El cine a ojos de un niño

El cine eterno a ojos de un niño del siglo XXI

 

Soy de los que al acabar el año suele hacerse sus buenos propósitos para el que está por llegar. Se trata de mínimos retos personales al alcance de cualquiera que no vienen sino a establecer esa hoja de ruta que permita ordenar la propia vida. Pero hay algo más. Pese a la absurdidad de empeci­narse, por ejemplo, en leer un libro por semana, escribir un blog durante 365 días o entrenarse para correr el maratón de tu ciudad, y a la certeza de que la conquista de esos anhelos no nos hará mejores, doy fe de que algo ocurre en su lunática persecución que procura satisfacciones a veces inima­ginables.

El pasado 2012 me regodeé con la reacción de mis hijos –de diez y ocho años– ante algunas de las películas que en su día, o sea, cuando yo tenía su misma edad, despertaron mi entusiasmo por el cine y, por qué no decirlo, contribuyeron de manera decisiva a formarme como persona –jun­tamente con los tebeos, por supuesto, y mucho antes, eso sí, de que también lo hiciera la literatura–. Y es que entre mis buenos propósitos del año ha figu­rado el de instituir los viernes por la noche, frente a la pequeña pantalla y degustando por igual clásico y sabrosa pizza casera, para dar rienda suelta a mi nostalgia y, de paso, contribuir a perpetuarla en las generacio­nes venide­ras. Al fin y al cabo, mi madre lo hizo conmigo cuando me llevó a rastras al reestreno de West Side Story (“¿yo al cine a ver un musical? ¡Ni loco!”) y yo no quería ser menos.

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El rosario de pelis ñoñas, sensibleras y estereotipadas, con protago­nistas adolescentes sabidillos, que les cae de continuo en suerte a los niños de hoy en día forjó este buen propósito que, bien mirado, quizá deba califi­carse en realidad de acto filantrópico, porque verdaderamente –y perdóne­seme la inmodestia– creo haber protagonizado un rescate en toda regla. La industria televisiva y cinematográfica actual es un monstruo de tales di­mensiones que nuestros hijos pueden pasar perfectamente sin ver otras se­ries o películas más que las filmadas poco antes de su inmediato consumo. A su edad, a nosotros nos ocurría justo lo contrario: con las se­ries o pelí­culas coétaneas –nacionales o extranjeras– no se lograba cubrir ni una ín­fima parte de las horas de programación televisiva (que, además, no eran todas las del día, tal como se encargaba de recordárnoslo el Rey a las tantas de la noche con su mensaje previo a la carta de ajuste). Muchos años des­pués, he comprendido cuánto favoreció entonces a los de mi quinta el amateurismo de los profesionales del medio y la antediluviana tecnología de la época. Los primeros no tenían ni repajolera idea de shares, ratios o prime times, por lo que programaban con arreglo a criterios lógicos, no mercantiles; mientras que la segunda encarecía tanto las producciones pro­pias que obligaba a ir tirando con las latas de caviar que –caducadas o no– iban llegando de Hollywood. Muchas de las pelis que nosotros veíamos habían sido filmadas una generación o dos antes de la nuestra y, además, buena parte de ellas tenía un trasfondo histórico (quién puede olvidar las de romanos y espadachines, las bélicas de la I y II Guerra Mundial –incluyo las propagandísticas– o los inmortales western de la conquista del lejano oeste americano). Estoy convencido de que tales especifididades fueron las que posibilitaron que, en nuestro inconsciente, adquirieran de inmediato un halo mítico y casi místico. Ese fervor desmesurado era igualmente aplica­ble a los actores que las protagonizaban. A nuestros ojos, eran como dioses. Nada que ver con la tibieza que muestran nuestros hijos por los de ahora.

Haya sido lo que haya sido –buen propósito, acto filantrópico, amor paternofilial o salvamento sui géneris–, no quise tensar la cuerda más de lo debido y opté por empezar con una transición suave. Escogí un clásico re­ciente, ¿Quién engañó a Roger Rabbit? (Who Framed Roger Rabbit, 1988), del entonces joven director Robert Zemeckis. La fusión entre dibujos animados y actores de carne y hueso para una película negra con detective antihéroe (Eddie Valiant/ Bob Hoskins) tuvo el efecto esperado. Mis hijos mordieron el anzuelo. Ello me animó a retroceder cronológicamente y a meterlos en harina. Pan comido con El halcón y la flecha (The Flame and the Arrow, 1950) y las acrobacias del inconmensurable Dardo/Burt Lancaster. Gracias a Jacques Tourneur desbrocé de un solo machetazo la senda de las aventuras y por allí los hice avanzar de la mano de otro grande: Georges Sidney. Mientras mis hijos caían rendidos ante las primorosas coreografías duelísticas de Los tres mosqueteros (The Three Musketeers, 1948) y Sca­ramouche (1952) –a las que enseguida se les unió el Robin de los bosques (The Adventures of Robin Hood, 1938) de Michael Curtiz y William Keighley, y con Errol Flynn–, yo caí en la cuenta de un hecho que durante mucho tiempo me había venido pasando inadvertido: el ritmo de la narra­ción. Todos los directores citados lo manejan a su antojo, deteniendo y acelerando la acción con una maestría nada corriente en el cine actual.

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Estaba tan exultante con la respuesta de mis hijos que, en otra vuelta de tuerca, osé adentrarlos en la ciénaga del género musical. Lo hice aún teniendo muy presente cómo a mí, a su edad, una Primera Sesión musicada conseguía amargarme la tarde del sábado. Me dio igual. Quizá quise emular a mi madre y su bendita obstinación por arrancarme de cuajo un prejuicio a todas luces infundado que, ciertamente, se disolvió tan pronto como los pandilleros danzarines de ese barrio de inmigrantes de Nueva York que contemplaba a regañadientes desde la butaca del cine empezaron a pasarse la pelota de baloncesto en aquel deslumbrante playground vallado que ha­bría hecho feliz a cualquier adolescente de mi generación. Sí, no lo dudé ni un instante a la hora de ponerlos yo también delante de West Side Story (1961). Tenía la absoluta seguridad de que, libres de todo escrú­pulo previo, la pareja de genios Robert Wise/Leonard Bernstein iba a de­jarles una huella indeleble. Resulta difícil describir mi deleite cuando, a partir de entonces, mi hijo pequeño chasquea regularmente los dedos como un miembro más de los Jets o de los Sharks. Por no hablar de las tres o cuatro veces que a lo largo de este año me he visto obligado a volver a ver la citada escena del playground en presencia del amigo del colegio que ha venido a dormir a casa. Observar la cara de goce y orgullo de mi hijo en ese momento su­blime me rejuvenece sobremanera. Y qué decir de Siete novias para siete hermanos (Seven Brides for Seven Brothers, Stanley Donen, 1954), esa réplica en el Nuevo Mundo del rapto de las sabinas que, aunque pueda no parecerlo, debería interpre­tarse como un alegato contra el machismo avant-la-lettre, la película prefe­rida de mi hija –con permiso de Cantando bajo la lluvia (Singin’ in the rain, Stanley Donen y Gene Kelly, 1952), un escollo insalvable para la meritoria y reciente The Artist (Michel Hazanavicius, 2011).

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Cerré el ciclo de los musicales con un sueño que durante nuestra in­fancia se lo había quitado más de una noche a mi hermano, buen estudiante de música, Los 5000 dedos del Dr. T (The 5,000 Fingers of Dr. T, Roy Rowland, 1953). La pesadilla del pequeño Tommy Retting, secundado por los polifacéticos y semidesconocidos Peter Lind Hayes, Mary Healy y Hans Conried, además de ser seguida con el mayor de los embelesos, sacó a flote una constatación que no quiero dejar de comentar: la de la limpieza de los fotogramas que componen una escena. Acabábamos de ver en el cine el Tintín de Steven Spielberg. Pese a su in­discutible (a la par que avasallante) exhibición técnica, no me podía des­prender de un cierto regusto agridulce. La profusión de detalles en cada fotograma había acabado por agobiarme. Tenía la sensación de haberme pasado todo el rato buscando a Wally y de haberme perdido un montón de cosas. Comparando una y otra película, llegué a la conclusión de lo super­fluo y molesto que puede llegar a resultar el barroquismo en cualquier arte. Algo así como la prosa sonajero de Francisco Umbral o de Alejo Carpen­tier, o el retablo del salmantino convento de San Sebastián de Churriguera.

Con la inmersión en el western me propuse acercar a mis hijos a al­gunos de los valores imprescindibles en la educación sentimental de un ser humano que, mira tú por dónde, se dan en este género de películas más que en cualquier otro. Abrí fuego con Los siete magníficos (The Magnificient Seven, John Sturges, 1960) y atravesé el penique por el mismísimo centro. Enseguida comprendieron que la entrega al prójimo sin esperar nada a cambio suele dar sus frutos. Y mientras in­tuían que los principios de la amistad, el compromiso y la lealtad no tie­nen parangón, yo reconocí que, con un buen guión delante, Charles Bron­son y James Coburn eran unos actorazos. Obtuvieron otra lección impaga­ble de Los malvados de Firecreek (Firecreek, Vincent McEveety, 1968). Contemplando al anodino padre de fa­milia James Stewart sacando las uñas para no dejarse pisar por la banda de desalmados de Henry Fonda, les quedó muy claro que el confor­mismo, a la larga, también comporta quebraderos de cabeza y que en la vida hay que ir a por todas. Asimismo, apreciaron las dos caras del héroe en la inmensa humani­dad del John Wayne de La diligencia (Stagecoach, 1939) y de Tres padrinos (The Three Godfathers, 1948), por citar sendas maravillas del colosal legado de John Ford.

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No me gustaría acabar este repaso de lo que ha dado de sí este experimento sin mencionar los fracasos. Uno, Las minas del rey Salmonete (Africa Screams, Charles Barton, 1949), de Ab­bott y Costello, más que previsible, porque lo malo lo es hasta para un niño. Otro, el Oliver Twist de David Lean (1948), porque la crudeza de sus escenas expresionistas hiere hasta a un adulto. Un tercero, King Kong (Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack, 1933), porque el paso del tiempo y la evolución tecnológica no respetan ni a las obras maestras. En cuanto al desabrido recibimiento que le dispensa­ron a Harold Lloyd, el error fue solo mío. Escogí una serie de cortos a dúo con el australiano Harry Pollard en vez de alguno de sus grandes largome­trajes. Afortunadamente, en este caso el desaguisado tiene remedio. Dis­pongo de todo el 2013 para solventarlo. Al fin y al cabo, y en vista del éxito general, jamás me perdonaría cejar en este buen propósito.