Achilles and the tortoise

El artista en su rincón

 

En 1989 el actor Takeshi Kitano, conocido como Beat Takeshi, debía protagonizar una película de cine policíaco llamada Violent cop (Sono otoko, kyôbô ni tsuki, 1989) bajo las órdenes del veterano Kinji Fukasaku. Unas semanas antes de empezar el rodaje Fukasaku abandonó el barco y los productores tomaron la arriesgada decisión de confiar el cargo de director a Kitano, cuya única experiencia tras las cámaras se limitaba a la realización de los programas televisivos en los que aparecía. De esta forma, Beat Takeshi y Takeshi Kitano se convirtieron en personalidades duales que convivían en aparente armonía, iniciando una filmografía de trazo ascendente que culminó en 1997 con la obtención del León de Oro en la Mostra de Venecia por Hana-Bi. Flores de Fuego (Hana-bi, 1997). Pero habiendo accedido a la silla de director de forma tan azarosa, no resulta extraño que Kitano viviese su conversión en rutilante estrella de la intelectualidad con cierta perplejidad oculta bajo su hierática cara de póquer. Este desconcierto se manifestó explícitamente en Takeshis’ (2005) y Glory to the filmmaker! (Kantoku·Banzai!, 2007), sendos ejercicios de interrogación y autoexploración en clave bufa de interés puramente teórico. Probablemente fueron películas que le hicieron bien al Kitano cineasta, aunque su combinación de hermetismo y mamarrachada jamás llegaba a impregnar al espectador. Se pretendían haraquiri, pero lo más lejos que llegaban era al onanismo.

 Por eso ahora acogemos con los brazos abiertos Achilles and the tortoise. No es que sea una de sus mejores películas (¿volverá algún día a ofrecernos un título tan rotundo como lo fue Hana-Bi?), pero sí sabe, al menos, canalizar sus actuales intereses y obsesiones sin convertir la pantalla en un muro de extravagancias que deje fuera de juego al espectador. Porque con este film Kitano sigue intentando dilucidar cuál es la función del artista en el mundo y de qué manera funcionan los mecanismos que llevan al impulso creativo. Para ello se sirve del recorrido vital de Machisu, un pintor que desde niño fracasa en todos y cada uno de sus intentos de alcanzar el reconocimiento. Ni desarrollando un lenguaje personal ni siguiendo las corrientes del momento logra despertar la admiración de sus semejantes (o, en todo caso, la de profesores, críticos o galeristas). Machisu está interpretado por el propio Kitano en el último tramo de la película, que además es el autor de todos los cuadros que aparecen en ella, como si se tratase de un extenso catálogo de su menos conocida faceta pictórica. Y lo que podría haber dado pie a un penoso puchero elude, afortunadamente, cualquier atisbo victimista al presentarnos un personaje incapaz de salir de su burbuja, preocupado simplemente por su obra, casi autista en su indiferencia hacia aquello que le rodea.

Kitano reparte así mandobles a las jóvenes promesas que caen en el olvido y acaban su vida amargadas, a aquellos que lamentan la incomprensión que sufren y se quejan de cómo los demás les jodemos la vida, pero viven como parásitos de algunos sufridores que, por algún motivo, los aguantan y creen todavía que la depresión es el único estado válido para un artista. Los tópicos de siempre, sí, pero bien puestos (a caldo). Y como si el director se hubiera ido envalentonando a medida que escribía el guión, abandona progresivamente los pulcros ropajes clasicistas con que empieza la función y exagera el tono, los colores y la virulencia de la película hasta llegar a lo grotesco, especialmente en lo que se refiere a la relación del pintor con su mujer e hija, usando a la primera como saco de boxeo (literalmente) para realizar uno de sus cuadros y mendigando el dinero que la segunda gana prostituyéndose. El film podría habérsele ido de las manos, pero Kitano demuestra que sabe cómo modular y madurar los gags y golpes de efecto a través de la puesta en escena, el montaje y la elipsis (siempre ha sido uno de sus puntos fuertes).

Y aunque termine la película con un atisbo de reconciliación y esperanza, de ternura casi chapliniana, eso no nos hace olvidar la bilis expulsada anteriormente y nos lleva a aplaudir una película imperfecta, más interesante que apasionante, pero también lúcida y honesta, que esperemos sea la antesala de una pronta recuperación total. Y si no es así, al menos habrá servido para darles algo de sentido a los pasos en falsos que la precedieron, lo que en sí mismo ya es mucho.