Festival de Gijón 2010

Gijón en seis dípticos

Mientras buscaba algún modo de organizar mis impresiones acerca de la pasada edición del Festival Internacional de Cine de Gijón algunas de las películas que había visto comenzaron a emparejarse de dos en dos. El resultado son seis dípticos formados por doce películas, una aproximación tan válida como cualquier otra que no pretende (ni puede) ofrecer una visión global del festival. Sin embargo, estos dípticos sí pueden dar cuenta del modo en que, al confrontarlas o al observarlas las unas junto a las otras, las películas nos descubren secretos, facetas ocultas y otros misterios que por sí solas les costaría mucho más desvelar.

 

I. DÍPTICO SOBRE LA MARGINALIDAD: Guitar mongoloid & Trash humpers

El festival de Gijón dedicó este año una retrospectiva a Harmony Korine, de quien se presentó también su última película, Trash humpers (2009). Registrada en VHS, Trash humpers viene a ser algo así como la grabación casera de las gamberradas de tres personajes ataviados con unas siniestras máscaras de ancianos. Siendo este el primer filme de Korine que veía, las impresiones que sobrevinieron tras la proyección resultaron bastantes contradictorias: la película arranca con potencia al delimitar irreverentemente, mediante un par de secuencias y los títulos de crédito, el terreno en el que Korine inscribe su propuesta. No se puede negar tampoco que Trash humpers presenta una brutal cohesión entre lo que filma y cómo lo filma (precariedad estética, cortes abruptos, absoluta falta de pretensiones artísticas…). Pero todas estas virtudes no pudieron (no pueden) ocultar el convencimiento de que los casi ochenta minutos que emplea Korine en hacer lo que hace (o en decir lo que dice) resultan, a todas luces, excesivos.

Unos meses después, tras haber visto algunos de los anteriores filmes del director, ese convencimiento se afianza. Obras como Gummo (1997) o Julien donkey-boy (1999) agitan las emociones del espectador por el modo en que Korine posa su mirada sobre atípicas comunidades de freaks, por su capacidad para retratar los vertederos de América casi como paraísos idílicos, por la intensidad con la que la dulzura y la belleza afloran de la amargura y de la fealdad (sin negarlas). Trash humpers, salvo en instantes muy puntuales, no se acerca ni remotamente a estos logros.

En el catálogo del festival puede leerse que el título del film “significa algo así como “fornicadores de basura”, nombre que refiere a un recuerdo remoto de la infancia de Korine en la que individuos como estos merodeaban cerca de su casa”. Pero lo cierto es que el filme no remite jamás a esa imagen. De hecho, pese a las máscaras que llevan los protagonistas durante todo el metraje, en Trash humpers no dejamos de ver nunca a Harmony Korine y a su pandilla haciendo de las suyas, revistiendo la gamberrada de solemnidad, convirtiendo la provocación en pose y conformándose, finalmente, con entregar un película que en su comodidad y su condescendencia recuerda demasiado a Los idiotas (Lars Von Trier, 1998).

Una pena que, después de haberse revelado como un sutil retratista de la otra cara de América, Korine (quizás demasiado consciente de su papel de enfant terrible dentro de la industria cinematográfica, quizás -como apunta en su texto Alejandro Díaz– “para no reconocer abiertamente la dificultad de abrir horizontes creativos nuevos en su filmografía” (1)) se dedique ahora a hacer fakes y a darnos pretenciosas lecciones sobre la marginalidad como way of life. ¿Era necesario ese monólogo final en un filme que no recurre en ningún momento a las explicaciones?

En contraste con Trash humpers, Guitar Mongoloid (Guitarrmongot, Robert Östlund, 2004), vista en la sección Post-Burlesque, se postula como una película increíblemente fresca y auténtica, construida como un conjunto de viñetas aisladas -no existe voluntad narrativa más allá de las pequeñas situaciones que presenta cada secuencia- sobre el día a día de distintos personajes que viven fuera de la norma en la ciudad ficticia de Jöteborg (sospechosamente parecida al Göteborg real). Protagonizada por actores no profesionales que se interpretan a sí mismos frente a una cámara estática que recoge sus acciones en largos planos secuencia, el filme de Östlund desprende una extraña poesía punteada por esquizofrénicos brotes de violencia.

Un mongólico fanático de la guitarra, un grupo de destructores de bicicletas o un trío de borrachos que juegan a la ruleta rusa son algunos de los personajes sobre los que Östlund posa su cámara para trazar un retrato de la soledad y la marginalidad en las grandes ciudades. Hemos pasado aquí de la búsqueda deliberada de la provocación y el mal gusto al encuentro con una realidad multiforme de donde surgen momentos de desenfreno y alegría; de la carcajada a lo Beavis and Butt-head que profiere constantemente el trash humper de Korine, a la risa verdaderamente contagiosa y subversiva de Eric Ruström, el mongólico de la guitarra; del elaborado discurso de un grupo de common people haciéndose pasar por uncommon people, al retrato desprejuiciado de personas que se mueve en los márgenes sin ni siquiera planteárselo.

 

II. DÍPTICO SOBRE EL PAISAJE (¿VERSUS EL RELATO?): Between two worlds & Nikotoko Island

Between two worlds (Ahasin wetei, Vimukthi Jayasundara, 2009) es otro filme con un inicio arrollador. El primer plano de la película nos muestra a un hombre que cae del cielo al océano, después le veremos despertando en la orilla de la playa, con su cuerpo cubierto de arena y cangrejos. El modo en que Jayasundara nos transporta de ese paisaje isleño, virgen y poderoso al Apocalipsis de la civilización permanece todavía en mi recuerdo como uno de los momentos más potentes del festival: el protagonista escala una alta pared de rocas y cuando alcanza la cima, el director corta el plano. Aparece entonces ante nosotros un paisaje totalmente distinto: la cámara avanza mostrándonos una hilera de hombres uniformados con camisas blancas y palos de madera en lo que parece ser la estilizada puesta en escena de una revuelta que ha terminado con las calles minadas de televisores destrozados.

El tramo final de Between two worlds es, igual que el inicio, un prodigio de imaginería visual cuyos contrastes noquean al espectador. Pero, ¿qué es lo que queda en el medio? Me aventuraría a responder que el intento de Jayasundara por trazar un relato histórico de Sri Lanka conjugado en clave mítica. Difícil ir más allá en un filme desconcertante que no puede abarcarse en un solo visionado. Sin embargo, pese a mi incapacidad para conectar con el protagonista durante la mayor parte del metraje y pese a las muchas referencias culturales que seguramente se me escapan, los incontables giros con los que el director frustra constantemente las expectativas del público me parecieron demasiado orientados a provocar un misterio sin el que la película perdería gran parte de su atractivo.

Nikotoko Island (Nikotoko tou, Takuya Daikiri, Takashi Miura, 2009), un pequeña obra de poco más de cuarenta minutos de duración sobre el viaje de tres amigos a la isla Nikotoko, es otro filme que, como Between two worlds, se sustenta sobre el poderío de la naturaleza y sobre el exotismo y la belleza del paisaje. Presentada en la sección Rellumes, Nikotoko Island es una película imperfecta pero altamente reivindicable por varios motivos. En primer lugar, al contrario de lo que me sucedió con Between two worlds, nunca tuve la sensación de que en este filme los conceptos precedieran a las imágenes y eso es algo extraño, más en una obra como esta donde los diálogos aluden constantemente a cuestiones tan pomposas como la esencialidad de las cosas, la abstracción que se esconde bajo las formas concretas o la búsqueda de la serenidad espiritual. Sin embargo, este parece un filme que realiza el camino inverso al de Jayasundara: como si se hubiese ido construyendo sobre la marcha, a partir de la observación y el contacto con esos paisajes, sin demasiadas ideas preconcebidas.

Nikotoko Island no busca imágenes para exponer conceptos, sino que encuentra esos conceptos dentro de las imágenes y por eso los interroga, de ahí la radicalidad de su propuesta. El trabajo realizado con el sonido, en posproducción, está concebido como un juego de experimentación formal que contribuye a crear esta sensación, especialmente cuando las conversaciones entre los tres protagonistas se superponen a planos generales de modo que las palabras parecen un comentario sobre lo que estamos viendo. El filme cuenta además con una portentosa fotografía en blanco y negro que apuesta por una revalorización del encuadre como generador de toda la fuerza del plano. Y, por si fuera poco, sus imágenes ofrecen un libérrimo recorrido por diferentes periodos y corrientes de la Historia del Cine: del slapstick al musical, del cine japonés de los cincuenta a la Nouvelle Vague, de Michelangelo Antonioni a Gus Van Sant o a Albert Serra…

Nikotoko Island consigue incluso que la mayoría de estos logros parezcan hallazgos accidentales, algo a lo que seguramente también contribuyó la escueta presentación que tuvo lugar antes de la proyección con la visita sorpresa de Takuya Dairiki, Keisuke Matsuda y Takashi Miura, los tres responsables absolutos de Nikotoko Island, quienes declararon que básicamente habían hecho el filme por el puro disfrute de hacerlo y que, tras la proyección, si alguien quería comprar la banda sonora estarían fuera de la sala vendiendo los CD a diez euros. Hay que decirlo para entender porqué estos tres chicos, sin decir apenas nada, ya se habían ganado mi simpatía antes de que el filme comenzara.

Otras veces sucede, en cambio, que lo que un director dice sobre su obra no ayuda demasiado. En su presentación de Between two worlds, quizás con la intención de proporcionar al público algún anclaje y evitar un abandono masivo de la sala, Jayasundara pidió al espectador que se dejase llevar por el filme aunque se sintiese desorientado y esperase al final de este para emitir un juicio. El director también arremetió contra la herencia narrativa del cine al tiempo que situaba su película más cerca de la pintura o de la música que de la literatura. Pero si bien es cierto que, visual y estructuralmente, la película de Jayasundara puede emparentarse con la música o la pintura, no lo es menos que Between two worlds se sustenta precisamente sobre la propia idea de relato.

En Trash humpers o Guitar mongoloid el relato no tiene cabida pero en Between two worlds -como en Inland Empire (David Lynch, 2006), Autohystoria (Raya Martin, 2007), Gerry (Gus Van Sant, 2002) y un largo etcétera- el relato late, durante todo el filme, escondido bajo la superficie, a la espera de ser encajado por el espectador. Es un relato débil, si se quiere, un relato que huye del canon más tradicional de la narración, pero un relato al fin y al cabo. Por todo ello quizás ya es hora de acabar con esa oposición ficticia y de decir que una parte de ese cine al que se denomina, con demasiada ligereza, cine no narrativo (o peor aún: antinarrativo) está haciendo más por la (renovación de la) narración que el enésimo producto diseñado bajo los patrones clásicos del relato.

 

III. DÍPTICO SOBRE LA INMIGRACIÓN: Francesca & Welcome

Welcome (Philippe Loiret, 2009) cuenta la historia de Bilal, un chico kurdo de diecisiete años que lleva tres meses viajando por Europa con la intención de llegar a Inglaterra, país al que ha emigrado su novia recientemente. La relación entre ellos no es aprobada por el padre de la chica y la pareja se comunica clandestinamente gracias a la complicidad del hermano de ella que es amigo de Bilal. Desde la costa francesa el protagonista intenta llegar a Inglaterra escondido en un camión, pero es descubierto. Obligado a permanecer en Calais, Bilal se mantiene a la espera de una segunda oportunidad y, con la intención de cruzar a nado el Canal de la Mancha, comienza a asistir a clases con Simon, un profesor de natación recién divorciado.

No deja de ser paradójico que Welcome se alzase con el premio al Mejor Guión porque las moderadas virtudes de esta historia de superación personal quedan muchas veces ensombrecidas por la acumulación y la inverosimilitud de situaciones tópicas del género. En un primer nivel, el filme funciona dramática y emocionalmente gracias al tono austero y comedido adoptado por Loiret y a las notables interpretaciones de Firat Ayverdi y Vincent Lindon que contribuyen a dar credibilidad a la relación simbiótica de cariz paterno-filial que se establece entre Simon y Bilal. Sin embargo, en el superficial tratamiento que realiza el filme del complejo problema de la inmigración, Loiret demuestra que se conforma con muy poco, apenas con hacer un filme correcto que apela a dejar constancia de las injusticias provocadas por las leyes de inmigración, pero sin resultar demasiado estridente ni ensuciarse mucho las manos.

Francesca (Bobby Paunescu, 2009), en cambio, no peca de ese miedo a resultar incómoda. El filme comienza poniendo las cartas sobre la mesa cuando la protagonista, una chica rumana de treinta años que trabaja como profesora en Bucarest, le comunica a su padre su intención de establecerse en Italia para montar una guardería. El padre responde alertando a su hija, con claridad y sin tapujos, de la situación a la que se exponen los ciudadanos rumanos que emigran a Italia y profiriendo insultos contra Alessandra Mussolini, la nieta del dictador, y Flavio Tosi, alcalde de Verona. Debido a esto la distribución del filme de Paunescu en Italia fue paralizada después de su pase en la última edición del Festival de Venecia.

Quizás por toda esta polémica con la que el filme llegó a Gijón pensé, tras los primeros minutos de proyección, que Francesca iba a tomar como eje el fascismo que impera en algunos sectores de la sociedad italiana. Pero el filme termina antes de que la protagonista consiga llegar a Italia y es sorprendente comprobar el giro que ha realizado la película durante su metraje: de la rabia contra la xenofobia que Paunescu expresa en boca del padre de Francesca, al examen de autoconciencia que deja al descubierto la podredumbre moral del propio país.

También es cierto que, en ocasiones, Paunescu estira demasiado la cuerda y el contraste entre su heroína y los personajes que la rodean puede resultar un tanto maniqueo y oportunista. Pero la estupenda interpretación de Monica Birladeanu consigue que incluso esto parezca un mal menor. Quizás Francesca no aporte grandes novedades al panorama actual de cine rumano, pero se afianza con seguridad en algunos de sus puntos fuertes: en su rigor formal y en su tratamiento de la tensión acumulada con la que se nos relata la odisea de la protagonista.

 

IV. DÍPTICO SOBRE LA SEXUALIDAD MASCULINA: Humpday & Le roi de l’evasion

En Humpday (Lynn Shelton, 2009), la ganadora del premio a la Mejor Dirección, dos amigos treinteañeros que han seguido caminos distintos en la vida se reencuentran y deciden embarcarse en un curioso proyecto: una película porno amateur cuya filmación les obligará a tener sexo entre ellos, pese a que ambos son heterosexuales. En Le roi de l’évasion (Alain Guiraudie, 2009) un vendedor de tractores homosexual en la cuarentena conoce a una joven muchacha con la que empieza una relación que le hará replantearse sus preferencias sexuales. Ya que la cuestión de fondo que subyace bajo los dos filmes viene a ser la misma (el abandono de la norma sexual habitual de los protagonistas) resulta especialmente interesante explorar el modo en que ambos directores resuelven el reto que plantean a sus personajes y delimitar el territorio en el que se inscriben estas dos comedias.

Decíamos anteriormente que, a veces, las palabras del director sobre su propia obra no ayudan y la presentación que hizo Guiraudie de su filme pudo confundir a más de uno. El director explicó que le interesaba filmar la historia de Armand porque le horrorizaba la uniformidad con la que el cine se acerca a la sexualidad; como si esta fuese una materia que solo atañe a hombres y mujeres jóvenes, heterosexuales, atractivos y urbanitas. Pero Le roi de l’évasion no es un filme realista por más que nazca de la voluntad de dar voz a un entorno real habitado por unos personajes cuya sexualidad raramente encuentra un hueco en el cine contemporáneo. Si lo fuese, podríamos achacarle al director que bajo esa visión ufana y desprejuiciada del sexo que huye de todo atisbo de sordidez se esconda un universo tan cerrado como aquel contra el que se postula.

Pero la opción adoptada por Guiraudie se asemeja más a un cuento dulce y alocado que tiene lugar en un paraíso idílico donde prima, por encima de todo, la celebración del hedonismo y la reivindicación del placer de los sentidos. Le roi de l’évasion es un filme que juega a desmontar todos los tópicos y los estereotipos sobre la sexualidad realizando un atípico fresco sobre una comunidad rural donde casi todos los personajes masculinos, de edad madura o avanzada y no especialmente agraciados físicamente mantienen una vida sexual ajetreada y plena basada en las relaciones con otros hombres que se encuentran en su misma situación.

Armand, el protagonista del filme, interpretado por un portentoso Ludovic Berthillot, termina renunciando a su relación con la joven Curly solo después de haber vivido con ella una intensa experiencia sentimental y sexual al amparo de la naturaleza y de los hongos alucinógenos. Humpday, en cambio, se construye precisamente sobre el interrogante de si los dos protagonistas masculinos serán capaces de practicar sexo entre ellos cuando llegue el momento acordado. Nos hemos trasladado del universo de Guiraudie, donde -como apunta Àngel Quintana- “no existen complejos y todos follan cuando les place” (2), al de Lynn Shelton, donde el sexo no puede desligarse de su dimensión psicológica y pasa a ser retratado como algo mucho más ambivalente, que no solo genera placer sino también dudas, miedo y complejos.

Humpday se sigue afianzando en mi memoria como uno de los mejores filmes vistos en la Sección Oficial del festival. Igual que sucediera en Old joy (Kelly Reichardt, 2006), una obra mucho más oscura y ambigua, pero con la que Humpday tiene varios puntos en común, la gran conquista de la película de Shelton radica en la veracidad con la que la directora retrata las tensiones del reencuentro entre dos amigos que han seguido distintas direcciones vitales. En ambos filmes, uno de los protagonistas está casado y lleva una vida más estable mientras el otro, el que vive sin ataduras y es, aparentemente, más libre, propicia el reencuentro y, con su presencia, amenaza con enturbiar la paz familiar.

Old joy trata de la añoranza por un tiempo pretérito, por un momento en la vida que es irrecuperable y así lo certifica el filme. Humpday nos habla exactamente de lo mismo. El filme porno en el que deciden embarcarse los dos amigos se disfraza primero con la excusa artística, pero pronto revela su dimensión simbólica de un acto con el que sellar una amistad y un tiempo que los dos personajes añoran pero al que probablemente ninguno de los dos quiere volver. Y aunque quisieran, ambos terminarán descubriendo que ese tiempo es irrecuperable.

V. DÍPTICO SOBRE EL SEGUIMIENTO: La pivellina & Wakaranai

Junto a Humpday, La pivellina (Tizza Covi, Rainer Frimmel, 2009), que se alzó con el premio a la Mejor Película, fue el otro gran descubrimiento de la Sección Oficial. El filme comienza cuando Patty, la protagonista, encuentra en un parque a una niña de dos años que ha sido abandonada por su madre. Ella y su marido Walter son artistas de circo que viven en un parking de caravanas en el extrarradio de Roma y deciden no llamar a la policía, ya que todo apunta a que la madre volverá a por ella. Mientras tanto, con la ayuda de Tairo, un joven vecino de la pareja, componen un atípico pero sólido núcleo familiar y comienzan a hacerse cargo de la niña.

Ciertamente La pivellina contiene suficientes elementos (peligrosos) para despertar una casi unánime simpatía: la película es un canto optimista a las relaciones humanas, un filme alegre y esperanzador protagonizado, además, por una niña adorable de dos años. Pero Covi y Frimmel jamás se quedan en lo fácil de la propuesta. Los directores provienen del campo del documental y eso se deja notar en una película para la que contaban con veinte horas de material filmado cuando empezaron a montarla y en la que parecen atrapar al vuelo algunos de los momentos más vitales y luminosos que nos ha dado el cine de los últimos años.

En este filme los cineastas plantean una excusa argumental ficticia (el encuentro de la pequeña Asia) a un trío de actores no profesionales que, básicamente, se interpretan a sí mismos e interactúan con su hábitat natural mientras son seguidos por una cámara en mano que se pega a ellos recogiendo sus trayectos, sus gestos y sus reacciones ante esa niña que se ha convertido en un nuevo miembro de la familia. La fuerza del filme reside precisamente en el modo en que esta ficción pone de manifiesto las huellas del proceso de filmación, ya que si hay algo innegable es que en La pivellina se puede sentir que fue el mismo rodaje del filme el que desencadenó el nacimiento de esos lazos familiares y el que descubrió a Covi y a Frimmel cómo filmarlos.

Wakaranai (Masahiro Kobayashi, 2009) es también un filme que gira en torno a la pérdida y a la recomposición del núcleo familiar y que se construye sobre el seguimiento obsesivo del personaje protagonista. Pero, al contrario de lo que sucede con La pivellina, la visión de Kobayashi es mucho más amarga y oscura. El filme cuenta la odisea de un chico de dieciséis años que, con un padre ausente y una madre enferma, debe ingeniárselas para sobrevivir y hacerse cargo de una serie de responsabilidades que exceden sus posibilidades reales mientras ve como todas las puertas a las que llama se van cerrando una a una.

En Wakaranai la cámara sigue el tortuoso vía crucis del protagonista, interpretado por el joven Yuko Kobayashi, en pos de la figura paterna ausente (papel que el director se reserva para sí mismo). La película está dedicada a Antoine Doinel, personaje en cuyo trayecto vital se mira el protagonista de Wakaranai y, en efecto, las imágenes del filme de Kobayashi están impregnadas de la sensibilidad con la que Truffaut abordó el retrato de una infancia marcada por la ausencia de una figura paterna. Pero la fuerza del filme de Kobayashi decae cuando la crítica a la sociedad nipona, por más que sea pertinaz e incluso necesaria, se vuelve demasiado explícita. El filme, en cambio, funciona plenamente cuando se abandona al obsesivo retrato del cuerpo de su protagonista y al imperturbable seguimiento del modo en que este cuerpo habita el mundo que le rodea. Ahí, en el acercamiento a lo físico como algo trascendente, es donde el filme de Kobayashi triunfa.

VI. DÍPTICO SOBRE LA PERVERSIÓN Y EL DESEO: Alpsee & Of freaks and men

La retrospectiva dedicada al director ruso Aleksey Balabanov, a quien muchos descubrimos hace un par de años con la excelente Cargo 200 (Gruz 200, 2007), fue una de las sorpresas más gratas que me deparó el festival. Balabanov se reveló como un director todoterreno capaz de radiografiar la Rusia de los últimos años mediante un cine de calidad, pero con un innegable tirón comercial en el que apuesta por una personal reelaboración del cine de género. Sus trabajos con Serguei Bodrov Jr. –Brother (Brat, 1997), Brother 2 (Brat 2, 2000) y War (Voyna, 2002)-, así como la ya mencionada Cargo 200 pertenecerían a este grupo de filmes. Por otro lado, en sus dos obras más herméticas, la reciente Morphia (Morfiy, 2008) y Of freaks and men (Pro urodof i lyudey, 1998), el director realiza un particular acercamiento al cine de época en forma de crónica decadente al tiempo que establece un fructífero diálogo con el cine mudo.

Ambientada a principios de siglo y filmada enteramente con filtros de color sepia, Of freaks and men -que el propio Balabanov considera su mejor película- cuenta la historia del declive de dos familias de San Petersburgo que se ven involucradas en la industria pornográfica justo en el momento en que el arte del cinematógrafo empieza a florecer. El espíritu nacionalista que recorre toda la filmografía de Balabanov se deja notar incluso en el aspecto musical. Si en Brother y Brother 2 los temas de la banda rusa Nautilus se convertían en el perfecto contrapunto de las visicitudes de Danila, en Of freaks and men el director recurre a Prokokief, Tchaikovsky o Mussorgsky para acompañar las desventuras de la hija de un ingeniero y de una pareja de niños siameses especialmente dotados para el canto que se convertirán en los esclavos de dos esperpénticos traficantes de pornografía.

Of freaks and men presenta un inteligente y nada convencional uso de los intertítulos, una construcción anticlimática y una dramaturgia que combina la herencia del cine mudo con el fantástico posmoderno -el brat Viktor Sukhorukov compone un grotesco personaje que remite tanto al hombre de la cámara de Carretera perdida (Lost highway, David Lynch, 1997) como al Nosferatu el vampiro (Nosferatu, eine Symphonie des Grauens, 1922) de F.W. Murnau. Pero quizás lo más destacable de Of freaks and men es el modo en que Balabanov trabaja orientando todos estos elementos tan dispares hacia la consecución de un clima mórbido y aberrante, flagelado por una seca ironía, bajo el que se esconde un catálogo de perversiones que van del voyeurismo enfermizo al sadomasoquismo soft.

Uno de los mayores vicios de los festivales son las retrospectivas y, si la dedicada a Aleksey Balabanov despertó mi entusiasmo, la que me descubrió la obra de Matthias Müller y Cristoph Girardet fue la mayor revelación de este Gijón 2009. Obras de Müller en solitario, como Alpsee (1994) o Pensao globo (1997), y otras realizadas en colaboración con Girardet, como Phoenix tapes (1999) o Manual (2002), supusieron verdaderos shocks emocionales para los que se hace difícil encontrar palabras. La retrospectiva estaba formada por una selección, realizada por los propios cineastas, que incluía diecisiete piezas en las que navegan del material propio al ajeno, del diario poético al remontaje analítico, de la fascinación por el cine clásico al desmantelamiento de sus imágenes mediante la experimentación, de la asociación intuitiva a la precisa elección formal…

Alpsee es una pieza de quince minutos de duración definida por Matthias Müller como “un ensayo autobiográfico”. Realizada a partir de la combinación entre material propio y ajeno, Alpsee está protagonizada por un niño de diez años y, en ella, Müller nos ofrece una meditación entre poética y pesadillesca del universo íntimo de ese niño. El cineasta se acerca al despertar sexual del protagonista durante el paso de la infancia a la adolescencia haciendo hincapié en la ambivalente relación de deseo proyectada hacia la figura materna. La tensión sexual que transpiran los cuerpos y las imágenes del filme nos remite al mejor Hitchcock mientras el universo familiar creado por Müller, los claustrofóbicos interiores de la casa habitada por el protagonista que son fotografiados mediante planos cerrados y un impactante uso de colores saturados, nos transportan a una época y a un género cinematográfico muy concretos: el melodrama de los años cincuenta.

En Alpsee Müller trabaja sobre un imaginario simbólico muy reconocible y lo pone en escena con una fuerza arrolladora. El deseo es retratado aquí como una corriente enérgica capaz de hacer visible lo íntimo, de sacarlo a la superficie. Para ello Müller trabaja partiendo de situaciones realistas que se desbordan y entran en el territorio onírico de la fantasía. En una escena de Alpsee la madre sirve un vaso de leche al muchacho: la leche rebosa el vaso, comienza a derramarse por la mesa, cubre el suelo de la cocina y cae a borbotones por las escaleras de la casa como si se tratase del flujo imparable de un río en efervescencia.

Alpsee nos ofrece también dos hermosos ejemplos del modo en que Müller trabaja con el found footage. El filme comienza con imágenes de la boda de los progenitores del cineasta pertenecientes a una grabación casera efectuada por el padre de este. Más tarde, para hacer referencia a la separación de sus padres, Müller solo necesitará rebobinar la parte de la grabación en que estos se ponen las alianzas de modo que parece que se las están quitando. Hacia el final de Alpsee Müller toma una serie de fragmentos muy cortos de conocidos filmes clásicos de Hollywood. En todos ellos aparece una madre que se abraza a su hijo. Se percibe entonces una latencia del deseo entre madre e hijo que quizás ya existía en los filmes originales, pero que habrá permanecido oculta para muchos de nosotros hasta el momento en que el remontaje efectuado por Müller ha obrado relacionando estas imágenes con las suyas propias y haciendo visible esa latencia al colocarla en un primer plano.

 

 

(1) DÍAZ, Alejandro: “Harmony Korine: Imágenes de un mundo intrascendente en un mundo intrascendente”, Transit, n.º 3.

(2) QUINTANA, Àngel: reseña de Le roi de l’évasion, Periódico del Festival de Gijón, , n.º 5, 2009.