Independencia

Negro sobre blanco

 

En una época en la que el concepto de secuela (o de saga) se halla asociado, en gran medida, a las estrategias mercantilistas de la maquinaria de Hollywood, una película como Independencia de Raya Martin, segunda parte de su trilogía sobre la historia de la nación filipina, se erige como un acto deliberado de resistencia, un filme que extiende su espíritu subversivo a todas sus dimensiones. La suya es una sublevación estilística (formal y narrativa), conceptual, histórica y política.

De partida, cabe detallar el origen de la propuesta. Independencia debe entenderse como una suerte de secuela de A short film about the indio nacional (2005), primer largometraje de ficción de Martin. Si en Indio nacional el joven director (nacido en 1984) abordaba el estallido de la revolución filipina contra la ocupación española, en Independencia se evoca el periodo histórico siguiente, marcado por la imposición de Estados Unidos como fuerza colonial. La presencia norteamericana se materializó a través de la Guerra Filipino-Estadounidense (1899-1911) y se extendió hasta la Campaña de Filipinas (1941-1942) de la Guerra del Pacífico, cuando Japón asumió el dominio del archipiélago. De hecho, este tercer episodio de la trágica historia de las colonizaciones del país debería dar pie a la última parte de la trilogía, o más bien tríptico o serie –como prefiere denominarlo Martin-.

Enmarcado el contexto histórico, es hora de revelar el eje conceptual del proyecto: reconstruir las coordenadas fílmicas de cada periodo para convertir la trilogía en un objeto de denuncia política y orgullo nacional. Es decir, que la crónica histórica trasciende el espacio diegético (de la acción, la trama, la ficción) y conquista el territorio de la práctica cinematográfica. De algún modo, cada película está planteada como si se hubiese realizado en el periodo contemporáneo a la acción. Así, mientras Indio nacional elaboraba una estética primitiva, propia del cine de los orígenes, Independencia, cuya acción se sitúa a principios del siglo XX, adopta los patrones formales del cine filipino del periodo, realizado en estudio, en blanco y negro y sin sonido directo, abiertamente influenciado por el cine norteamericano de la época. En definitiva, la aspiración de Martin es la elaboración (todavía in progress) de un tríptico que, por ambición, resulta comparable a la trilogía histórica de Hou Hsiao-hsien; mientras que por su audacia conceptual podría equipararse a la Trilogía de Koker de Abbas Kiarostami.

Todavía más, el ejercicio de simulacro desarrollado por Martin, su “imitación” del cine de otras épocas, consigue distanciarse del proceso de embalsamamiento, del ejercicio mortuorio. Si Indio nacional e Independencia no caen en la trampa de convertirse en momias cinematográficas (un riesgo que, por ejemplo, bordeó Hou en el “Tiempo de la libertad” de Three times), es gracias a la resistencia de Martin a someterse a cualquier tipo de academicismo. De hecho, en estos dos filmes, a pesar de su trasfondo elegíaco y solemne, hay continuas apelaciones a la ironía (sea a través del humor, entre satírico y surrealista, o mediante la integración de efectos anacrónicos, un poco a la manera de Guy Maddin). En Indio nacional, la representación “primitiva” de la revolución, teñida del brillo primigenio de los Lumière y la organización narrativa de Griffith, era prologada por un micro-relato en video digital cercano a los experimentos de Warhol. Por su parte, el vigor lúdico de Independencia puede percibirse, por ejemplo, en el momento en que la narración es interrumpida por un falso informativo de la época (que deja constancia del asesinato de un niño filipino a manos de un soldado norteamericano), una ocurrencia cercana al espíritu Grindhouse, aunque con una vocación de trasgresión histórico-formal más cercana al Todd Haynes de Lejos del cielo.

El objetivo último de este sofisticado dispositivo es desentrañar la esencia de la identidad filipina, maltrecha por las múltiples agresiones imperialistas. Para conseguirlo, en Independencia, Martin pone en escena una crónica familiar marcada por la tragedia. La acción se desarrolla, en su mayor parte, en un contexto rural reconstruido en estudio, con los fondos convertidos en grandes lienzos paisajísticos que acentúan el tono naïf del relato. Allí es donde llega una madre acompañada de su hijo, escapando del clima turbulento y hostil de la ciudad. Es entonces cuando Martin despliega el armazón narrativo de la película: la observación detenida de las costumbres de los personajes, que desempeñan sus tareas cotidianas bajo el prisma detallista y preciosista de la cámara del realizador. Luego, de forma casi imperceptible, esta representación poética y minimalista se va empapando de un cierto historicismo: de lejos, los protagonistas escuchan los ecos de la contienda bélica, mientras su convivencia pacífica con el entorno natural define una forma de resistencia pasiva ante el ocupante exterior. De esta misma manera, fluida y precisa, Martin consolida otra construcción simbólica esencial: cada muerte testimonia la dramática orfandad del pueblo filipino (tema central del “nuevo cine filipino”, que permite hilvanar el trabajo de Martin con el de Lav Diaz o Sherad Anthony Sanchez).

La película transcurre de forma parsimoniosa y se entrecorta en el momento de la ya mencionada interrupción “informativa”, dando pie a una elipsis brutal que remite a la de Now showing (2008). Martin reserva para el final el momento torrencial del filme, el estallido de la gran tormenta, espectacular y sublime clímax en el que el prolongado lamento se concatena con un grito de esperanza. Por el camino, queda una recurrencia narrativa que constituye uno de los centros neurálgicos del discurso: la proliferación de relatos orales. Es así como los personajes forjan un mecanismo de transmisión cultural ajeno a la influencia extranjera. Y de esta manera, la película deviene una antología de relatos sobre los enfrentamientos civiles y la vida de los ancestros; relatos protagonizados por amuletos, ritos paganos, viejas tradiciones…

Con su gran proyecto todavía a medio construir (falta la tercera parte de la trilogía), Raya Martin ha demostrado que la ambición desmedida, acompañada por un cierto grado de ingenuidad, puede mover montañas, o lo que es lo mismo, transformar herencias nacionales. Con Independencia, Martin ha puesto una piedra más en su personal Historia del pueblo filipino. El suyo es el testimonio de una herida no cicatrizada; su meta: la apropiación de un cine sometido que, desenterrado y revigorizado, puede finalmente alzar su voz y reclamar una revolución.