La representación de lo real en ‘Blow-Up’ y ‘La conversación’

Mimos y espectadores posmodernos

 

Michelangelo Antonioni cerraba Blow-Up (1966) con una larga escena sin diálogos donde unos jóvenes mimos jugaban a tenis en una pista sin raqueta ni pelota, mientras Thomas (David Hemmings), el fotógrafo protagonista, observaba con curiosidad la performance. Francis Ford Coppola abría La conversación (The Conversation, 1974) con un gran plano general desde el cielo de una plaza abarrotada que se cerraba poco a poco hasta mostrarnos a un mimo cuya actuación nos conducía hasta Harry Caul (Gene Hackman), el detective protagonista que, entre el gentío, presenciaba la escena.

El partido de tenis de Blow-Up

Dos situaciones similares en las que ambos personajes observaban una representación; si bien la lectura general de una y otra película eran distintas: Antonioni cuestionaba el valor absoluto de la percepción del sujeto a través del espacio de simulación de lo artístico y Coppola planteaba una visión escéptica sobre la libertad del sujeto, quedando supeditado a la representación de lo real por parte de los mass media.

Representar significa volver a poner delante algo con palabras o figuras (1) lo que remite a la repetición y a la presencia, conduciéndonos a un espacio intermedio entre lo que es y lo que no es, lo que está y lo que no está. Esa extraña cognición nos lleva hasta la esencia misma de la imagen, algo que está presente y ausente a la vez. Así que ambas escenas, de apertura y de cierre, que en sí mismas ya son una representación, se convierten en una metarepresentación, una pequeña representación concreta, la de la escena, dentro de otra representación general, la de la propia película.

La escena inicial de La conversación

Tanto Blow-Up como La conversación estarán marcadas por una escena crucial que tendrá lugar en un espacio público, un parque en el caso de la primera y una plaza en el caso de la segunda. Thomas cazará con su cámara de fotos, poseído por el encuentro azaroso ante algo que le sobrepasa, la cita furtiva de dos amantes en un parque. Harry Caul grabará de forma premeditada con su avanzado equipo de sonido la conversación de un hombre y una mujer en una plaza. En este segundo caso, la disposición de los micrófonos en varios puntos espaciales y la gestión de su equipo de trabajo, formado por varios compañeros, perfectamente tutelados por él, recuerda a la labor del director en una puesta en escena cinematográfica. Tanto en un caso como en el otro, fotógrafo y detective quedarán atrapados por el registro de sus dispositivos, cámara de fotos y micrófonos de sonido. Serán dos personajes videntes, en el sentido de que quedarán situados en un espacio fronterizo más allá de lo real, dos protagonistas que han visto u oído algo que focaliza toda su atención. Ese espacio peculiar de visión será construido por su propia subjetividad y percepción, completamente singular y aislada del resto del mundo. La realidad más allá de estos márgenes dejará de fluir para ellos, como si quisieran revivir ese instante, ese tiempo y esa acción hasta entenderla por completo, lo que les conducirá a la obsesión neurótica. Buscarán desentrañar el misterio de las imágenes y los sonidos, buscarán la Verdad que se esconde tras las figuras incorpóreas de las apariencias. Ese mismo acto de desentrañar, inspeccionar y reescribir su propia percepción habitual a través de la cuidada observación remitirá a nuestra propia condición de espectadores, creando un nuevo juego de espejos que alude al acto de mirar con detenimiento algo, separándolo del resto del mundo, lo mismo que hacemos nosotros ante el espacio limítrofe de la pantalla de cine.

Thomas, observando los negativos de sus fotos en Blow-Up

Thomas y Harry Caul son dos voyeurs profesionales, cuyos dispositivos y cuyos hábitats, la sala de revelado y la mesa de sonido, les conducen a territorios de reescritura de lo real, amplificando su percepción gracias a sus mecanismos de registro. La mirada fija de Thomas ante sus fotos y el oído atento de Caul ante sus escuchas es la mirada del buscador insaciable, del detective curioso y del artista constructor de mundos. Estas dos películas no escriben una trama, sino que visibilizan una disposición mental, un cierto estado de apertura, relacionado con el propio cuerpo de la película: síntesis entre objetividad, materia prima de lo real capturada por la cámara, y subjetividad, idea mental que rige el proyecto audiovisual, dando lugar al estilo definitivo del director, su marca autoral.

Si Thomas descubría el valor relativo de la percepción y el carácter representativo (duplicidad y simulación) del arte gracias a su revelación en la cancha de tenis, Harry Caul llegaba a una conclusión similar: lo real no puede comunicarse. La escena final de Gene Hackman tocando el saxo entre los escombros de su propia casa dibuja un personaje entregado a lo irracional, inmerso en una realidad inaprensible y amenazadora. Antonioni proponía el juego del arte ante una realidad compleja fruto de nuestras propias interpretaciones. Coppola llegaba a una conclusión desazonadora, subrayando la paranoia del imaginario americano. Esa habitación destartalada no era un espacio cualquiera, era la recreación visual del ciudadano americano de los setenta, inmerso en un ambiente paranoide y desasosegante: Watergate, Guerra del Vietnam, Guerra Fría y omnipresencia/omnipotencia de los mass media.

Gene Hackman tocando el saxo en La conversación

Si la actitud de Antonioni refleja la Modernidad, con la reflexión sobre la imagen, el cine y el espectador en primera línea significativa, Coppola anticipa la Posmodernidad, con esa repetición de la misma conversación in crescendo, a modo de loop: misma escena y misma acción una y otra vez, con un detective que interviene activamente, neuróticamente, casi psicóticamente,  en  la  elaboración  del  sentido final.  Dos  actitudes  parejas  pero  distintas  que beben una de la otra y que reflejan una conducta sociológica propia de cada tiempo. Dos posicionamientos que aluden indirectamente a la relación del ser humano con las imágenes de lo real, o mejor dicho, con la representación de lo real que transmiten las imágenes. Da lo mismo si es un fotógrafo desencantado o si es un detective paranoide. Lo importante es  escoger un personaje que se relaciona con lo real a partir de la mediación del signo imagen, ya sea visual o sonoro. La Modernidad cuestionó los valores absolutos del arte clásico (verdad, realidad y lenguaje), el sentido único de la obra/película y la pasividad del receptor/espectador, naciendo así una nueva etapa cultural que podríamos denominar como ambigüedad de la imagen. La Posmodernidad dinamitó esos valores clásicos, anclada en el relativismo, colocando al receptor de la obra en el nuevo agente activo del sentido, por delante del propio autor e incluso de la propia obra. Caul no se limitaba a observar lo real, sino que lo resignificaba a partir de su reelaboración acústica en la mesa de sonido. No es un simple personaje, sino que anticipa al nuevo espectador posmoderno de finales de los setenta, educado con la televisión y el video analógico. Ese espectador ya no se halla en el espacio compartido de la sala de cine, sino que se encuentra en la intimidad del hogar. Desde allí podrá pausar, ralentizar, acelerar, grabar o revisar cuantas veces quiera una película. El mismo espectador es coautor de la obra, inmerso en un mundo solipsista e hipertecnológico que desprecia la realidad, representada en gran medida por los medios de comunicación de masas. De Blow-Up a La conversación trascurren ocho años que marcan el camino hacia un nuevo modelo cultural donde lo virtual empieza a sustituir lo real. Podríamos denominar esta nueva etapa como desmaterialización de la realidad.

Me pregunto si cuarenta y cinco años después, en plena hipermodernidad, inmersos en un gran mundo hiperconectado y multipantalla, lo que entendemos como realidad se halla todavía entre los escombros de Harry Caul o ha desaparecido por completo.

 

© Javier Urrutia, agosto de 2019

 

(1) La primera acepción del diccionario de la RAE es esta: “Hacer presente algo con palabras o figuras que la imaginación retiene”.