Francofonia

Sokurov en el museo

 

“Somos nuestra memoria,

somos ese quimérico museo de formas inconstantes,

ese montón de espejos rotos”.

(Jorge Luis Borges)

 

En los últimos años han llegado a nuestras pantallas una serie de películas con un denominador espacial común –los museos de arte–, hasta el punto de que casi podríamos hablar de una especie de subgénero. Sin ánimo de ser exhaustivo, filmes tan interesantes y diferentes entre sí como National Gallery (Frederick Wiseman, 2014), El gran museo (Das große Museum, Johannes Holzhausen, 2014), Museum Hours (Jem Cohen, 2012) o, ya algo más alejadas en el tiempo, Las horas del verano (L’heure d’été, Olivier Assayas, 2008), El vuelo del globo rojo (Le voyage du ballon rouge, Hou Hsiao-Hsien, 2007) o La ville Louvre (Nicolas Philibert, 1990) se ubican dentro de los espacios de un museo o este deviene una pieza crucial del mecano final.

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De arriba a abajo, fotogramas de National Gallery (Wiseman, 2014), El gran museo (Holzhausen, 2014), Museum Hours (Cohen, 2012)

Si nos fijamos en los nombres de los realizadores, es casi un who’s who del cine de autor más selecto de las últimas décadas, lo que habla bien a las claras de la atracción que supone para un cineasta rodar una película en medio de cuadros y esculturas. Quizá imaginan –de manera consciente o inconsciente– que los fotogramas se contagiarán del genio artístico que les rodea, aunque sea como simple reflejo de las obras allí expuestas. Esta tendencia también puede interpretarse como una búsqueda de refugio entre la serena inmutabilidad del interior del museo frente a un presente ilegible, convulso y/o desalentador: las obras de arte como mapas y hojas de ruta con las claves semióticas para entender el mundo. De cualquier forma, al final el exterior se refleja también dentro de las paredes de las galerías de arte y estas funcionan como microcosmos en miniatura que reproducen los ecos y batallas del mundo, como en la última película de Pere Portabella, Informe General II: el rapto de Europa (2015), que se inicia en el Museo Reina Sofía para hacer una radiografía expansiva de las relaciones entre arte y poder y entre las nuevas políticas y las viejas herencias.

Estos trabajos pueden englobarse en dos grandes bloques. Por un lado, las películas que tratan sobre el funcionamiento del museo en sí –la gobernabilidad; las estructuras jerárquicas; las reuniones de contenidos; el comisariado, traslado, almacenaje, restauración y selección de las obras; la relación con el público y un largo etcétera– desde una aproximación pretendidamente documental y un punto didáctica –como la de Wiseman, Philibert o Holzhausen–. Por otra parte, las que lo utilizan como marco incomparable para contar una ficción con vínculos más o menos fuertes con el espacio en que se desarrollan –Hou, Cohen, Ozon–.

El cineasta ruso Aleksandr Sokurov estaría a caballo entre estas dos opciones, ya que si bien tanto en El arca rusa (Russkiy kovcheg, 2002) como en Francofonia, le Louvre sous l’Occupation (2015), los protagonistas indiscutibles son el Hermitage y el Louvre, respectivamente, los museos ejercen también de contenedores de narraciones bigger than life  –ni más ni menos que 300 años de historia rusa en el caso del primer título y la de la Francia colaboracionista durante la Segunda Guerra Mundial en el segundo–. Lo que está claro es que los museos y, por extensión, el arte son un vehículo perfecto para que Sokurov desarrolle su personal visión de la Historia con mayúsculas y del mundo, tanto en los dos filmes citados como en otras piezas cortas no menos relevantes como Elegía de un viaje (Elegiya dorgi, 2001) o Hubert Robert, una vida afortunada (Hubert Robert. Schastlivaya zhizn, 1996).

 

Revisiones históricas según Sokurov

El término francofonía es una palabra eufónica y amable que engloba a todos los países francoparlantes y que asociamos con afinidad y simpatía hacia una manera de entender el mundo: la francesa. El propio Museo del Louvre, probablemente hipnotizado por el tour de force que el realizador ruso llevó a cabo en El arca rusa para conmemorar los tres siglos del Hermitage, acoge con alborozo la propuesta de Sokurov a pesar de que este decide dejar a un lado la visión global de su anterior filme museístico y encuadrar la película en uno de los episodios más infames de la France: el colaboracionismo durante el Gobierno de Vichy y, en especial, la extraordinaria –en su acepción de fuera del orden o de regla natural o común– amistad que surge entre el director del Louvre y el oficial nazi encargado de supervisar el funcionamiento del museo. El resultado es un filme-rompecabezas con toneladas de mala leche rusa.

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El arca rusa (2002) de Aleksandr Sokurov

En su anterior filme rodado en el Hermitage, a lo largo del descomunal plano secuencia que abarca la totalidad de la película, y de la mano de un director ruso y un enigmático francés del siglo XVIII, el espectador cruzaba salas y más salas conectando siglos, fiestas y recepciones en una especie de agujero de gusano sin fin, dotando de sentido a la definición de Orhan Pamuk de los museos como “los sitios en los que el tiempo se transforma en espacio” (1). La polémica visión histórica de Sokurov hacía que el tiempo de los zares refulgiera con la luz de un pasado glorioso y, en cambio, a medida que se acercaban los tiempos de la revolución, las sombras y las conspiraciones, se ennegrecían las estancias y se emponzoñaba la atmósfera, lo que nos dice mucho sobre las controvertidas simpatías políticas del realizador. Por otro lado, el concepto de políticamente correcto aún no se ha inventado en Rusia, así que la mirada del cineasta es mucho más compleja que la de un melancólico del antiguo régimen. Más que una película revisionista, El arca rusa nos mostraba destellos de un mundo perdido, fantasmas recorriendo espacios fantasmáticos mientras la niebla esperaba en el exterior para sumirlos a todos en el olvido. Al final, lo que le queda al espectador son retazos de la gran historia, momentos capturados al vuelo y una conexión, la del poder y el arte, que en la actualidad es infinitamente más débil. Hoy el poder se basta solo para perpetuarse.

Francofonia, a diferencia de su homóloga rusa, trasciende las paredes del Louvre y los modos de representación y desarrolla un complejo aparato audiovisual mediante fotografías, imágenes de archivo, conexiones por Skype y representaciones con actores, conformando una película multiorgánica donde ficción, realidad y ensayo conviven intoxicándose unas a otras. Así, vemos al propio realizador en su madriguera tecnológica, a la manera de un Jean-Luc Godard, pendiente del ordenador y de un chat con un amigo, capitán mercante que se comunica con él en medio de una terrible tormenta. Su pecio transporta contenedores cargados de obras de arte, en una suerte de museo flotante que Sokurov asocia visualmente al cuadro de La balsa de la medusa de Géricault. El mar de la historia, el océano del tiempo –imagen recurrente con la que también finalizaba El arca rusa– y, en medio de todo ello, el edificio del arte sometido a los vaivenes geopolíticos.

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Sokurov en el Louvre con La balsa de la medusa de Géricault al fondo.

Pero el patchwork audiovisual de Sokurov continúa y añade más capas de significado: las fotografías de campesinos del XIX y marineros potemkianos o de muertos rusos célebres como León Tolstói o Antón Chéjov nos hablan de un pasado fiero y orgulloso y dan paso, en contrapartida, al símbolo de la Revolución francesa, una Marianne que ya no guía al pueblo, sino que recorre en un cochecito eléctrico los pasillos mal iluminados del Louvre. Esta iluminación tenebrista la encontramos de forma similar en su mediometraje documental sobre la figura de Hubert Robert, retrato impresionista de un pintor paisajista del siglo XVIII que fue a su vez conservador del Louvre. Sokurov entraba en aquella ocasión en un Hermitage a oscuras y componía planos de fuerte carga pictórica en los que la única iluminación parecía provenir de los cuadros que veíamos al fondo del encuadre, construyendo una mise en abîme espectral que también utilizaba en Elegía de un viaje, otro trayecto de texturas y oscuridades entre jirones de niebla hacia la memoria de Europa y del Museum Bijmans Van Beuningen de Róterdam. De vuelta en el Louvre, la Marianne de Sokurov repite con una insistencia rayana en la idiocia la liberté, egalité, fraternité a las salas vacías. El lema suena más estéril que nunca y el espíritu de la Revolución francesa parece quedar desactivado. Un trasunto de Napoleón también deambula por las salas con chocarrera grandilocuencia mientras se busca en los cuadros e intenta atribuirse todos los logros artísticos –“c’est moi”, proclama frente a la Mona Lisa–.

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Un trasunto de Napoleón junto al cuadro de La consagración de Jacques-Louis David.

La historia de Francia ridiculizada y el país, rendido a los nazis: los peligros de hacer una película con Aleksandr Sokurov. En ese sentido, las brutales imágenes documentales del cerco a Leningrado –con las que Sergei Loznitsa realizó hace unos años la descomunal Bloqueo (Blokada, 2006)– son una sonora bofetada a Vichy, el pueblo tibio que embotella agua mineral y engendra un gobierno humillado ante el aparato nazi. “Nosotros resistimos, Francia”, nos dice el ruso con altanería.

 

Memoria, rehabilitación, disonancia

De esta manera, las imágenes de archivo de Adolf Hitler junto a la torre Eiffel suponen para el espectador, casi un siglo después, un cortocircuito neuronal que ejemplifica lo rápido que se olvidan las miserias de la Historia. Ahí está Sokurov para recordar los tiempos oscuros, como si nos susurrara al oído: “si esto pasó, todo puede pasar”. La falta de asideros de esa imagen límite nos lleva a buscar respuestas en los retratos del Louvre: los pintores hacen comprensible el género humano y en tal sentido opera la recreación que lleva a cabo el cineasta de la amistad entre el director del Louvre y del encargado alemán de arte. Aunque nos recuerda en todo momento que se trata de una reconstrucción —frente a las irrebatibles imágenes de archivo de los nazis en la capital gala— mostrando la claqueta e incluso la banda de sonido junto a las imágenes, Sokurov apuesta, por fin, por el género humano a nivel personal: la valentía del director del Louvre, que saca las obras y las disemina por castillos fuera del alcance de la codicia de Joseph Goebbels y compañía, junto a la complicidad de su homólogo alemán, salva al arte. Y realmente merece ser salvado: la cámara recorre fascinada la majestuosidad de los toros alados de Asiria o la Victoria de Samotracia como ejemplo de lo inefable y de la resistencia en obras que superan de largo los dos mil años de antigüedad.

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Sokurov reúne a Napoleón y a Marianne, símbolo de la República Francesa, en el Louvre: liberté, égalité, fraternité

Al final de la película, en una escena brillante, el cineasta, como el buen demiurgo que es, interpela directamente a los dos protagonistas, con lo que rompe el pasado y los teletransporta al presente: un viaje en el tiempo sin abandonar el plano. Los atribulados personajes toman asiento en una pequeña estancia en la que el realizador les cuenta el futuro de la guerra y de sus propias vidas. La cara de asombro del alemán es respondida con infinito sarcasmo por Sokurov: “¿Acaso habéis ganado alguna vez?”. Pero la historia será benévola con ellos: ambos gozarán de una vida larga y plena, rehabilitando de algún modo la cobardía y tiranía de sus respectivos países.

Está claro que Aleksandr Sokurov nació en el tiempo equivocado, que es un hombre del pasado, al que vuelve una y otra vez, como si fuera una memoria genética que llevara en su ADN. El ruso entiende que ya no hay espacio para los grandes hechos históricos sino para las pequeñas miserias. Solo el arte conserva el eco de aquellas antiguas batallas. Y en el último plano de la película, la pantalla vira a rojo y la banda sonora se descompone y ensucia con sonidos disonantes, con lo que comprendemos que el término Francofonía está mucho más cerca de la cacofonía: la de la historia y el tiempo, “el relato de un loco lleno de ruido y de furia y que no significa nada” (2).

 

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(1) PAMUK, Orhan: El museo de la inocencia, Mondadori, 2009.

(2) SHAKESPEARE, William: Macbeth.

 

 

 

© Javier Trigales, marzo 2016.