Monuments Men
La guerra entretenida de Clooney: autoestima patriótica
Por su trayectoria como productor y director, George Clooney es una de las puntas de lanza del Hollywood afín al Partido Demócrata. Casi una década después de su gran momento como comentarista del presente, Buenas noches y buena suerte (Good Night, and Good Luck, 2005), ha presentado su quinto largometraje como realizador: Monuments Men (The Monuments Men, 2014). De nuevo, se trata de una apuesta por recuperar fragmentos de la memoria colectiva. Dimensiona la tarea de centenares de profesionales de diversas procedencias que, durante la II Guerra Mundial, trabajaron para identificar y proteger obras artísticas sustraídas por el ejército nazi, o en peligro a causa de los combates.
La intención confesa del estadounidense ha sido recuperar un cierto cine bélico situado en los años cincuenta y sesenta, caracterizado por la mezcla de heroísmo y humor. El empeño, al basarse en hechos reales sucedidos en un contexto tan dramático, ha tenido algo de desafío. Incluso se rumoreó que su estreno comercial se retrasó por dificultades en la fase de montaje, a la búsqueda de un (¿imposible?) equilibrio tonal.
Un espectáculo amable
Después de flirtear con el cinismo mediante Los idus de marzo (The Ides of March, 2011), el actor y director ha impulsado un proyecto más luminoso. Los referentes que ha manejado en entrevistas, como La gran evasión (The Great Escape, 1963), hablan de la búsqueda de un entretenimiento bélico aceptable para unas audiencias amplias. Y de protagonismo coral, como otro espectáculo también firmado por John Sturges: Los siete magníficos (The Magnificent Seven, 1960). Ni siquiera faltan las secuencias de reclutamiento de los siete coprotagonistas masculinos.
Sean ciertos o no los rumores sobre una posproducción problemática, Monuments Men parece un juego de equilibrios. La música original, que mezcla pasajes patriótico-sentimentales (paseo por las playas de Normandía incluido), trombones paródicos y silbidos de camaradería amable, evidencia el talante diverso de la propuesta. Y los discursos sobre la preservación del arte y la historia, o sobre la lucha por “nuestra cultura y nuestra manera de vivir” (en una elección de palabras significativa: “nuestra cultura”, no “la cultura”), se alternan con escenas propias de un Ocean’s Eleven (Steven Soderbergh, 2001) de época. Hay drama, sí: mueren dos de los personajes principales. Uno de ellos, marcado socialmente por haber cometido un desfalco, encuentra su redención en el sacrificio. Pero la misión debe continuar, y con ella la narración: debe dejarse al espectador con una sonrisa y, quizá, con algo de orgullo por la contribución nacional a la preservación del arte y de la libertad.
Limando aristas y conflictos posibles, los responsables optan por presentar una guerra sin guerra, donde los soldados tallan cruces para las tumbas de muertos que no se ven. Ciertamente, los protagonistas suelen moverse en la periferia del frente, pero eso no justifica el blanqueamiento extremo del conflicto. Ni tampoco las inverosímiles reacciones de unos personajes que desprecian sus propias vidas. Tras apenas unos días de instrucción militar, unos profesionales del arte reaccionan con imperturbable ironía al peligro de muerte inminente de un compañero que ha pisado una mina. No parece una reacción demasiado verosímil, sino un reflejo del talante artificioso (y frívolo) del planteamiento general.
Las bromas sobre alcoholismo, los piques (la relación entre dos personajes es más propia de estudiantes que de sexagenarios), generan una burbuja de irrealidad. La guerra se dibuja como una experiencia entretenida y casi familiar, sin el poso cáustico implícito en el desenfreno de M.A.S.H. (Robert Altman, 1970). ¿Puede ser divertido un conflicto que comportó entre cuarenta y setenta millones de muertos? ¿Y serlo sin la menor vocación satírica? Si bien en la filmografía del Clooney director suelen encontrarse vestigios de su trabajo con los hermanos Coen, aquí no hay ni rastro del posmodernismo cruel de películas como Quemar después de leer (Burn After Reading, 2008). Quizá ese enfoque hubiese resultado más estridente que la nostalgia acrítica que se ha empleado, pero, al menos, resquebrajaría las convenciones del belicismo propagandístico. Aunque este se presente suavizado con algo de progresismo bienpensante en el que no encaja la acidez anarcocapitalista de otro referente mencionado por el cineasta, Los violentos de Kelly (Kelly’s Heroes, Brian G. Hutton, 1970).
Revival acrítico
Resulta irónico que el realizador de Buenas noches y buena suerte haya propuesto una recuperación de la ficción bélica de los tiempos del anticomunismo y el macartismo, del cierre de filas patriótico que vendía al público las guerras de Corea y Vietnam. Un cine marcado no solo por la visión artística y la intención comercial de sus responsables, sino también por los intereses políticos (la lógica belicista se había impuesto al aislacionismo previo al ataque a Pearl Harbor) y las limitaciones expresivas. Porque el Ejército de los Estados Unidos solo apoyaba logísticamente a los filmes con mensajes que considerase adecuados, y esa coerción se superponía a la censura ejercida a través del Motion Pictures Production Code. Sin duda, Monuments Men habrá sufrido unos condicionamientos similares para adaptarse a las Fuerzas Armadas (1)↓ y al sistema de calificación por edades.
Sin proyectar un militarismo desaforado, el filme se abandona a un patriotismo amable, a la solemnidad moderada (o posibilista, o acobardada) de un producto comercial que trata temas trascendentes evitando molestar. Oculta los horrores del frente, y construye sobre ese vacío un espectáculo medidamente dramático, medidamente humorístico, con un poco de flirteo casto y algunos momentos lacrimógenos. En buena medida, la representación sigue las pautas de la ficción propagandística: los sacrificios son puntuales y soportables, la violencia no es excesivamente turbadora. Y en el frente no hay pánico ni angustia, sino camaradería y bromas entre secundarios cómicos.
La narración está bien presentada, con profesionalidad y a veces incluso con astucia. Pero se edulcora hasta el exceso aquella II Guerra Mundial que fundamenta el autorretrato de unos Estados Unidos libertadores. Se idealiza el sacrificio nacional, y a la vez se devalúa su causa con decisiones como reducir a siete los Monuments Men, que en la película no se presentan como representantes de un colectivo mayor sino como todos sus integrantes. Las obras esenciales de la cultura europea son protegidas por un grupo de especialistas reducido, menor al que se consideraría necesario para mantener la seguridad de un centro comercial cualquiera.
Ingenuidad fingida
¿Señala Clooney un pasado ejemplar que debería recuperarse? En Buenas noches y buena suerte, el público sobreentendía el paralelismo establecido entre la caza de brujas y la administración Bush-Cheney, unidos por el control a través del miedo y por la persecución de la disidencia política. En Monuments Men solo encontramos loas de las memorias artística e histórica, sin que se sugiera una comparación desfavorable entre los EEUU de la pantalla (colaboradores aparentemente desinteresados de Francia o Gran Bretaña) y los de la actualidad (socavadores de la frágil arquitectura de la comunidad internacional, a golpe de guerras preventivas y asesinatos extrajudiciales en territorio extranjero). Obviamente, no se insinúan similitudes de los expolios nazi o soviético con las actuales invasiones a países productores de petróleo, y sus correspondientes contratas a empresas de las grandes potencias.
Clooney ya había asumido las ambiciones moderadas de la realpolitik cuando se declaró “desilusionado con la gente que está desilusionada con Obama”. Los idus de marzo fue el reflejo sombrío de un pragmatismo que tenía algo de despertar a la complejidad del mundo y a la falibilidad de los líderes carismáticos. Como en El caballero oscuro (The Dark Knight, Christopher Nolan, 2008) o Lincoln (Steven Spielberg, 2012), se aceptaban la mentira y el engaño al servicio de un bien superior. Monuments Men, por su parte, avala implícitamente el estado de las cosas desde una ingenuidad fingida. Imprudentemente, habla de guerras que se pueden considerar justas (debido a la naturaleza supremacista y genocida del proyecto nazi, aunque este último aspecto se conociese posteriormente) en un tiempo de guerras aberrantes. Y ofrece un baño de autoestima patriótica erigido sobre demasiadas omisiones. Obviar la segregación racial que practicaba el ejército estadounidense de la época es otro signo etnocéntrico de un filme donde solo se protege el arte occidental. Y donde aparentemente se celebra la cooperación multilateral, pero cayendo en un chovinismo estrepitoso: los Monuments Men que fallecen en combate son precisamente los europeos.
Si Clooney quería remontarse a un pasado de integridad, podría haberse limitado a restaurar y proyectar una obra temprana del Hollywood antifascista como Bloqueo (Blockade, William Dieterle, 1938). En ella, Henry Fonda interpretaba un desesperado monólogo mirando a cámara, llamando a la defensa internacional de la II República Española. «Las iglesias, las escuelas, los hospitales son objetivos! ¡Esto no es una guerra, la guerra es entre soldados! ¡Es asesinar! ¡Asesinar a gente inocente!», exclamaba. Pero quizá hubiese descubierto que no hay ningún pasado ideal en el que refugiarse: siete años después del estreno de ese filme, los EE.UU lanzarían dos bombas atómicas en suelo japonés.
© Ignasi Franch, marzo 2014
(1)↑ Una web oficial del ejército estadounidense publica las condiciones previas para la colaboración con proyectos audiovisuales, incluyendo instrucciones de contacto y criterios muy generales de aprobación. La mención a que “la productora accede a consultar con el oficial del proyecto si se producen cambios en el guión aprobado” sugiere que se produce una supervisión restrictiva en el apartado creativo.