tiempo que regresar al cine de Yasujirô Ozu supone un gesto cálidamente cinéfilo, un recorrido por ambientes y texturas que nos producen una fuerte sensación de familiaridad, como nos explicaba Wim Wenders al inicio de Tokyo-Ga (1985), hablándonos en off sobre los créditos y los primeros instantes de Cuentos de Tokio (Tôkyô monogatari, 1953). Este cronista tuvo su primer contacto con el cine de Ozu a través de Buenos días (Ohayo, 1959) y Cuentos de Tokio unos años antes de empaparse exhaustivamente del corpus ozuano gracias a una retrospectiva que programó la filmoteca barcelonesa hace ya más de dos décadas. Después, volver a Ozu siempre ha sido una evocación y un enjuiciamiento de las impresiones suscitadas por ese primer aprendizaje. Y estos días, viendo las reposiciones de Historia de un vecindario (Nagaya shinshiroku, 1947) y Las hermanas Munekata (Munekata kyôdai, 1950), compruebo que las películas del cineasta japonés mantienen incólume su palpitación original a la vez que, a mis ojos, muestran con más fulgor su parentesco con otros linajes del cine universal, que se ha ensanchado inevitablemente a lo largo de los años tanto en términos objetivos como en el fuero interno de quien firma estas líneas.

«Las hermanas Munekata»

Concretamente, los particulares rasgos estilísticos de Ozu nos permiten adivinar multitud de reminiscencias del Hollywood clásico en Las hermanas Munekata, film que se sitúa justo al inicio de esa esplendorosa década de los años cincuenta en la que el cineasta tokiota realizó sus filmes más característicos. Los famosos pillow shots de Ozu, por ejemplo, se nos antojan una versión personal pero reconocible de los planos de transición habituales en el cine clásico convencional. Muchos de ellos nos muestran escenas cotidianas y paisajes de la ciudad en grandes planos generales, como subrayando que el bullicio de la vida corriente se desarrolla de fondo, tras los avatares de las hermanas protagonistas. Entre escena y escena, la música incidental sube de volumen y se encadenan dos o tres planos ora de los edificios de Tokio bañados por el sol, ora de trenes circulando bajo el paso pesado de las nubes. Algunos de esos planos se revelan como imágenes utilitarias que nos sitúan en la ubicación de la siguiente secuencia; otros están más vacíos de contenido semántico y se corresponden con más propiedad a ese filosófico despojamiento que asociamos típicamente a los pillow shots de Ozu. Pero todos nos retrotraen a multitud de imágenes análogas que puntúan también la estructura de las películas de Hollywood no solo de entonces sino también de ahora. Los planos de transición de Ozu no son, por así decirlo, un descubrimiento específico de su cine —concepto, dicho sea de paso, resbaladizo en general: cuando una cosa parece originalísima, siempre resulta que hay algo parecido en alguna otra parte, alguien ya hizo eso antes, etc.— sino una visión personal e idiosincrática de lo que vemos en los filmes de corte clásico o convencional.

Por otra parte, uno ve en el personaje de Mariko, la hermana más juvenil y pizpireta, una variación sobre un cierto arquetipo femenino establecido por la comedia americana de los años treinta y cuarenta. Mariko saca la lengua, bromea, comenta los acontecimientos afectando la voz de un narrador adusto y masculino, pregunta a bocajarro a su hermana Setsuko —interpretada, por cierto, por Kinuyo Tanaka— y a su antiguo amor Hiroshi por la naturaleza de sus sentimientos, concierta un encuentro entre los dos, coge una llamada telefónica y miente bellacamente… En resumen, se lo pasa bomba. Por eso, cuando aparece en escena, parece que comparezca con ella el espíritu de la comedia americana, y uno diría que su modelo podría estar en las protagonistas de, por ejemplo, Las tres noches de Eva (The Lady Eve, 1941), de Preston Sturges, o La fiera de mi niña (Bringing Up Baby, 1938), de Howard Hawks. Es decir, un modelo de heroína femenina artera y perspicaz que contradice el ominoso orden patriarcal que le rodea. La tendencia a la mascarada de Mariko, además, nos invita a pensar que las raíces profundas de ese modelo femenino de la comedia americana podrían situarse muy atrás, esto es, en los enredos isabelinos del teatro de William Shakespeare, una reminiscencia del todo inesperada en un ambiente tan característicamente japonés como el de Las hermanas Munekata.

«Las tres noches de Eva»

«La fiera de mi niña»

Mariko nos brinda un contrapunto ligero frente a los avatares que acarrean los otros protagonistas y que constituyen, de hecho, el asunto central del film. Setsuko e Hiroshi se enamoraron en su juventud pero la vida los separó y ella acabó casándose con Mimura, un hombre que ahora sobrelleva el desempleo bebiendo inmoderadamente. El viejo enamoramiento nunca se apagó por completo y ahora Hiroshi representa para Setsuko la posibilidad de una vida más luminosa que la que acarrea regentando un bar endeudado y conviviendo con un marido alcohólico y deprimido. Los encuentros entre Hiroshi y Setsuko están atravesados por una emoción contenida hasta que, en el último tramo del film, afrontan abiertamente la posibilidad de consumar su amor en dos diálogos, por fin, efusivos. En el primero, deciden casarse después de que Setsuko se separe de Mimura; en el segundo, que nos lleva al desenlace definitivo de la trama, Mimura ha fallecido y nada se interpone ya entre ellos, pero Setsuko transmite a Hiroshi que no podrá casarse con él a causa de «la sombra» que arroja sobre su alma la muerte del marido. Ambas secuencias nos acercan en este caso al terreno del melodrama, a ese manierismo en la representación de los sinsabores sentimentales que asociamos también al esplendor del cine clásico americano. Precisamente, en la década de los cincuenta llegaría a su periodo más rico, complejo y abstracto el cine de Douglas Sirk, que ha quedado como el cultivador por antonomasia del género melodramático. Las inesperadas concomitancias entre el cine de Sirk y el de Ozu en determinados pasajes de la película nos recuerdan que la década de los cincuenta fue absolutamente esencial no solo para sus respectivas filmografías sino para el transcurso de todo el cine universal.

Las películas de Ozu son una fuente inagotable para cuestionar las nociones —volátiles, inexactas, acaso falaces— de cine clásico y cine moderno. Las hermanas Munekata, por ejemplo, es una muestra palmaria de la eficacia expresiva de algo tan perfectamente académico como es el diálogo filmado en plano-contraplano, un recurso que el director utiliza en prácticamente todas las secuencias del film. Lo que hace poderoso y conmovedor al cine de Ozu es el estilo y la delicadeza con que maneja los mimbres del lenguaje cinematográfico. No hay salidas de tono, nada dura ni un segundo más ni un segundo menos de lo necesario y las escalas de los planos están cuidadosamente calculadas. Ozu recurre al primer plano cuando prima la importancia de las palabras de sus personajes y la expresión de sus rostros. En otros encuadres, los personajes son figuras diminutas en mitad de un expresivo escenario, como ocurre en las dos visitas al templo Yakushi, cerca de Kioto. En la primera, a poco de empezar la película, las dos hermanas pasean por el complejo monumental; en la segunda, casi al final del metraje, son Hiroshi y Setsuko quienes recorren el templo en la secuencia que sella sus destinos. Ambos momentos están filmados con los mismos planos: en la misma posición exacta, con la misma escala, incluso en un orden casi idéntico (“La repetición sistemática de los encuadres —nos dice Santos Zunzunegui, a propósito de Ozu— tiende a constituir un espacio del retorno de los mismos que parece orientar estos filmes en la dirección de un ascetismo estético que es, al mismo tiempo, una posición moral”) (1).

Fijémonos en particular en dos de esos planos gemelos, dos planos generales con un tōrō —uno de esos tradicionales faroles de piedra japoneses— justo en el centro de la imagen. En el primero, las hermanas se levantan de las escaleras en las que están sentadas y, al pasar junto al tōrō, Mariko da una vuelta alrededor de él, jugando sin más. En el segundo, Setsuko atraviesa el plano dejando atrás a Hiroshi y pasando junto al tōrō deprisa, cabizbaja y avergonzada por la situación. En ambas tomas, las figuras se ven muy pequeñas y el templo, de fondo, ocupa la totalidad del cuadro. Son, en suma, dos planos que riman expresamente para transmitirnos dos sensaciones contrapuestas pero, a la vez, relacionadas: tras la ligereza jovial de Mariko y el patetismo del amor imposible entre Setsuko e Hiroshi, está la futilidad de todo, la única verdad universal que impone el tiempo que pasa. Y esa imagen suntuosa del templo en el fondo del plano, como aplastando la pequeñez de nuestros protagonistas, se relaciona directamente con el sentido de esos pillow shots o planos de transición en los que el transcurso de la vida cotidiana no es un mero telón de fondo sino que adquiere un verdadero sentido existencial, como si en esas sencillas imágenes esparcidas entre los diálogos residiera el sentido profundo del film.

A todo esto, hemos pasado por alto hasta ahora la figura del padre de las hermanas, interpretado por Chishû Ryû, el actor más recurrente en la filmografía de Ozu que, en el film que nos ocupa, desarrolla un papel inusualmente breve. El señor Munekata está gravemente enfermo y afronta los últimos meses de su vida. Nos resultaría quizás más típico de Ozu otro tipo de trama en el que la vivencia de las hermanas ante la inminente pérdida del padre estuviera en primer término. Pero, en Las hermanas Munekata, el asunto queda relegado a algo así como un tema de fondo, como si la muerte formara parte de ese sentido profundo de la película que queda cifrado en detalles como los pillow shots o el juego con la escala de los planos. Lo mismo pasa con la sutil subtrama social: en el Japón de posguerra, los desheredados del nuevo orden ahogan sus penas en locales deprimentes como el bar donde el marido de Setsuko se acoda sobre la barra mientras bebe sake y departe con otros losers. Las escenas nocturnas y en el interior del bar están filmadas con una iluminación que subraya los claroscuros, como si estuviéramos en este caso ante un film noir del Hollywood clásico, precisamente un género en el que acostumbraban a subyacer, en el fondo, determinados temas sociales. Y las escenas en el interior del bar decadente nos llevan a uno de los motivos característicos del cine de Ozu: el abatimiento frente a la barra de hombres que beben sin esperanza, una estampa que sin duda tiene que agradar también a Aki Kaurismäki.

El abatimiento, la melancolía o la resignación son sentimientos recurrentes en Ozu que cobran una dimensión especial al ser filmados desde el particular punto de vista de su cámara, esos inconfundibles planos contrapicados conocidos como tatami shots que nuestro hombre rodaba usando un trípode minúsculo, más apto para nuestros móviles de hoy que para una cámara de cine de su época. Esos planos tatami, usados masivamente en Las hermanas Munekata, generan un efecto que nos puede llevar más allá del cine de dos maneras diferentes. Podemos fabular que vemos a los personajes igual que en una representación teatral en la que estarían sobre un escenario elevado sobre el patio de butacas, lo cual emparenta la obra de Ozu con la faceta teatral del cinematógrafo, todo lo que tiene de puesta en escena frente a una cámara. Pero ese punto de vista es también el de alguien que está observando un monumento o un templo. Los espectadores, pues, nos encontramos en cierto sentido como los personajes del film cuando visitan el Yakushi-ji, enfrentados a cuerpos monumentales que representan a la vez la grandeza y la futilidad de la aventura humana. Esos planos contrapicados son cruciales para dar forma a lo que Paul Schrader definió como estilo trascendental en el cine de Ozu junto a los ejemplos de Carl T. Dreyer y Robert Bresson (cineastas que, dicho sea de paso, también firmaron obras fundamentales en la década de los cincuenta).

Dice Setsuko, en el instante postrero del film: «Las montañas de Kioto son moradas, ¿por qué será?» Mariko le da la razón y Setsuko zanja el diálogo exclamando: «¡Qué hermosas!». Y, en el último plano, ambas se alejan de espaldas al objetivo en un plano en el que los muros del templo dibujan una marcada diagonal. Las hermanas Munekata ejemplifica tanto las reminiscencias del Hollywood clásico en el cine de Ozu como la idea de la monumentalidad de lo trivial como rasgo de estilo del realizador japonés. Aspectos que tienen mucho que ver con esa calidez especial que nos transmite su cine. Volver a Ozu es volver a algo que siempre es igual y diferente, conocido y revelador, como esos planos idénticos que riman entre sí a lo largo de sus películas. Y quizás consista en eso precisamente la difusa cuestión de la modernidad en el cine.

 

© Lucas Santos, febrero de 2024

 

(1) Zunzunegui, Santos: La mirada cercana. Microanálisis fílmico. Barcelona (Paidós), 1996, pàgina 162.