Bloqueo

La apátrida y Don Quijote

 

Si tuviéramos que definir rápidamente con un adjetivo el film Bloqueo (Blockade, William Dieterle, 1938), no encontraríamos posiblemente dos más ajustados que “sorprendente” y “exótico”. Ambos, en realidad, resultarían perfectos para, con tan solo una mínima pincelada, concretar esta curiosa realización, una aproximación a la Guerra Civil Española, filmada en Hollywood, mientras se desarrollaba la contienda.

Al contrario que otros títulos como Tierra de España (The spanish earth, Joris Ivens, 1937) o Sierra de Teruel (L´espoir, André Malraux, 1945), el carácter testimonial de la propuesta se abandona, al menos a simple vista, a favor de una aproximación eminentemente genérica. Es más, si no conociéramos la fecha de realización, posiblemente, no dudaríamos en situarla como uno más entre los muchos films registrados durante la Segunda Guerra Mundial, o inmediatamente después. La película intenta con irregular fortuna moverse entre el melodrama más común, centrándose en una historia de amor tan forzada como improbable entre un alférez republicano y la hija de un marchante de arte extranjero, y el thriller de espías. Es precisamente cuando opta por este camino cuando la narración encuentra sus mayores hallazgos, más que por lo convencional de lo que cuenta -contraespionaje a cargo de diferentes personajes tratando de evitar que un barco con provisiones llegue a un pequeño pueblo de la costa- por el variopinto grupo de sujetos que componen el particular elenco. Así, encontramos al corrupto general Valleja, al francés André Gallinet, todo un vividor cargado de inmoralidad a la caza y captura de dinero y aventura, y sobre todo, a Norma, la heroína de la historia.

En una visión superficial, la joven protagonista no se diferencia demasiado de sus contemporáneas, es frágil, ligeramente fría e inclusive un tanto asexuada por momentos. Sin embargo, no encontraremos los elementos más interesantes en el teórico despertar político que se produce en el personaje, de todas formas bastante discutible y autocomplaciente (a punto de ayudar al enemigo, la muchacha cambiará de opinión al ver la pobreza que azota a los habitantes de la provincia, claro que también su enamoramiento del joven miliciano ayudará lo suyo), si bien para una producción, realizada en Hollywood y datada a finales de los años treinta, como la que nos ocupa, es lo suficientemente sugestiva. La biografía de Norma es el componente más interesante del personaje. Incluso, si apuramos esta afirmación, lo más sugestivo sería su condición moral, una apátrida que sabiéndose incapaz de encontrar un verdadero hogar durante toda su vida lo ha perseguido incansablemente. Si ahora decidiéramos divagar y jugar a adivinar su destino, no deberíamos dudar al concluir que jamás logrará ser feliz, pues es uno de esos personajes que nacen marcados por esa cruel fortuna, pese a haber encontrado el amor, por supuesto, efímero como en todos los cuentos de hadas, y un lugar en la patria del hombre al que decide entregar su corazón, que como de todos es sabido no tardará en hundirse en las sombras del fascismo. Si continuamos rastreando las huellas del futuro de Norma, llegaríamos inevitablemente hasta su padre. Sempiterno inconformista, que vio como moría su esposa, durante la Revolución Rusa, poco después de haber dado a luz a su hija, que viaja sin descanso anhelando alcanzar una quimera tan sencilla como utópica, poseer una casita con un jardín. El viejo muere a manos del hombre que ama a su hija. Resulta lógico en realidad, en un país dividido que se derrumba, convertido en improvisado espía de una causa que posiblemente ni comparte ni comprende. ¿Quién puede entender una guerra entre hermanos? Entre las llamas de la chimenea que consumen un pequeño mensaje que un prestidigitador le ha deslizado en la chaqueta, con información comprometedora, se pierden también, para siempre, los sueños que se atrevió a tener quien no debía hacerlo. Norma tampoco debería soñar, pero parece que es lo único que le queda. Está sola en ninguna parte y nunca dejará de estarlo.

Frente a lo interesante que este carácter resulta, encontramos en Marco, el antagonista de Norma, a un personaje mucho más plano y convencional. Si bien no posee ninguna de las supuestas cualidades autóctonas que el cine estadounidense de la época (¿tan solo de esa época?) le podría haber proporcionado (afortunadamente no nos encontramos frente a ningún pseudotorero o el clásico José, surgido de la tragedia de Carmen… aunque ahora que lo pienso me pregunto si un torero y el soldado, que pierde la cabeza por la temperamental mujer, no son en realidad una misma figura), el alférez amante del arte que sueña con tener un pedazo de tierra que cultivar y ser feliz junto a una esposa y unos hermosos y robustos niños, resulta en exceso superfluo. No ayuda tampoco en este caso, frente a la aparente delicadeza de Madeleine Carrol, la estirada interpretación del habitualmente notable Henry Fonda. Por eso, durante prácticamente todo el metraje, Marco parece más bien un fantasma extraviado que no acaba de saber muy bien ni dónde estar ni qué hacer.

Una vez más, de todas formas, intentemos no quedarnos en la superficie. El personaje de Fonda, como decía, no acaba de resultar especialmente interesante y no deja de ser una acumulación de buenos sentimientos y acciones utilizadas para llevarnos a un desenlace que, de no ser por el último plano del que en breve nos ocuparemos, resultaría tan previsible como fatuo.

Nos hemos detenido en la biografía moral de Norma. Hagámoslo en la apariencia física de Marco, olvidemos que Henry Fonda le está prestando su característico físico. El personaje es alto, estirado y su rostro transmite la extraña emoción de un romántico lunático.

No resulta difícil, observando al joven y a su fiel amigo Luis, pensar, casi de inmediato, en Don Quijote y Sancho Panza. Al igual que el ilustre Alonso Quijano, el alférez parece por momentos vivir ajeno a todo lo que le rodea y moverse en su particular ensoñación. Aunque su implicación en la guerra es inmediata y sincera, parte más que de un convencimiento político-moral, de una postura artística, excesivamente ingenua. Su historia de amor surge como la del Quijote de la fantasía: un campesino de pronto se encuentra sentado en el mismo coche, que arrastran sus mulas, que una exótica extranjera, cargada de misterio y sensualidad. La gran diferencia respecto a Dulcinea es que Norma es otra soñadora y por eso la historia (o la ensoñación) fluye hasta hacerse real. Prima antes la fantasía para estos dos personajes que la trágica realidad que los envuelve. Poco importa que el joven sea responsable de la muerte del padre de la muchacha o que ella sea una espía enemiga. Como el caballero de La Mancha, Marco no sabe que jamás logrará derrotar a los gigantes y que sus andanzas acabarán trágicamente. Si bien Cervantes decidió plasmar la muerte física (que no espiritual) de su creación, Dieterle dejará en incógnita el destino del personaje aunque, obviamente, no sea demasiado complicado de profetizar. El bonito país por el que lucha encerrado en un cuadro que muestra a Norma, sepultados bajo las ruinas, después de un bombardeo, desaparecerá completamente en apenas tres años.

Detengámonos por un instante en Luis. Surgido indiscutiblemente de la picaresca y, por tanto, gran amante del vino y las mujeres y siempre dispuesto a escabullirse a la hora de trabajar, el personaje encuentra, como señalaba, su homónimo en el escudero Sancho Panza. Su locura es mucho más ingenua que la de su “amo”. Además de inundar sus venas con el licor de los dioses, sus días trascurren plácidamente en los campos, cuidando de sus ovejas mientras les habla y les interpreta con su flauta pequeñas melodías. Una vez comenzada la guerra, lo descubriremos sentado en mitad del cuartel general, ajeno a todo lo que sucede, ligeramente ebrio, tocando de nuevo su música para unos animales pintados en un lienzo. Resulta muy significativo el desenlace de esta secuencia. Sus compañeros, de pronto, retiran la pintura y él, inmóvil, da la impresión de estar asistiendo al derrumbamiento de su mundo.

En todo el metraje del film hay una sensación de extrañeza. Sabemos que la acción transcurre en España y se nos narra el comienzo de la guerra, después del golpe de estado franquista, y un episodio de la misma, pero nada, realmente, parece remitirnos a nuestro país. Los personajes tienen nombres españoles (ligeramente italianizados en ciertas ocasiones o demasiado inusuales en otras, cuando no forzados). La historia se desarrolla en una localidad catalana, pero todo resulta ajeno, excepcional, misterioso. Es una España de mentira, una suerte de reflejo, creado en un estudio de cine en Hollywood para narrar, de forma inconsciente, el inicio de la contienda que fue el prólogo de la Segunda Guerra Mundial. Vista hoy en día, numerosos elementos nos podrían resultar tan estúpidos como molestos -cuando no kitsch– como todos los diferentes carteles de propaganda o avisos a la población redactados en la lengua de Shakespeare. Funcionan a la perfección, sin embargo, para la construcción de este particular y extravagante universo cinematográfico que culminaría, indiscutiblemente, con la secuencia en que el cantante al que da vida George Byron interpreta una canción en inglés en un sórdido cabaret de una población catalana en 1937.

 

La atmósfera misteriosa que recorre todo el metraje parece llegar a la absoluta abstracción cuando los franquistas son sencillamente denominados “el enemigo”. El fascismo de pronto parece convertirse en un ente, una figura imprecisa, teórica. Jamás aparecerá en imagen un soldado franquista y los villanos de la historia serán traidores o agentes extranjeros. Poco importa pues que estemos hablando de Franco. La película está partiendo de un planteamiento teórico y encuentra en la abstracción el mejor camino para ilustrar, de forma aparentemente indeterminada, el espectro de la guerra.

William Dieterle construye su film desde un aparente distanciamiento. Utiliza a España como excusa para alzar la voz en contra del absurdo de la guerra. Anticipándose al mismísimo Charles Chaplin de El gran dictador (The great dictator, 1940), el cineasta rompe la cuarta pared y, en un desenlace absolutamente sorprendente, Henry Fonda deja de ser Marco para volver a ser él mismo, convertirse en William Dieterle o ser sencillamente una voz anónima que entona unas palabras desesperadas contra la barbarie y el absurdo de la guerra.

Podríamos afirmar que la película está construida desde un particular lirismo desesperado. Un hombre y una mujer se enamoran mientras el mundo se derrumba frente a ellos. La cámara del cineasta parece tratar de cobijarlos, de encuadrarlos en unos planos extraños, casi agónicos, pues sabe, como nosotros los espectadores, que un nuevo encuentro puede ser el último. Todos los planos parecen ocultar un profundo dolor, una insólita desesperanza. Posiblemente el que mejor ayuda a ilustrar esta afirmación es aquel en que una madre, después de perder a su pequeño durante un bombardeo, parece acunar a un fantasma, al que susurra hermosas palabras, poco antes de arrojarse al mar. La cámara, lenta, casi imperceptiblemente, avanza hasta el rostro de la mujer hasta que de pronto, de forma abrupta, se precipita hacia nosotros para desaparecer mientras escuchamos el sonido de su cuerpo al golpear contra las aguas del puerto. Por el camino, encontraremos imágenes inolvidables, como la de Henry Fonda observando atónito por el boquete de una de las paredes del cuartel general cómo los edificios se derrumban a causa de las bombas lanzadas por los aviones enemigos.

Bloqueo continua siendo un film parcialmente desconocido frente a títulos como los anteriormente citados de Ivens o Malraux, o esa brillante realización que es Morir en Madrid (Mourir à Madrid, Frédéric Rossif, 1963). La urgencia con que está realizado, la necesidad de dar testimonio de lo que entonces sucedía en España y que en pocos años se extendería a todo el mundo, convierten esta obra en un trabajo casi imprescindible. Poco importan en realidad sus virtudes o defectos, su mera existencia debería sorprendernos y el dolor que contienen todos los planos deberían una vez más alertarnos contra nosotros mismos. Bloqueo es el grito desesperado de una generación que ve cómo después de haber perdido la inocencia con la Primera Guerra Mundial el mundo empieza a agonizar lentamente.