D’A 2024

«Eureka», de Lisandro Alonso

Temblarás por mí

Ya en el 2020 nos preguntábamos qué incidencia tendría la pandemia de COVID-19 en el cine, cómo lo transformaría. Cuatro años más tarde, a la vista de lo que ha programado el festival de cine de autor de Barcelona, podemos constatar que la pandemia se ha convertido en un motivo recurrente. Hemos visto una y otra vez figuras con mascarilla quirúrgica recorriendo el plano y las películas del D’A 2024 han abundado en la idea de vivir -y hacer cine- en las circunstancias impuestas por el dichoso coronavirus. Lo cual convierte a MMXX (2023) en el largometraje más emblemático del certamen: en él, Cristi Puiu vuelve a mostrarnos un paisaje humano bronco y descreído tan de su estilo en la Rumanía del año de la pandemia, al que alude sin más rodeos el título del film. Mientras los personajes de MMXX discuten y discuten sin cesar, a su alrededor, la plaga impone sin clemencia la verdad última sobre todos los avatares humanos: que, al final, nos espera la muerte y solo la muerte. El motivo recurrente de la pandemia vendría a operar, pues, como una suerte de memento mori, ahondando en un tema universal del cinematógrafo y más allá, de la pintura y de todas nuestras ficciones. Así las cosas, la muerte nos ha acompañado a lo largo del certamen como tema explícito o latente en algunos de los títulos más interesantes. Como es el caso del otro gran film rumano del festival, No esperes demasiado del fin del mundo (Nu aștepta prea mult de la sfârșitul lumii, 2023), de Radu Jude, que discurre entre alusiones a la COVID-19 y a los fallecimientos de Isabel II o de Jean-Luc Godard hasta que, en un largo pasaje, el flujo del film se interrumpe para mostrarnos una sucesión de crucifijos plantados junto a las carreteras rumanas como recuerdo de los fallecidos en accidentes de tráfico.

«No esperes demasiado del fin del mundo», de Radu Jude

«MMXX», de Cristi Puiu

Por su parte, Légua (2023), de Filipa Reis y João Miller Guerra, reúne a un pequeño grupo humano para hablarnos no solo de la extinción efectiva de un personaje sino de toda una mutación de la existencia, la melancolía ante las cosas que se acaban. Y lo hace en un tono íntimo y cálido que nos recuerda a otro luminoso descubrimiento del D’A como fue, hace unos años, Diane (2018), de Kent Jones. Ese mismo aire filosófico se encuentra en un sencillísimo y brillante cortometraje, Lost Dreams (2023), de Miguel Ariza, casi una meditación existencial a lo Jorge Manrique a partir de un motivo tan simple como es el videojuego del dinosaurio de Google Chrome. Y si Lost Dreams no transcurre en ningún lugar sino en el hiperespacio digital, otros títulos nos llevan a un Hades indeterminado donde se mezclan la vida y la muerte. Ahí está Solo arrojaron (2024), de Adrià Pagès, donde un amigo vivo y otro fallecido -que adoptan, respectivamente, las actitudes de Arlequín y Pierrot- pasean durante un reencuentro onírico en una tierra baldía que podría ser también la de La hojarasca (2024), de Macu Machín. Estamos en este caso en una zona volcánica de las Canarias donde tres hermanas discuten acerca de la herencia familiar mientras escupe lava una erupción no muy lejana, símbolo evidente de la amenaza ineluctable de extinción. El plano de las hermanas tumbadas en el suelo, como si yacieran anticipadamente en una tumba, resume la idea de fondo de este film chocarrero pero melancólico, sustractivo pero denso; y nos da la imagen de la que estamos privados en Lejano (2024), uno de los cortos más impactantes del D’A 2024. En él, Carlos Balbuena se centra casi exclusivamente en la observación de una torre en un complejo minero de León donde, según nos informa el texto del film, presos represaliados por la dictadura franquista trabajaron en régimen de estricta esclavitud. Balbuena se sitúa así muy cerca del fuerte sentido de la imagen ausente que recorre la obra de Claude Lanzmann. Y la mina de Lejano adquiere un estatus parecido al de los vestigios arqueológicos de Topo estrellado (2024), corto de Antonio Miguel Arenas donde las pinturas rupestres ejercen una fuerte atracción porque atesoran el germen primigenio de la creación de imágenes; o los de Historia de pastores (2024), divertida e inteligentísima realización de Jaime Puertas en la que conviven en el plano la huella del hombre de Orce, la leyenda popular y un misterioso no lugar que aparece y desaparece como el Brigadoon (1954) de Vincente Minnelli. Otra pequeña comunidad irreal y lunática vive apegada a un atrayente mito local en Camping du lac (2023), de Éléonore Saintagnan, cuya protagonista se aleja expresamente de París y de la vida corriente para descubrir, apartada de todo junto a un lago de Bretaña, la floración de la ficción en estado salvaje, como en esos largos films de Miguel Gomes o Mariano Llinás en los que las historias se ramifican sin fin.

«La hojarasca», de Macu Machín

«Lejano», de Carlos Balbuena

Es decir: si Légua, Lejano, La hojarasca o los largometrajes de Puiu y Jude parecen recrear un espacio en el que podemos sentir la presencia latente de la muerte, otros como Solo arrojaron o Historia de pastores se sitúan ya en lo que podemos denominar el tiempo de después, el no lugar donde todo adquiere una naturaleza espectral. En ese sentido, pocos títulos del festival resultan tan fascinantes y crípticos como Orandi (2024), de Serafín Teja, cuyo título alude de hecho a algún sitio del que solo sabemos que los personajes no llegaron a ir. Orandi describe lo que puede ser un indefinido tiempo de espera en una casa apartada que parece la pura materialización de viejos recuerdos y que, en puridad, apenas aporta una superficie donde el protagonista proyecta películas añejas o copia frescos medievales. Más epistolar que narrativa, Orandi tiene la virtud de hermanar todo ese cine de la melancolía y la pérdida al que hemos aludido hasta ahora con la otra gran tendencia del festival, que ha sido la deconstrucción de la narración en formas dislocadas, heterodoxas o incluso cubistas. Ahí está, para empezar, la complejidad coral del díptico de João Canijo Mal viver y Viver mal (2023), dos largometrajes ambientados en un hotel algo desangelado que conforman un verdadero catálogo de maternidades tóxicas a través de un relato que parece ir descubriéndose a sí mismo a medida que cambia de punto de vista. O L’Île (2023), de Damien Manivel, un film que se revuelve contra el relato lineal, empieza y acaba varias veces, transita entre diferentes dimensiones, mezclando la agitada temporalidad de Alain Resnais con el juego autorreferencial de Abbas Kiarostami. Palabras que podríamos aplicar también a Eureka (2023), el fascinante regreso de Lisandro Alonso con un dispositivo harto complejo que se pierde en un verdadero laberinto espaciotemporal donde solo un objeto va apareciendo caprichosamente para establecer un esotérico hilo conductor. Tampoco encajan las piezas en Abiding Nowhere (Wu Suo Zhu, 2024), donde Tsai Ming-liang vuelve a seguir los pasos lentísimos de un meditabundo monje encarnado por Lee Kang-sheng. Además, las dos tramas que se entrelazan pero no se encuentran parecen plantear un vínculo con Days (Rizi, 2020), coprotagonizado también por Anong Houngheuangsy. Tsai, consciente como nadie de estar urdiendo una obra con carácter unitario, estampa al final su firma sobre la película como si se tratara de una pintura al óleo. Y no deja de maravillarnos la multiplicidad de experiencias que, en este terreno, nos brinda la sección Un impulso colectivo: a Orandi hay que sumar cortometrajes revolucionarios como Nits blanques (2023), de Carles Borres, que parte del texto de Fiodor Dostoyevski para componer un relato casi surreal sobre un fotógrafo que no hace más que elevar la mirada fascinado por las estatuas de París y por una misteriosa dama de blanco; o como Pechar caixas abrir caixas (2024), de Hugo Amoedo, dividido en dos partes aparentemente inconexas que despliegan elegantemente toda una filosofía a partir de los ires y venires de la vida simbolizados en el gesto de cerrar y abrir cajas. No dejemos de mencionar Lúa, techno y lo que queda de él (2023), de Carlos Baixauli, un conjunto de materiales -enumerados en el título- cuyo encaje no es evidente sino más bien intuitivo, y Night Work (2023), de Christian Bagnat y Elvira Sánchez Poxon, que es para la comunidad paraguaya en España lo que el cine de Pedro Costa es para la comunidad caboverdiana en Portugal. En principio, parecería un documental convencional, pero se convierte a la postre en un film casi fantástico, una película misteriosa sin aparente trabazón y llena de ritos, danzas y confesiones nocturnas.

«L’Île», de Damien Manivel

«Orandi», de Serafín Teja

Capítulo aparte merecen los títulos que se deconstruyen para autoexplicarse, para transparentar su propio dispositivo. Tríptico (2023), que firman Daniel Grandes, María Martín-Maestro y Albert Olivé, confunde expresamente la trama del film dentro del film y la del rodaje que emprenden los protagonistas -en pleno confinamiento, por cierto-, creando una atmósfera cerrada a lo Roman Polanski, sugiriendo la presencia de lo fantástico y abrazando la progresión estética del tríptico de pinturas al que alude el título: de lo clásico a lo rupturista y por fin al vacío, a la abstracción pura. El espectro político (2024), de Luis E. Parés, no es tan evidentemente autorreferencial pero, si nos fijamos bien, repararemos en que nos habla de un productor musical con una vida desordenada, un cineasta precario reconvertido en rider y una cantante que oscila entre uno y otro sin mucho rumbo: El espectro político es un cuerpo inquieto que se agita con los vaivenes melancólicos de una generación que ya ha alcanzado la edad de las ilusiones perdidas pero sigue soñando con trascender la mediocridad cotidiana. Se trata, además, de un corto sustentado en una sucesión de diálogos siempre entre dos personajes, un toque inequívoco de su coguionista Pablo García Canga, quien ha presentado en el DA 2024 Tu trembleras pour moi (2023). Está protagonizada por Maud Wyler, igual que La Nuit d’avant (2019), del que casi podría ser una secuela o variación. Todo el film se sustenta sobre los recursos dramáticos de Wyler, que recita textos de Stanislawa Przybyszewska, interpreta ella sola a los personajes de Saint-Just y Robespierre, dialoga con el fuera de campo y protagoniza un paseo nocturno por las calles de Besançon. Cada secuencia explica la anterior y el núcleo de la película reside en el plano de un espejo que devuelve la imagen de Wyler en plena transición de una representación a otra. O acaso en los zooms que, como si estuviéramos en una película de Hong Sang-soo, puntúan también las diferentes fases de la ficción.

«El espectro político», de Luis E. Parés

«Tu trembleras pour moi», de Pablo García Canga

Precisamente Hong, cineasta por excelencia de la dislocación narrativa, ha estado presente en el festival con dos largometrajes. In Our Day (Woo-ri-ui-ha-ru, 2023) se compone de dos diálogos aparentemente inconexos y deriva en una epicúrea declaración de principios acerca de la vida y el cine, lo cual forma parte consustancial del discurso de Hong. E In Water (Mul-an-e-seo, 2023) prescinde de la perfección formal hasta el punto de que el cineasta no se ha molestado en enfocar ninguna de las tomas, llevando los asilvestrados postulados estilísticos del cinéma-vérité a un verdadero extremo de radicalidad e ironía. Los protagonistas de In Water conforman un pequeño equipo de rodaje que acaban dedicando su tiempo a pasear sin más y a filmar un motivo tan sencillo como es una mujer que limpia restos de basura acumulados entre las rocas de la playa, lo cual tiene mucho que ver también con la filosofía honguiana. Podría decirse que la réplica al cineasta surcoreano, que plantea sus películas como una especie de adivinanza irresoluble, sería la explícita y directa mostración de la urdimbre fílmica en dos rarezas como Tráiler de la película que no existirá jamás: «Guerras de broma» (Film annonce du film qui n’existera jamais: Drôles de guerres, 2023) y La estafa del amor (2023). El primero es un proyecto inconcluso de Godard que han materializado sus colaboradores y amigos Fabrice Aragno, Jean-Paul Battaggia y Nicole Brenez. Esbozo de un film que partía de una novela de Charles Plisnier, es más bien una nueva oportunidad de acercarnos al taller de Godard, es decir, a la intimidad de su trabajo en la casa de Rolle y a los materiales dispersos con los que componía su obra postrera. Y, en La estafa del amor, Virginia García del Pino reúne a expertos y particulares en una sala de teatro para hablar del amor y las relaciones en la era Tinder mientras los músicos improvisan por detrás una posible banda sonora. Lo que puede parecer muy simple es en realidad una inteligente deconstrucción de la comedia romántica en el cine, un ejercicio revolucionario consistente en elidir la anécdota -todo parte, efectivamente, de la historia de un estafador que robaba seduciendo- y analizar frente a la cámara las interioridades de las ficciones y mitologías del cine. El film, además, encuentra un complemento perfecto en Platónico, platónica (2024), cortometraje de Xacio Baño sobre el ambiguo estatus del amor en la era de la reproductibilidad digital.

«In Our Day», de Hong Sang-soo

«La estafa del amor», de Virginia García del Pino

Que La estafa del amor sea una especie de performance filmada en busca de su propia banda sonora no es un dato baladí dado que, entre todo el cine dislocado y cubista del D’A 2024, algunos títulos muy relevantes han buscado su estructura en algo parecido a la cadencia musical. Empezando por el propio film inaugural de la muestra, Segundo premio (2024), que Isaki Lacuesta codirige con Pol Rodríguez. A partir de la historia del grupo granadino Los Planetas, Segundo premio afirma y niega su propia verdad alternativamente y descompone un relato al estilo hollywoodiense en algo parecido a un poema de Federico García Lorca, explícitamente citado. Y el título de Música (Music, 2023), de Angela Schanelec, deja poco lugar a dudas. Partiendo en este caso del mito de Edipo, Música nos muestra las evoluciones inconexas de unos seres lacónicos como los modelos bressonianos, asumiendo algo parecido a una composición dodecafónica hasta transfigurarse en su tramo final en un film cantado. Por su parte, hay algo íntimamente musical en la manera de fluir de Family Portrait (2023), de Lucy Kerr, un largometraje imperfecto pero que deja la sugerente sensación de tender hacia una forma libre e inquieta como una improvisación instrumental. Y no quisiera dejar de mencionar que el programa de cortometrajes de Aki Kaurismäki proyectado en el festival reunía precisamente sus clips musicales, especialmente los protagonizados por los ínclitos Leningrad Cowboys, que no son solo chistes graciosísimos sino una brillante parodia de tipos y situaciones al uso en el cine americano.

«Música», de Angela Schanelec

«Segundo premio», de Isaki Lacuesta, codirigida con Pol Rodríguez

Lo curioso es que Música es también una película recorrida por el motivo pictórico del memento mori: hay ratones, ratas, moscas, cangrejos y lagartijas esparcidos por el metraje. Muchos de los títulos comentados hasta ahora tienden a ir al encuentro de, digamos, expresiones estéticas precinematográficas: la pintura, la música, el mito, el diálogo, lo teatral. Hay, no obstante, toda otra línea en el cine visto durante el D’A 2024, películas que encuentra en el propio cinematógrafo, es decir, en los géneros y maneras consolidados a lo largo de la historia del cine, los cimientos sobre los que edificar su discurso. Es significativo, por ejemplo, que una parte del cine francés que hemos visto en el festival dé continuidad a su manera al melodrama o simplemente al característico tipo de film dramático con trasfondos familiares o sociales. Le Retour (2023), de Catherine Corsini, cuenta una historia sobre adolescentes en busca de sus raíces y de su identidad que nos recuerda a las películas de André Téchiné. Resulta algo tópico y afectado pero no es un film desdeñable ni desprovisto de estilo, cosa que podría decirse también de Hors-saison (2023), en el que Stéphane Brizé nos relata el reencuentro de una antigua pareja de juventud cuando afrontan ya la languidez de una vida adulta marcada por la rutina familiar y laboral. Por su parte, L’Homme d’argile (2023), primer largometraje de Anaïs Tellenne, describe lo que vendría a ser una historia de amor entre la Francia chic parisina y la Francia rural y desheredada; el resultado es más interesante en su planteamiento que en su desarrollo efectivo. Por comparación, nos parece mucho más punzante la última realización de Cathérine Breillat, El último verano (L’Été dernier, 2023). Coherente con el resto de la filmografía de Breillat -objeto de la retrospectiva del D’A 2024- y cercano al ambiente de fariseísmo burgués del cine de Claude Chabrol, describe un turbio romance filmado en primerísimo primer plano, siempre con el objetivo muy cerca de los rostros, de la piel de los personajes, perfilados con una densidad y una ambivalencia dignas de encomio.

«El último verano», de Cathérine Breillat

«La práctica», de Martín Rejtman

Otra cinematografía destacada del panorama actual, la argentina, ha estado excelentemente representada por dos brillantes comedias que, como el film de Breillat, describen a las clases medias y pudientes como un colectivo mediocre, pamplinoso y pagado de sí mismo. La práctica (2023), film de Martín Rejtman en el que los actores declaman con un hieratismo socarrón digno de Kaurismäki, parodia los hábitos y creencias new age para describir una generalizada hipocresía social que apenas logra disimular un individualismo violento, descarnado. Y Arturo a los 30 (2023), de Martín Shanly, se desarrolla a las puertas del confinamiento pandémico y capta con igual finura un ambiente de hipocresía moral y relaciones tóxicas a la vez que describe con gran sensibilidad y retranca la figura del individuo hastiado en pleno paso a la vida adulta, cuando uno ya empieza a acumular sinsabores, desencantos y amistades gastadas. También Edge of Everything (2023), de Sophia Sabella y Pablo Feldman, se adscribe al subgénero del coming of age y es el film estadounidense más destacable del DA 2024. Se centra en esos momentos de la adolescencia y la juventud en los que se producen cambios traumáticos de amistades y se buscan emociones fuertes fuera de un hogar que resulta sofocante. Como las películas de Rejtman y Shanly, Edge of Everything se nutre a su manera de las babas de la comedia clásica americana. Lo cual la diferencia de otros títulos del certamen como Four Deaths (2023), cortometraje de Roger Alsina cuyo modelo estaría más bien en el cine de Roy Andersson y en todo un cierto sentido cómico más europeo, a lo Sławomir Mrożek o Georges Brassens. Otra comedia extravagante, la Mamántula (2023) de Ion de Sosa, sí toma como referencia el cine americano pero para parodiar el thriller en un tono trash; tal vez sea el último grito de ese otro cine español que gusta de maridar lo fantástico con lo castizo. Y Marc Ferrer ha presentado en el festival Reír, cantar, tal vez llorar (2024), el film en el que más y mejor ha mimetizado temas y rasgos estilísticos del cine de Rainer W. Fassbinder. De hecho, nos sorprende la aparición en una secuencia de Adolfo Arrieta, a modo de special guest, para afirmar que “no se puede vivir sin Fassbinder”: si alguien pensaba que una determinada manera de declamar los diálogos o una cierta forma de poblar el plano en el cine de Ferrer obedecen a un presunto amateurismo, el cineasta demuestra cristalinamente que su cine está dotado de un estilo pensadísimo, contundente, impecable. Austeridad no significa pobreza.

«Edge of Everything», de Sophia Sabella y Pablo Feldman

«Reír, cantar, tal vez llorar», de Marc Ferrer

Por último, señalemos que, junto a Mamántula, otros tres films del DA 2024 han partido del cine negro americano para extraviarse en diferentes direcciones. On the Go (2023), de Julia de Castro y Maria Gisèle Royo, vendría a ser una divertida reescritura de la road movie en clave meridional y queer -el special guest, en este caso, es Gonzalo García-Pelayo- que deviene más resbaladiza cuando coquetea con lo sobrenatural. Nina (2024), de Andrea Jaurrieta, está entre el modelo hitchcockiano y la trama de venganza a lo western, y también deja al final sensaciones ambivalentes. Y Sueños y pan (2023), de Luis (Soto) Muñoz, es una conmovedora historia de rateros que se adscribe al noble linaje de Malas calles (Mean Streets, 1973), de Martin Scorsese, o Good Time (2017), de Benny y Josh Safdie. Hay en la progresión dramática y en el dibujo de los personajes un sentido cinematográfico clásico, sólido. Pero, además, los diálogos transmiten una gran veracidad, una hábil captación del habla de la calle, como ocurre también en otros de los títulos más valiosos del D’A 2024 como Historia de pastores, L’Île o Edge of Everything. Son ejemplos que pertenecen a diferentes estamentos del festival, ya sea Un impulso colectivo, el imprescindible escaparate de piezas del novísimo y más inquieto cine español, ya sean las secciones consagradas a traer a Barcelona piezas fundamentales procedentes de otros certámenes. No merece la pena hacer distingos porque, desde una riquísima pluralidad de voces y estilos, toda la programación del D’A demuestra en conjunto un doble movimiento hacia el vaporoso concepto del realismo y hacia el manierismo, la transparencia del dispositivo, la complicidad consciente con el espectador. Lo cual viene a demostrar que, a pesar de los pesares, las diferentes tendencias que han alentado las oleadas de la modernidad a lo largo del tiempo siguen provocando hoy un temblor profundo en el cine, un rumor desestabilizador y emocionante. La terra trema ancora.

 

© Lucas Santos, abril de 2024

 

«Tráiler de la película que no existirá jamás: «Guerras de broma»», de Jean-Luc Godard