Eugène Green & Arcade Fire: por un arte espiritual

Horror vacui

 

1. Cultura y espíritu

“Mientras el capitalismo se desarrolló bajo la égida de la ética protestante,

el orden tecno-económico y la cultura formaban un conjunto coherente,

favorable a la acumulación del capital, al progreso, al orden social,

pero a medida que el hedonismo se ha ido imponiendo como valor último

y legitimación del capitalismo, éste ha perdido su carácter de totalidad orgánica,

su consenso, su voluntad. La crisis de las sociedades modernas

es ante todo cultural o espiritual” (1).

Cultural o espiritual. De todo lo que, en su libro La era del vacío: Ensayo sobre el individualismo contemporáneo, Gilles Lipovetsky anunciaba sobre los males presentes y futuros de las sociedades modernas es quizá esa separación (esa “o”) el que resulta más terrible de todos y el que está trayendo peores consecuencias. Claro está que históricamente siempre ha habido tensiones (incluso muy violentas) entre aquellos que consideraban la razón como herramienta de comprensión del mundo por encima de la fe y los que pensaban justo lo contrario, pero precisamente como consecuencia de esas tensiones ambos “bandos” estaban siempre atentos a los movimientos del otro, aunque fuera simplemente para poder rebatirle sus opiniones y demostrarle lo equivocado que estaba. Ahora bien, con el paso de los años, ese enfrentamiento virulento inicial entre ambas partes ha ido derivando hacia una situación de tolerancia y respeto, una situación de convivencia supuestamente idílica que, poco a poco, ha degenerado hasta llegar a la más absoluta incomunicación e indiferencia entre las dos posturas.

Cultura o espíritu. Nadie puede negar que somos libres de elegir la opción que más nos plazca pero hay que saber ver que, tras esa libertad aparente, se esconde lo terrible: la condena del individuo actual a ser incompleto y, peor aún, a estar orgulloso de ello. La situación al respecto parece irreconciliable: la razón se ha apoderado definitivamente de la cultura mientras la fe ha hecho lo propio con la espiritualidad. Cada vez resulta más difícil imaginar un lugar en el que estos dos conceptos puedan coexistir y complementarse, pero lo más chocante de todo es que este mismo conflicto ha traspasado las fronteras de estas dos esferas diferenciadas y se ha instalado en su interior. La individualidad manda y los miembros de ambos sectores, a pesar de tener puntos de vista comunes, se empeñan en revindicar constantemente su personalidad única, en configurarse una cultura o una espiritualidad hecha a su medida. Y el resultado es el mayor de los absurdos.

Hace poco, con motivo del paso de la banda Arcade Fire por España, esta situación volvió a ponerse de relieve por enésima vez. Leyendo las diferentes crónicas publicadas en los medios uno no puede evitar que se le escape la risa (la elección de canciones no fue acertada, el sonido dejó mucho que desear…) y también las lágrimas (el concierto de Barcelona fue mejor, en Madrid el grupo estuvo más acertado…). Afirmaciones como estas son las que demuestran cuan alejadas están a día de hoy esas dos palabras, cultura y espíritu, y los graves errores a los que esta separación puede conducir. Por supuesto que los componentes de Arcade Fire son músicos y, como tales, su obra debe estar sujeta a la crítica, pero ¿por qué esta debe hacerse siempre desde parámetros puramente teóricos? ¿Por qué nadie habla del sentimiento que provoca oír sus canciones en directo, mirar a todos aquellos con los que has asistido y saber que tú y ellos sentís exactamente lo mismo? ¿Por qué no abordar estas cuestiones? Algunos dirán que hacerlo es ingenuo, infantil. Quizás sí, pero sería una aproximación honesta y estaría bien que nadie olvidara que ese también es uno de los deberes fundamentales de la tarea crítica.

¿Qué es lo que atrae y fascina profundamente de un grupo como Arcade Fire (especialmente de su actuación en directo)? La música, debido a su temática y al uso de instrumentos arcaicos parece venir de otra época, de muy lejos, lo cual resulta innegablemente atractivo. Pero lo que realmente diferencia a esta banda del resto no es eso, sino el carácter sagrado que acompaña a sus recitales. Viendo a los canadienses uno tiene la verdadera sensación de pertenecer a algo. Esta impresión emana directamente de la relación entre los miembros de la banda (basada en un algo invisible, como la propia naturaleza de la música) y de la conexión con el público asistente. Existe una comunicación profunda que viene de un lugar indeterminado, justo a medio camino entre lo consciente y lo sensorial, una suerte de comunión autor-oyente que, por desgracia, muy pocos de los cronistas (por no decir ninguno) que asistieron a los conciertos de Arcade Fire han querido resaltar en sus escritos.

Es un hecho consumado: el mundo del arte (lugar ideal donde podrían convivir cultura y espíritu en perfecta armonía) hace tiempo que cerró las puertas al mundo exterior, impidiendo así cualquier contacto con todo aquello que se encuentra más allá de sus muros. El noventa por ciento del arte moderno, regido por sus propias normas internas, no tiene consecuencias en la vida cotidiana. Si a este hecho le sumamos el creciente proceso de personalización anunciado por Lipovetsky en su famoso libro el resultado es que cualquiera que quiera penetrar en él y ganarse el respeto entre sus semejantes parece que, ante todo, debe afirmar su individualidad, nadar a contracorriente y gritar a los cuatro vientos aquello que le hace diferente del resto.

Esta es la situación actual de las élites culturales (y también religiosas, por supuesto) y su naturaleza absurda me hace pensar inevitablemente en una secuencia genial de la película La vida de Brian (The Life of Brian, Terry Jones, 1979). En ella, Brian, desde la puerta de su casa, grita a toda la multitud que se ha congregado para verle: “Tenéis que pensar por vuestra cuenta, cada uno es un individuo”, a lo que los fieles responden: “Sí, cada uno es un individuo”. “Todos sois diferentes”, continúa Brian, a lo que la multitud asiente: “Sí, todos somos diferentes”. Pero, en ese momento, uno de ellos se alza y dice: “Yo no”. Ahí está la clave: lo que necesitamos hoy son más personas como esa, individuos capaces de gritar sin miedo que son iguales al resto en lugar de diferentes. Y si hay uno, dentro del mundo de la cultura, que lo haga con especial fuerza ese es Eugène Green.

 

2. Eugène Green: Le mot vivant

Lo que más necesita el mundo, a día de hoy, es una revolución. Pero no nos equivoquemos: esta no debe ser, en primer lugar, económica, política o ideológica, sino espiritual. Necesitamos una espiritualidad renovada, cuya consciencia derive del contacto con aquello que nos rodea y no de la introspección egocéntrica o la creencia en seres superiores imaginarios. No necesitamos ver simplemente las cosas sino aquello que hay entre ellas y eso es precisamente lo que el cine puede mostrarnos de forma mucho más clara que cualquier otro arte.

Ahora bien, la tarea no es sencilla. Aquel que quiera crear un arte renovado, un cine capaz de reactivar la espiritualidad de sus espectadores, necesita que, en pantalla, uno y uno sumen tres; es decir: está obligado a plantear imágenes lo suficientemente alejadas entre ellas para que, al ser puestas en contacto, estas sean capaces de generar una tercera en la mente de aquel que las contempla. Dicho de otra forma: es necesario mostrar la distancia que separa a dos conceptos para que podamos apreciar que, efectivamente, existe algo entre ellos que los une. Este proceso, necesario para la construcción de cualquier ideología seria, no es nuevo. Todo el mundo conoce la vieja máxima godardiana que dice que 1+1=3. Quizás aquí está el problema ya que la impresión que transmiten la mayoría de producciones de cine de autor contemporáneo es la de ser productos directos del saqueo sistemático de unas formas (aceptadas por todos los cinéfilos de manual como paradigma de lo revolucionario) que a fuerza de haber sido repetidas hasta la saciedad han perdido ya toda substancia. Artefactos vacíos envueltos por una atractiva estética new wave. Eso es lo que sucede con un gran número de filmes actuales que pretenden tener cierto calado revolucionario: están atrapados por las barricadas de mayo del 68.

Es precisamente aquí donde la figura del cineasta Eugène Green se vuelve capital porque ahí donde la mayoría ve (en ese 1+1=3) el aforismo godardiano, Green ve otra cosa. Una figura literaria que, a día de hoy, casi nadie recuerda: el oxímoron. No fue hace cincuenta años cuando se planteó esta necesidad de aproximación de los contrarios sino hace cinco siglos (cuando el debate giraba en torno a la razón y la fe). Por lo tanto es este el periodo histórico al que hay que remitirse para poder llegar a entender mejor esa figura. Volver la vista al Barroco (y a su voluntad de aunar fe y razón mediante la búsqueda de la trascendentalidad en lo cotidiano) y revisarlo para poder vislumbrar una solución a la situación presente: esta es la alternativa que nos propone la obra de este cineasta.

Todo en el cine de Eugène Green parece destinado a establecer conexiones aparentemente imposibles entre personas y objetos: desde la luz, portadora de todo el peso del tiempo, que es capaz de acercar pasado y presente -la luz barroca que vierte una vela sobre una mesa de madera junto al brillo de la pantalla de un ordenador en Correspondances (2007)- hasta la filmación sinecdóquica de partes del cuerpo humano que expresan las emociones de los personajes -los pies de la protagonista de Una Religiosa Portuguesa (A religiosa postuguesa, 2009) que dudan sobre si marchar o quedarse-. A través de la filmación frontal, sencilla y austera, el autor neoyorquino consigue mostrar, plano a plano, lo que se esconde bajo la superficie de las cosas, los nexos vivos que lo conectan todo. Pero, quizás, lo más original de sus películas no resida en lo visible sino en lo invisible: en su excepcional trabajo con la palabra.

Siendo la palabra uno de los elementos capitales sobre los que se sustenta nuestra cultura sorprende comprobar que muy pocos cineastas muestren un verdadero interés por ella. Los que sí lo muestran incurren en una aproximación que parte siempre del mismo ángulo: la concepción materialista. Ya se trate de un acercamiento ético –Policía, adjetivo (Politist ajectiv, Corneliu Porumboiu, 2009)-, histórico –La cuestión humana (Le question humaine, Nicolas Klotz y Elisabeth Perceval, 2007)- o, directamente, formal –Sicilia! (Danièlle Huillet y Jean-Marie Straub, 1999)- la mayor parte de realizadores que analizan el lenguaje suele trabajar con las palabras de la misma forma que un escultor lo hace con un bloque de mármol, puliendo y rascando hasta alcanzar la forma deseada. Para la mayoría de autores la palabra es un ente inanimado que adquiere vida solo gracias al contacto con el ser humano. Para Eugène Green no. Para él la palabra es un organismo vivo que, por lo tanto, posee un alma. La palabra está viva en sí misma, en su interior hay movimiento: continuas tensiones y contradicciones que la dotan de una vitalidad propia. Y al entrar en contacto con las personas la palabra no cobra vida, sino que evoluciona, se transforma.

Este hecho, el de atribuirle un alma a las palabras, puede parecer de entrada una absoluta locura, un animismo de baratillo parecido a esas “fast food religión experiences” de las que nos previene Slavoj Zizek. Eugène Green lo sabe y obra en consecuencia. Su acercamiento a estas verdades superiores no es ingenuo, desconectado del mundo real y es por eso por lo que, en su cine, funciona a la perfección. Si recordamos el encuentro que se produce entre Nicolás y el Caballero León en el bosque de Le monde vivant (2003) lo veremos más claro. En esta secuencia los dos personajes se topan en medio de un cruce, se presentan y se produce una discusión. Nicolás, el joven que se escapa de casa para ver mundo, entiende que la persona que tiene delante sea caballero (puesto que lleva una espada consigo) pero no entiende lo de león (ya que no es este animal, sino un simple perro, el que camina junto a él). El Caballero León le habla y trata de convencerle de que quien le acompaña es un león porque así se llama, pero Nicolás no le cree. Finalmente este pide a su animal que ruja como un león para poner punto y final a la disputa y, sorprendentemente, lo hace. Las dudas de Nicolás se disipan entonces: el perro es un león. Y no solo a Nicolás le queda claro que lo que ve es un león sino que a todos nosotros también. Aquí se encuentra la verdadera relevancia de la palabra en el cine de Green: en su trabajo conjunto con la imagen, en su forma de relacionarse y complementarse la una con la otra, salvando la enorme distancia que las separa.

He aquí un uso absolutamente original de los elementos cinematográficos que, por primera vez en mucho tiempo, no está basado en la destrucción de las convenciones ni en la búsqueda de la novedad por la novedad, sino en todo lo contrario: en la restauración de su valor perdido. La espiritualidad de estas obras se revela mediante un acercamiento sincero y sin trucos, capaz de abolir el concepto de fe ciega y devolvernos la posibilidad de una mirada mística y profunda sobre las cosas que tienen verdadero valor.

 

3. Rococó

“Let’s go downtown and watch the modern kids

Let’s go downtown and watch the modern kids

They will eat right out of your hand

Using great big words that they don’t understand

They say: Rococo, rococo, rococo, rococo…” (2).

Hace unos meses miles de personas coreaban esto viendo a Arcade Fire en Barcelona y no es casual que este tema lleve por título “Rococo” (el periodo en que el arte barroco se vacío de sentido y perdió su espiritualidad), ni tampoco que lo cante uno de los grupos más innovadores del momento. Aunque parezca increíble los nexos de los que nos habla el cine de Eugène Green existen y, poco a poco, están empezando a revelarse ante aquellos que están dispuestos a verlos.

 

(1) LIPOVETSKY, Gilles: L’ère du vide. Essais sur l’individualisme contemporain, Ed. Gallimard. Paris, 1983.

(2) «Vayamos al centro de la ciudad a ver a los chicos modernos / vayamos al centro de la ciudad y hablemos con los chicos modernos / comerán de la palma de tu mano / usando grandes palabras que no logran entender / ellos cantan: Rococó, rococó, rococó, rococó…»

 

© Sergio Morera, Febrero 2011