Cine, tiempo, crítica

Repositorio de presentes

* Este artículo forma parte del Especial 10 años de Transit (2009-2019)


“Pero si ya no soy la misma, el asunto que sigue es, ¿quién soy ahora? ¡Ay, ese es el gran misterio!”
Lewis Caroll

I.

Solo he escrito un artículo para Transit: cine y otros desvíos. Han pasado ocho años desde entonces. Parecen más. La propuesta me hizo ilusión y me habría gustado escribir en otras ocasiones para la publicación, pero no surgió la oportunidad. Lo interesante es que al volver sobre aquel texto de 2011 con motivo del décimo cumpleaños de Transit, me he topado con que las dos películas en que me centraba, The Killing Room (Jonathan Liebesman, 2009) y Amenazados (Unthinkable, Gregor Jordan, 2010) —ya por entonces no demasiado exitosas—, han caído en el olvido. Y lo mismo cabe decir en gran medida de los argumentos sobre los que giraban ambas y el propio artículo: la reacción del cine comercial de Hollywood a los atentados del 11-S, la Guerra contra el Terror consiguiente, y la burbuja de relativismo ético y panóptico amoral que hizo estallar la Gran Recesión iniciada en 2008.

The Killing Room, de Jonathan Liebesman

El hecho de que hoy por hoy sea difícil ver The Killing Room y Amenazados y a casi nadie le apetezca hacerlo, y de que la esfera pública atienda a interrogantes muy distintos a los que se deliberaban en aquel momento, hace inevitable pensar en la fugacidad de las inquietudes culturales y sociales, y la fugacidad todavía mayor de lo que argumenta el crítico sobre ellas. No es ningún descubrimiento, desde luego, aunque siempre cause idéntico vértigo decirse a uno mismo sin medias tintas, sin aceptar el autoengaño como réplica, que cuanto se escribe tiene una vida útil escasa, un recorrido muy corto en lo que se refiere a número de lectores y permeabilidad de los discursos. La edad nos enseña a aceptar que no existe otra cosa que la intemperie del ahora; que todo recuerdo y toda proyección de futuro no son sino maquillajes de la identidad, que pretenden garantizarnos el perfil más favorable posible de cara a superar las exigencias de lo único tangible, cada momento presente. La escritura no es una excepción.

Los malentendidos prenden en el momento mismo en que tecleamos a fin de dar voz a nuestro desasosiego ante lo que vemos en la pantalla, por la ventana o frente al espejo, y el artículo nos devuelve una mirada que no es la nuestra; y se acrecientan apenas el texto se ha publicado y hace olas en un ecosistema lector receptivo, ¿de primera mano?, a sus referentes y planteamientos. Con cada hora, cada día, cada semana y mes y año que pasan, se multiplican los equívocos, las adaptaciones a los tiempos y los eventos futuros, las capas de sedimentos que condenan al olvido o, peor todavía, a la reinterpretación a conveniencia de cada cual, que, según su talante, tilda de justicia poética o de memoria histórica su apropiación de un objeto, una idea, un suceso, que para cuando llega a sus manos ha adquirido ya la condición de mero vestigio o ha sido víctima de una distorsión grotesca.

 

II.

Por ello desconfío cada vez más de las construcciones historicistas, también en lo referido al cine. Siento más afinidad por los testimonios presenciales, las impresiones del momento. Tanto por lo que expresan, como por cuanto revelan de una construcción psicológica y sociocultural determinada en un instante de precisión casi fotográfica. Trato de asomarme al presente que fue desde el presente que experimento, porque las longitudes de onda que transmiten tienen para mí un grado de credibilidad similar. Soy consciente de que se trata de una impostura. Pero la prefiero a la que supone la perspectiva, mediada por innumerables condicionantes y servidumbres que me suscitan recelo.

La puerta del cielo, de Michael Cimino

En un excelente ensayo aparecido hace dos o tres años, Michael Cimino, en el curso del tiempo, Carlos Losilla manifestaba no haber sabido valorar como se debía cuando se estrenó La puerta del cielo (The Gate of Heaven, Michael Cimino, 1980), el fiasco comercial que dio cerrojazo al Nuevo Hollywood y contribuyó a legitimar el abandono de la industria estadounidense durante los años ochenta a un cine de la inmadurez. Losilla se preguntaba en su escrito por la posible responsabilidad que había tenido como crítico en “la debacle (que) acabó con la carrera del director de La puerta del cielo, Michael Cimino, con el Hollywood de los setenta, y con la posibilidad de un nuevo cine moderno americano”. Y proseguía: “En mis ideas acerca del crítico, su labor consiste en detectar al instante por dónde van las cosas en una determinada forma artística, en este caso el cine. Pero, si no supe ver la importancia de La puerta del cielo, ¿cuántos otros errores fatales como ese puedo haber cometido? Mi relato de la historia del cine, ¿no será un relato falseado a partir de varios puntos de partida equivocados?”.

Losilla concluía: “¿Qué hubiera ocurrido, en el momento de su estreno, de producirse un consenso más o menos unánime sobre las bondades de La puerta del cielo? (…) El desencuentro fatal se convirtió en uno de los fracasos más decisivos, en toda la historia del cine, de la relación entre cineastas y críticos”. Le he dado muchas vueltas desde su publicación a Michael Cimino, en el curso del tiempo y, en particular, a cómo proyecta con carácter retroactivo en un presente (pasado) que no las había considerado, las supuestas bondades de La puerta del cielo. Bondades de las que la película se ha impregnado en realidad a lo largo de cuatro décadas de (re)construcción de las miradas en el ámbito cinéfilo, de acuerdo al pulso entre alegatos críticos con mayor o menor poder de seducción e influencia y, también, por qué no decirlo, en base a una reivindicación a medias ideológica y a medias mitómana que ha opuesto un auteur hermoso y maldito a un cine norteamericano tan problemático a niveles político y artístico como el producido en la década de los ochenta.

 

III.

Al fin y al cabo, también la historia del cine la escriben los vencedores, y la rubrican con medallas. ¿Es verosímil que (casi) nadie fuese tan visionario como para apreciar en 1980 las calidades de La puerta del cielo? ¿Existe algún dato objetivo que nos permita inferir que nuestro presente es más lúcido que aquel? ¿Y si hemos erigido unas estructuras utópicas con la película como excusa que han alterado su sentido? ¿Nos garantiza eso que llamamos perspectiva —escogida en orden a nuestra posición actual en el mundo— una visión más precisa de lo que supuso la producción de la película hace cuarenta años y lo que representó en la cartelera de entonces? Más aun, ¿nos garantiza de una vez ese sentido de la perspectiva una mayor lucidez para interpretar como es debido el cine que se produce ahora mismo? Si dentro de otros cuarenta años, y no cabe duda de que así será, se enmendase la plana a nuestros juicios críticos sobre películas de producción reciente, ¿significa eso que habríamos sido tan ciegos como los contemporáneos de La puerta del cielo en el análisis del cine de nuestro tiempo, aunque nos sobrasen a la vez argumentos doctorales para corregir los juicios de quienes nos antecedieron, incluyéndonos a nosotros mismos, acerca del cine realizado en otro presente?

Lo más prudente es discurrir que el Carlos Losilla de 1980 tuvo sus razones para sentir decepción ante La puerta del cielo, y que el Carlos Losilla de 2016 ha tenido las suyas para tirar de las orejas a su yo de ayer y determinar que su yo de hoy es más perspicaz. Lo que pueda ocurrir mañana —nada dura para siempre, tampoco las correcciones derivadas del revisionismo histórico— es un enigma; pero, a mi juicio, no deslegitimaría en ningún caso lo expresado en momentos colectivos o individuales previos, que se puso de manifiesto por alguna causa, que tuvo un sentido para quienes fuimos en aquel momento. Yo mismo recuerdo vagamente por qué quise escribir en Transit hace ocho años Thrillers post 11-S: ‘Amenazados’ y ‘The killing Room’, como recuerdo vagamente quién era. Desde entonces he cambiado, o, mejor dicho, tengo la sensación de que he cambiado, o, mejor dicho, quiero creer que he cambiado, por una simple cuestión de supervivencia personal.

Amenazados, de Gregor Jordan

¿Cuál es el efecto de ello en la historia particular del cine que sigo montando por fascículos en mi cabeza? Llamadlo pereza, pero me niego a alterar el signo de dicha historia a medida que el relato instrumental que aplico a mi vida, mis lecturas, mis conversaciones y mi escritura me brinda iluminaciones que hacen de mí alguien más sabio a cada año que cumplo. Prefiero negar la propia condición de historia del cine y que mi cinefilia se constituya en repositorio de presentes. Porque a lo mejor, solo a lo mejor, sucede lo contrario de lo que nos conviene creer, y, como cavilaba Rafael Sánchez Ferlosio, los años lo que nos hacen es más ciegos y más torvos, y extendemos sobre el pasado una pátina de líquido reparador y embellecedor no con el propósito de reparar y embellecer el pasado, sino para que refleje nuestro rostro presente sin máculas, pese a que el transcurso implacable del tiempo y las operaciones de cirugía ensayística han convertido la carne lozana y la expresión espontánea en una masa tumefacta, ininteligible. Nadie puede ver el futuro, pero nos olvidamos de que nadie puede ver tampoco el pasado ni, por tanto, juzgarlo. No existe más que una sucesión infinita de presentes, y a todos y cada uno de ellos les asisten con necesidad inexorable sus motivos, sus desvelos, sus películas y sus textos críticos.

 

© Diego Salgado, agosto de 2019