Celda 211

Cine de género con tintes de autor

En la penumbra de una celda, un hombre prepara su suicidio. Esta es la escena inicial de Celda 211 (2009), la nueva película de Daniel Monzón. Un comienzo sobrio y eficiente marca las directrices que el director seguirá el resto de la película.

Celda 211 es eficaz. Sin olvidar su condición de película de género se complace destilando tintes de cine de autor. Entretiene como cabe esperar de este tipo de cine y además adopta una forma estética en pos de la verosimilitud de la historia, con una cámara en movimiento que acompaña a los actores en busca de la acción. La cámara en mano imprime realismo e inmediatez y junto con la ausencia en ciertos momentos de banda sonora confieren ese ambiente en ocasiones cercano al documental.

El guión es obra del propio Monzón y Jorge Guerricaechevarría, que han adaptado la novela de Francisco Pérez Gandul. Un buen guión que convence, fluye y al que se le perdona dejar de ser invisible en algún giro un tanto forzado como la introducción de Elena (Marta Etura), la esposa embarazada de Juan Oliver, mediante unos flashback un tanto innecesarios o el desenlace más forzado aún del funcionario de prisiones, Utrilla (Antonio Resines), golpeando a Elena a cara descubierta frente a una cámara. Pequeños pecados estos que se pierden en el resultado final, porque lo que aquí importa es el arco dramático del personaje, especialmente bien trazados el de Juan (Alberto Ammann) y el del presidiario Malamadre (Luis Tosar). Ambos individuos están dotados de una humanidad carente en el resto de los funcionarios.

En términos globales, Celda 211 es una película que funciona. El espectador no descansa y va introduciéndose en el microcosmos carcelario de la mano de Juan, el joven funcionario de prisiones al que el azar coloca en medio de un motín carcelario. Aunque con un fuerte trasfondo social, la película no trata de ser un panfleto sobre los desórdenes sociales dentro de prisión. Tanto la situación de los presos de ETA y lo que pueden a llegar a representar dentro y fuera de la cárcel como la precaria situación de los FIES (Ficheros Internos de Especial Seguimiento) queda patente y actúa como sostén de la historia sin enturbiarla con debates morales. Un potente trasfondo que sirve de contexto a un motín en el que tanto Juan como los espectadores pasamos de estar fuera a ir formando parte de esta realidad, comprendiendo las razones que llevan a estos hombres a sublevarse.

Si hay un epicentro en la película, es la relación entre Malamadre, el presidiario y cabeza pensante del motín, y Juan, el funcionario de prisiones. Malamadre no tiene nada que perder, arriesga lo que le queda, una vida sin apenas valor que adquiere cierta dignidad dentro de prisión, alzándose como representante de los presos, mientras que  Juan pone mucho en juego, una vida plena con su mujer Elena, su futuro hijo y su trabajo. Las circunstancias y un Estado representado por unos funcionarios de prisiones incapaces de tomar las decisiones correctas hacen que Juan sufra una metamorfosis más que interesante y termine pasando al otro lado, el de los marginados, aunque se fuerce el guión para conseguir el efecto deseado. Huyendo del maniqueísmo, el único “bueno” de la película se adapta sin problemas y entiende que los daños colaterales son necesarios, y llega a tomar decisiones que le convierten en uno más de los presos.

Un buen trabajo actoral por parte de los dos protagonistas, así como la filmación en un claustrofóbico escenario, la cárcel de Zamora, invadida por los numerosos figurantes que abordan su papel de forma más que natural, confieren verosimilitud y fuerza a esta interesante película.