Las mil y una noches

Larga tarde en Portugal

“Nunca um verdadeiro português foi português: foi sempre tudo”
Fernando Pessoa

 

A la hora de enfrentarse con una película-mecano como Las mil y una noches (As mil e uma noitesMiguel Gomes, 2015), la mayor parte de los análisis han privilegiado la forma antes que el fondo: las seis horas y media de duración y la división del film en tres volúmenes (titulados O inquieto, O desolado y O encantado) parece llamar mucho la atención y su visionado se equipara a un ejercicio atlético no exento de dificultades (1). Quizá en piezas como Empire (Andy Warhol, 1964) que convierten el factor tiempo —ocho horas de filmación ininterrumpida del Empire State Building en plano fijo— en la propia materia fílmica, el debate tendría sentido. Pero en una narrativa digamos convencional, y a estas alturas de la historia en la que plataformas como Netflix estrenan en un mismo día temporadas completas de series para ofrecernos la posibilidad de verlas de una sentada, ya sabemos que nuestra resistencia ante el audiovisual es alta, nuestros traseros están endurecidos y el metraje extenso es simplemente una anécdota. Lo relevante es preguntarse si esa duración está justificada. Y en este caso lo está: la película proporciona un puñado de imágenes e historias que perduran en la memoria y que podrían prolongarse, como las noches de Sherezade o como este mismo artículo, de forma indefinida.

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Miguel Gomes busca hablar de una Portugal en crisis desde el fantástico

 

La huida en falso

¿Cómo meter un país entero en una película? Más difícil aún: ¿cómo trasladar a la pantalla el momento exacto en que todo un pueblo se empobrece —el Portugal vendido a la Troika desde el verano de 2013 al verano de 2014—? El propio Gomes, en los primeros minutos de su película, contesta que no lo sabe, y en un ataque de pánico similar al del pontífice encarnado por Michel Piccoli en Habemus Papam (Nanni Moretti, 2011), huye de la grabación de su propia película dejando plantado al equipo de rodaje. Pero esta versión posmoderna del “preferiría no hacerlo” del Bartleby de Herman Melville es una añagaza, una excusa naif: por supuesto que sabe lo que hacer —solo es una coquetería similar a la que en la escuela mostraban esos alumnos algo sabihondos que se presentaban a un examen asegurando no tener ni idea y luego se hacían los sorprendidos al sacar un sobresaliente— aunque necesite tres películas para hacerlo: Gomes levanta una trilogía heterogénea, omnívora, que puede desgajarse en partes independientes pero que se contempla mejor desde la lejanía, admirando el conjunto. A vista de pájaro —o, lo que es lo mismo, a una semana de haber visionado la trilogía— uno puede entender incluso que las pequeñas fallas o momentos rugosos en el metraje no son más que provincias indómitas del mapa de Portugal que se resisten al ejercicio de catalogación y generalización que lleva implícita la realización de una película/metáfora como esta. El megalómano proyecto de Gomes podría ser, en realidad, infinito: desde que decide explicar un país en crisis, todo puede caber dentro, todas las historias, todas las vidas. La buena noticia es que deja los grandes gestos y aspavientos a un lado y entrega un tríptico de altas aspiraciones pero fabricado con materiales humildes de procedencia múltiple. El encaje unas veces funciona mejor y otras veces no tanto, pero la libertad que desprende el conjunto le hace prácticamente inmune a las críticas: cualquier espectador puede encontrar su espacio en este proyecto que es, digámoslo ya, un triunfo.

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Miguel Gomes tiene un supuesto ataque de pánico al arranque del film

 

El método Gomes

En Appunti per un’Orestiade africana (1970), otra crónica de un fracaso —pero esta vez real: la traslación a África del mito de Orestes, Clitemnnestra y Electra no pudo llevarse finalmente a cabo, quedando como documento estas notas audiovisuales a modo de diario de preproducción—, Pasolini, cineasta político en toda la extensión del término, filma los objetos sencillos de una mísera cabaña y a sus habitantes mientras suena la Varsoviana. El italiano llama a la lucha de forma activa, mientras que Gomes prefiere hacer una autopsia del cadáver para llegar a la conclusión de que, pese a los intentos de la Troika, este sigue vivo. Ya en Redemption (2013), portentoso mediometraje de found footage, el realizador utilizaba un particular tono entre amargo y poético para hablar de los mandatarios más ególatras y miserables de la Europa actual, que generaba sensaciones de pérdida y tristeza más que de rabia y revanchismo. Quizá esto tenga que ver con la saudade portuguesa, pero también con la resistencia por parte de Gomes a perder el optimismo: si hasta los monstruos fueron jóvenes, todo está aún por resolver. Para el trabajo titánico que se autoimpone, el director organiza un rodaje guerrillero que parece influenciado por movimientos asamblearios y horizontales como el 15-M: un grupo de periodistas rastrea el país en busca de noticias que son valoradas por el autodenominado “Comité Central”, el cual elige las historias que más pueden prestarse al proyecto, y posteriormente un grupo de grabación se dirige al lugar para, a partir de la noticia, crear —en palabras del propio Gomes—, una live-fiction, una ficción recreada con los verdaderos protagonistas del suceso real. Este reglamento por supuesto es laxo, y en otros momentos del metraje los actores sustituyen a los personajes reales, el documental a la realidad ficcionada y la fantasía a la realidad —como ya sucedía en Aquele querido mês de Agosto (2008), donde los protagonistas se volvían tanto más reales cuando abandonaban el documental y se introducían en una ficción—. Y esta confusión tan característica del cine de Gomes explica perfectamente el espíritu del proyecto: para explicar el presente es necesario perderse un poco.

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La crisis emerge de muchas maneras en la película, también en imágenes documentales

 

Los gallos hablan, las ballenas explotan, los hombres vuelan

El cine de Miguel Gomes se puede considerar un heredero tardío pero muy puro del tan cacareado realismo mágico de García Márquez y compañía —aunque se encuentra aún más cerca de los cómics de Beto Hernández— : sus películas se sitúan en un territorio de hiperrealidad donde lo fantástico espera a la vuelta de la página, como al Bastián de La historia interminable (Michael Ende, 1979). La irrupción de la fantasía en las historias de Gomes/Sherezade es la progresión lógica de tanto disparate: tan increíble es que un gallo avise a una población del incendio que se aproxima —y que amenaza al municipio, a Portugal, a Europa—  como que ese mismo pueblo celebre un juicio contra el propio gallo; o que cientos de personas depositen todas sus esperanzas en un baño en el mar el día de año nuevo y que ese mismo mar traiga a una ballena/Leviatán que explosionará liberando a una sirena; o que un hombre dedique toda una vida a capturar pájaros para oírlos cantar y que de vez en cuando se le cuele en la red algún genio del viento despistado. Las leyendas viven entre lo cotidiano al igual que sucede en el cine de Apichatpong Weerasethakul —no por casualidad Gomes cuenta en Las mil y una noches con su mismo director de fotografía, Sayombhu Mukdeeprom, que templa la transición entre los dos mundos — aunque en las películas del tailandés el artificio es mucho más complejo y, a veces, directamente invisible. De todos modos, lo fantástico no soluciona la crisis y tampoco es una vía de escape, solo una cara más del absurdo que supone vivir en el siglo XXI. 

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Los animales (fantásticos) abundan en Las mil y una noches

 

La farsa/la tragedia

Los dos extremos de la dramaturgia clásica se dan el relevo a lo largo de la cinta de Gomes como si de un combate de Pressing catch se tratase —el sparring es Portugal, claro—. Y aquí el realizador echa mano de la sátira vulgar en una decisión justificable: solo desde la escatología es posible hablar de la política actual y de las maniobras aberrantes de los presidentes/banqueros —¿acaso aún existe diferencia entre los dos cargos? — que se reparten un botín en forma de país con una excitación y borrachera de poder tal que acaban todos con priapismo. Y en uno de los segmentos más largos y discutibles del film, el realizador sienta a los espectadores y a cientos de personajes en un anfiteatro donde se celebra un juicio sumarísimo al estado de las cosas, recuperando por un lado la sensación del cine como arte popular mientras que por otro denuncia que las máscaras que utilizamos a lo largo del día no bastan para ocultar la interminable cadena de mezquindades de las que somos capaces. La jueza, desesperada, rompe en lágrimas.

Mezcladas con la farsa de modo inextricable, Gomes incluye una serie de pinturas negras de trazo algo más fino: el despido de seiscientos trabajadores de unos astilleros, que con sus voces en off casi superpuestas desgranan un mar de historias —hombres paralizados que ven caer las horas del día al suelo, inservibles— que se desbordan, como en las mil y una noches originales y con las que Gomes parece buscar el anhelo imposible de escuchar a todas y cada una de las personas que forman la palabra crisis; o el bloque de viviendas de San Antonio de Cavaleiros, que se convierte en una versión triste y desesperanzada de La vida, instrucciones de uso, de Georges Perec (1978), y a través del encantador perro Dixie nos asomaremos a la negrura existencial de sus inquilinos, seres en suspensión, encapsulados y asfixiados como los minúsculos apartamentos en los que residen: la crisis es una fábrica en cadena de suicidas —aquí representados por la pareja formada por la gran Teresa Madruga y el productor y programador Joâo Pedro Bénard—. El perro salta de amo en amo, de desgracia en desgracia, iluminando por breves instantes vidas en proceso de demolición. Dixie el encantador, el terrible Dixie, que tiene tanta capacidad de amar como de olvidar: Dixie somos nosotros mismos cada vez que nos asomamos a un drama humano en las imágenes de un telediario.

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El encantador (y terrible) perro Dixie juega un papel muy relevante en el filme

 

Land of 1000 dances (+1)

Y luego está la música. Mil y una versiones de Perfidia suenan a lo largo del film a modo de pegamento sonoro en paralelo a las infinitas variaciones sobre un mismo tema —la depresión de Portugal y de sus habitantes— que se suceden en la película. El plano de una ventana abierta en medio de la noche por la que se escapa el humo  —el incendio perpetuo que abrasa el bloque de San Antonio de Cavaleiros— mientras suena la hortera Say you, say me, de Lionel Richie, se convierte, por contraste con la brutal desesperanza que reina en este segmento, en uno de los momentos más bellos de la trilogía. Hay otra escena que es puro hedonismo en que la que el tema Samba da minha terra de Os novos Baianos se encadena con la imagen de la propia Sherezade, sin más intención narrativa que el placer visual y sonoro. Y en mitad del tercer volumen, cuando se acerca el final, Gomes introduce a las bravas a una multitud entonando apasionada el emocionante Grándola vila morena, himno extraoficial de la Revolución de los Claveles, y por todo lo vivido anteriormente —llevamos ya horas en Portugal—, el escalofrío es inevitable. Anomalías sonoras como esta abundan en un metraje que se reinventa según pasa el tiempo hasta convertirse en un documental dentro de la propia película, en el que hombres duros de aspecto patibulario entregan cada pedazo de su vida a enseñar a cantar a sus pájaros pinzones. La comunidad de pajareros viven unos al lado de los otros en impersonales viviendas de realojo muy similares al piso en el que se marchitaba la aguerrida Vanda en Juventude em marcha (Pedro Costa, 2006). Este episodio se eterniza durante casi dos horas, pero da igual: la soledad del pajarero Quintana, que, muerta su familia, decide cada noche en qué habitación dormir; el hombretón que se desmaya de emoción al escuchar a su pájaro en un concurso ejecutar casi doscientos cantos en tres minutos; el conjunto de reglas incomprensibles que forman este universo ensimismado, todo ello resulta mucho más interesante que los devaneos amorosos de la propia Sherezade. Aunque por momentos entran ganas de levantarse de la butaca y gritarle al realizador: “¡basta! ¡El país se sigue hundiendo! ¡Fílmalo!”, es demasiado tarde: ya estamos embrujados y lo único que queremos es acompañar a Chico Chapas, maestro pajarero, en su deambular por el campo —rodado en un maravilloso plano de trescientos sesenta grados— al son de una versión estratosférica de Calling occupants of interplanetary craft de The Carpenters.

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Un genio del viento despistado puede quedar atrapado en una red

 

Noche 1001

La mala política también produce monstruos como Simâo el “sin tripas”, un deleznable maltratador y asesino que deviene en héroe para una parte de la población únicamente por situarse frente a la ley. Antes de interpretarse a sí mismo, Chico Chapas encarna a este personaje con un laconismo a la altura de los mejores secundarios del western clásico. Casi todos los actores se desdoblan en más de un personaje a lo largo de la trilogía: todo confundido, todo misturado, el día y la noche, la vida y los sueños, el espectador como el Kaspar Hauser de Werner Herzog, que no conseguía diferenciar al despertar por las mañanas qué era sueño y qué realidad. Finaliza la película pero Sherezade no ha terminado de contar sus noches y surge un deseo: que se desplace a España, tan necesitada de que alguien la cuente, de que nos cuenten a otros. Pero en el fondo no es necesario: los portugueses, como dice la cita de Pessoa que abre este texto, pueden ser todos, y la globalización de la miseria permite que nos apropiemos de las historias de Gomes y las vivamos como nuestras sin cambiar ni una coma, ni una imagen. En un momento de la película se dice que “las historias sirven para ligar el tiempo de los muertos con el que vendrá”. En ese sentido, la próxima película de Gomes debería hablar del futuro, representado quizá en el episodio de los niños que protagonizan un triángulo amoroso de veranos e incendios, y en el que aparece un rótulo que anuncia el acontecimiento más importante de toda la película: “esto es lo que ha pasado: Sandra y Rui Miguel se enamoran”.

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En Las mil y una noches también hay lugar para el amor, el placer y el hedonismo

El gobierno de confluencia de izquierdas recién formado en Portugal invita a pensar en nuevas y más ilusionantes hazañas de Sherezade, pero aún habrá que esperar para que encuentren narrador. Por ahora, tenemos que abandonar el cine. Cuando llegamos a Portugal era de día. Ahora cae la noche sobre Bagdad.

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(1) El autor vio la película en el marco de la muestra Cineuropa 2015 de Santiago de Compostela, donde se llevó a cabo una sesión especial en la que se proyectaron consecutivamente las tres partes de la trilogía de Miguel Gomes.

 

© Javier Trigales, diciembre de 2015