El libro de imágenes

La esperanza inmutable

 

Desde siempre, el cine de Jean-Luc Godard se ha interesado en la duda —y la inquietud— que plantea poner en relación dos —o varios— elementos: dos imágenes, dos sonidos, dos palabras, un sonido y una imagen, una imagen y una palabra. Una escena de Nuestra música (Notre musique, 2004) lo resumía a la perfección, cuando el mismo cineasta era invitado a dar una conferencia en Sarajevo sobre las relaciones entre imagen y texto y, para ello, mostraba al público la imagen del pueblo judío y del pueblo palestino como si de un plano y un contraplano se tratara. La controversia aparecía en la interpretación que podía dar lugar a la puesta en relación entre ambas imágenes: los judíos hacen a los palestinos lo que los nazis hicieron con los judíos. Godard sugería que la relación del plano y el contraplano tenía que ver con la disimetría y la interrogación, con asentar la duda frente a la equivalencia y a una dirección previamente construida. Montar dos imágenes no sería solo formular una pregunta, sino formularla para ponerla en duda. El cine se debería a esa interrogación y, por lo tanto, a la investigación de relaciones siempre posibles. Plano y contraplano, imagen y sonido, ver y representar, ficción y realidad, verdad y mentira, incertidumbre y certeza, yo y otro. Desde la mesa de montaje, como un artesano, en la más pura intimidad, Godard sigue siendo el cineasta que a principios de los ochenta decía que mostrando una imagen no vemos las imágenes, sino las relaciones entre imágenes porque, como recordaba recientemente Georges Didi-Huberman, en Godard la virtud del montaje cinematográfico consiste en la posibilidad siempre abierta, en el remontaje o la renuncia, en palabras de Walter Benjamin, de “todo valor de eternidad”. (1)

En El libro de imágenes (Le livre d’image, 2018) el cineasta no olvida estas relaciones para pensar la imagen como un lugar privilegiado del conocimiento sujeto tan a menudo a la banalización. Para Godard, abrir ese libro que es el cine supone dar a ver ineluctablemente la palabra que sostiene e interpreta toda imagen en toda su contradicción, en toda su complejidad. Abrir ese libro que es el cine supone un gesto de montaje porque “la verdadera condición del hombre es pensar con las manos”. Esta vez el cineasta no olvida que la mano la integran cinco dedos y que tenemos cinco dedos como también hay cinco sentidos y cinco continentes. He aquí toda una declaración de intenciones: se tratará de poner de lado sentidos y territorios, el cine y el mundo, y pensarlo como un gesto único, a través de una misma mano. El libro de imágenes sigue, de este modo, la herencia de Histoire(s) du cinéma (1988-1998), pero plantea la mirada hacia la historia de las imágenes de otro modo, desde otro lugar estético, desde otra experiencia con el tiempo y la historia.

Los gobernantes eligen las guerras, los pueblos emigran para sobrevivir, las leyes se construyen en base al desconocimiento de los pueblos. Grosso modo, esos son los tres capítulos de la película, que siguen a un prólogo titulado Remakes, en el que Godard nos recuerda no solo que las imágenes están hechas de lo que vivimos, sino como un engaño para querer ver las cosas de otro modo, como ocurría en los diálogos de Johnny Guitar (Nicholas Ray, 1954) o de El soldadito (Le petit soldat, Jean-Luc Godard, 1963) y que los hechos que se repiten llevan la marca de la violencia: de la voz de Paisà (Roberto Rossellini, 1946) anunciando el inicio de la guerra y las víctimas de la dictadura de Salò, o los 120 días de Sodoma (Salò o le 120 giornate di Sodoma, Pier Paolo Pasolini, 1975) a las imágenes de soldados de la Segunda Guerra Mundial tirando las víctimas en el agua o el mismo gesto realizado por yihadistas en las escenas más recientes emitidas por la televisión. El último capítulo es el central, el quinto dedo de la mano que representa, sostiene y articula la mano misma: se trata de la “región central” que quizás explica la existencia de los anteriores capítulos sobre el poder, la justicia y el pueblo, y Godard no olvida incluir, en su inicio, un pequeño homenaje a Catalunya. Sin embargo, el cineasta lleva la región central al mundo árabe y parte de una conocida dicotomía como base del problema, quizás la que explica la destrucción de las utopías imaginadas: ricos y pobres, “los primeros destruyen con el consumismo y la creación de los deshechos”, los segundos “destruyen su entorno por necesidad”. Godard lo explicará a través de la novela del egipcio Albert Cossery, Une ambition dans le désert (1984), que cuenta la historia del emirato de Dofa que, a diferencia de sus vecinos, carece de petróleo y su ambición será captar la atención de los movimientos revolucionarios y las grandes potencias imperialistas a través de simulaciones de atentados bomba. ¿Cuál es la fuerza para seguir adelante cuando ya no quedan ideales? Quizás es lo que muestran las imágenes que toma Godard con su iPhone en Túnez, en la playa de La Marsa en la que estuvo el mismo Cossery. Esas son las únicas imágenes rodadas para el film y revelan de forma clara la belleza de un paisaje devastado que el cineasta muestra en saturación de color, para resaltar la gran potencia visual del lugar y la estridencia y la manipulación llevada a cabo en el mismo. “Existe un contraste real entre la violencia del acto de representar y la tranquilidad interior de la representación en sí misma”, dirá Godard en un momento citando a Edward Said.


Esta exploración estética entronca con la reflexión que el cineasta propone en torno al contrapunto que impera en la poética de la discontinuidad del film cuando señala que las melodías, “extranjeras las unas con las otras, no hacen obstáculo a la composición, sino que es necesario ponerlas las dos en su conjunto” y que mientras “en la armonía los acordes producen melodías, en el contrapunto es a través de las melodías que tienen lugar los acordes”. El libro de imágenes está formado de esos acordes de grandes disonancias, de rupturas que ya no permiten la armonía que se erigía solemne en Histoire(s) du cinéma. Porque el lugar desde el que habla Godard —y su propia voz así lo manifiesta— ha cambiado: ni melancolía, ni solitud, ni autoridad, ni afirmación. Su voz se encuentra más bien anclada en las disonancias mismas: entre sonidos, imágenes y textos, fundidos, superposiciones, repeticiones, golpes musicales o silencios repentinos. Montar ya no es, como lo era antaño, un latido de corazón, sino una respiración de gran dificultad para articular una palabra y las fallas técnicas aseguran esa misma dificultad: cambios de formato de imagen, errores de dicción, ruido, tos, saltos en el sonido. Porque el ruido es lo que define nuestro entorno y porque es la violencia lo que sustenta todo lo que vemos y podemos llegar a conocer. Es de la violencia, de hecho, de lo que trata El libro de imágenes. Una vez más, de la violencia y de la barbarie como principio de la civilización. De la bomba atómica y el exterminio nazi, de la violación y la tortura gratuita, del abuso de poder, en definitiva. Y es por ello que Godard arranca del pensamiento de Joseph de Maistre, quien escribía que no hay salvación posible, que era imposible escapar a la injusticia y que es así porque “el verdugo es la piedra angular de la sociedad”. Pero no solamente, pues al final del film Godard nos dice que “debe haber una revolución” y, de un modo casi ininteligible, escuchamos que “del mismo modo que el pasado permanece inmutable, las esperanzas permanecerán inmutables”. ¿Es la esperanza de las utopías nunca realizadas la revolución con la que hay que creer? ¿Es quizás esa esperanza inmutable, siguiendo las palabras de Nicole Brenez, colaboradora del cineasta en el film, la fuerza que queda cuando los ideales han sido destruidos, una fuerza más fuerte que la destrucción? (2) ¿O más bien se trata, como escuchábamos en Nuestra música y como demuestra la exploración sin fin de El libro de imágenes, de la revolución que cree en una indeterminable fuerza de creación?

 

© Arnau Vilaró, febrero de 2019

 

(1)DIDI-HUBERMAN, Georges. Pasados citados por Jean-Luc Godard: el ojo de la historia 5. Santander: Shangrila, 2017, pp. 123-124.
(2) Aquí se puede leer la entrevista de Roger Koza con Nicole Brenez.