Babylon (2)
Damien Chazelle, lo viejo y lo nuevo
Como viene siendo inevitable con este tipo de producciones, el estreno de Babylon (Damien Chazelle) ha venido acompañado de abundantes comparaciones con otras películas contemporáneas relacionadas temáticamente, por sus diferentes aproximaciones meta, con el discurso sobre la industria del cine y sobre el impacto cultural y emocional del medio a partes iguales. Entremos momentáneamente en el juego antes de tratar la película en sí misma. Las comparaciones más frecuentes, dada su proximidad temporal —no deja de ser cierto que en estos dos años hemos visto más producciones mainstream de este perfil que en los años inmediatamente anteriores—, han sido dos películas estrenadas de forma casi simultánea a la de Chazelle —Los Fabelman (The Fabelmans, 2022), de Steven Spielberg, y El imperio de la luz (Empire of Light, 2022), de Sam Mendes— y una apenas tres años anterior, Érase una vez en… Hollywood (Once Upon a Time… in Hollywood, 2019), de Quentin Tarantino. Menos frecuentes han sido comparaciones con Belfast (2021), de Kenneth Branagh, con componentes tan explícitamente autobiográficos como la cinta de Spielberg pero con menos alusiones directas al impacto profundo de la experiencia cinematográfica en su infancia, limitándolas a algún episodio que no servía siquiera como vertebrador de los principales conflictos de su protagonista, lo cual la hace más equiparable —si bien no en cuanto a calidad se refiere— a Armaggedon Time (2022), de James Gray. Y aún menos frecuente ha sido la comparación que se podría trazar con Nope (2022), de Jordan Peele, estrenada apenas unos meses antes que Babylon y con la que, a pesar de la aparente ausencia de temas comunes que una lectura superficial pudiera aportar, comparte muchas más similitudes de las que se pueden encontrar en, por ejemplo, la película de Spielberg: la forma en que Peele trata la faceta industrial y destructiva del mundo del cine (en Los Fabelman, presente de forma más casual, verbalizada durante la simpática recreación de la anécdota con John Ford) contiene la misma agria tristeza que Chazelle imprime, quizás de forma más desigual, a la mayor parte de la segunda mitad de Babylon y muy especialmente a su deshilvanado epílogo. Podemos achacar que Chazelle se aleje de lo autobiográfico al hecho de que sus preferencias estilísticas no se corresponden a las que serían previsibles en alguien de su edad (nacido en 1985), contrariamente a lo que pasa en el caso de Spielberg y su gusto por el clasicismo. Pero la representación que hace Babylon del mundo del cine como lugar físico o como tiempo pasado —delimitable en su abstracción— establece una unidad entre sus preferencias por lo clásico y su visión generacional Por último, cabe la comparación (quizás esta la más adecuada de todas) con Mank (2020), de David Fincher, por su afán de reescritura historiográfica en favor de lo anecdótico (Mank nos retrotrae a la obra de Pauline Kael, mientras que Babylon nos hace pensar más bien en la de Kenneth Anger) y del intento de disimular, tras la recreación y remezcla de los tiempos pasados, un interés fijado en la experiencia reciente, actual, imposible de esconder.
Sin embargo, al margen del carácter marcadamente romántico y exótico de esos tiempos pasados, la elección de situar temporalmente Babylon en el Hollywood de los años veinte facilita la representación de conceptos inmateriales en figuras y lugares concretos (aunque, a excepción de algunos —como el caricaturesco Irving Thalberg que interpreta Max Minghella—, la mayoría sean ficticios), dando pie a numerosas situaciones argumentales que abren innumerables puertas para plantear los temas principales de la película. Para empezar, el esfuerzo por recrear el estado relativamente primitivo de la industria del cine —no así de su lenguaje— justo antes de la llegada del código Hays, del sonido y de la consolidación de los órdenes jerárquicos dentro de las majors supone un sinfín de posibilidades para fantasear sobre formas de hacer cine que distan mucho de la imagen hermética y asfixiante, moral y creativamente, que se le ofrece al espectador como contrapunto en el episodio del primer rodaje sonoro. No es que Chazelle identifique el sonoro con la raíz de estos males —vista su predilección por el musical, sería una postura manifiestamente incoherente— sino que encuentra en los relatos de esta época de transición el escaparate perfecto para hablar de su visión del orden creativo de las superproducciones de las que forma parte y, por el camino, para dar pie a algunas reflexiones reiterativas sobre el carácter perecedero del star system, de la fama y del prestigio alcanzado a través del logro artístico. Sus constantes alusiones a temas y situaciones de Cantando bajo la lluvia (Singin’ in the Rain, 1952), de Stanley Donen y Gene Kelly, a pesar de que no se trate de una reedición sino de una (pretendida) reinterpretación, no hacen sino confirmar que Chazelle está más interesado en de etapas diferenciables que en ir a lo concreto. Por otra parte, la concreción resultaría más adecuada de cara al conjunto, a los temas principales de la película, y como tal mejora cuando se acerca más a la obra de. Al final, poco importa si el Jack Conrad de Brad Pitt representa a Douglas Fairbanks o a John Gilbert, o si la Nellie LaRoy de Margot Robbie es o no es una transposición de Clara Bow: lo importante en Babylon es la esperanza de que, entremezclando todas estas evocaciones y sugerencias, se consiga algo parecido a un ensayo que trascienda lo pseudobiográfico de su estructura.
A pesar de presentar muestras de rigor en su planteamiento formal, Chazelle no mantiene suficientemente ese rigor como para consolidar un diseño global. Por citar algunos ejemplos positivos: los instantes anteriores al primer enfrentamiento realmente violento entre el personaje de Diego Calva y el de Robbie son encuadrados cámara en mano, filmando de forma inestable el espacio vacío de la casa en la que tendrá lugar la confrontación, como si la imagen anticipase la explosión que va a tener lugar instantes después, aportando así a planos de situación una dimensión más profunda. Alternativamente, la escena que presenta el primer rodaje sonoro en el que toman partido los protagonistas viene precedida por el montaje de varios planos —esta vez estáticos y estables— del set en el que tendrá lugar el caos más absoluto. No hay contradicción en estos dos ejemplos cuando se observan de manera mínimamente atenta: el primero (que se sitúa, de hecho, en un punto más avanzado de la película) presenta la tensión desde el primer instante, en consonancia con las derivas destructivas de los protagonistas, previamente contextualizadas, y con el hecho de que la violencia sacude la escena desde el mismo instante en que Robbie cruza el marco de la puerta. El segundo ejemplo, sin embargo, antecede una escena en que el caos se sucederá de forma muy paulatina y en una escalada progresiva, de modo que el contraste con la calma inicial resulta más efectivo que una anticipación de la situación que todavía tardará en producirse. Además, podríamos apuntar que la coherencia formal de la propia escena con los temas a los que apunta también es adecuada, al tratarse de una plasmación del progresivo descubrimiento que hace el equipo a medida que se enfrenta por primera vez con los drásticos cambios que la nueva tecnología supone para la forma en que estaban acostumbrados a trabajar.
En general, Babylon trabaja mejor sus principales secuencias y las relaciones entre ellas (orgía, rodaje primitivo, primer talkie, descenso a las catacumbas y las despedidas de los personajes de Pitt y Robbie, ambas precedidas por un encuadre que les coloca de espaldas a la cámara, caminando hacia una despedida consciente de su papel en la película dentro y fuera de la misma) que el resto de su metraje, compuesto por un vaivén de intenciones y acercamientos (a ratos al estilo de Donen, a ratos al de Martin Scorsese…). Son estas secuencias accesorias, diluidas, las que generan un —aventuro—contraste involuntario entre las secuencias principales, coherentes entre sí, y el film en conjunto, que resulta artificioso. Se genera así un vaivén que puede ser la causa de que la película sea percibida como un caos incongruente y sin tan siquiera una idea clara de lo que quiere ser. Como consecuencia, momentos aislados como los protagonizados por el Sidney Palmer que encarna Jovan Adepo pierden parte de su valor por verse en medio de un film construido con poca determinación. En definitiva, no tiene tanto que ver con la personalidad episódica de la película (decisión plenamente coherente con su planteamiento) como con lo irreconciliable de sus acercamientos temáticos.
Al final, la propia película presenta accidentalmente un resumen de sus propias limitaciones y carencias con el caótico epílogo: el montaje que cierra el film, comprensible como colofón a una película que trata no sobre el cine sino sobre el cine de Hollywood —de ahí el posible sentido de incluir un fragmento del Avatar (2009), de James Cameron—, da al traste con esa idea introduciendo escasos fragmentos de películas que escapan a esa categoría: Week End (1967), de Jean-Luc Godard, Persona (1966), de Ingmar Bergman… Lo cual pone de manifiesto la incontención de Chazelle a la hora de delimitar las conveniencias narrativas. Escribe Stephanie Zacharek sobre Babylon: “Margot Robbie interpreta a una estrella del cine mudo que se ha abierto camino desde sus raíces (…) hasta el estrellato temporal. Pero Chazelle se fija principalmente en su grosería y su inocencia, que es justo lo que la convierte en una caricatura. Está tan enamorado de su propio boceto que no se ha molestado en escribirla como una persona real” (1) ↓. Lo mismo puede decirse de su visión de la historia del cine.
© Pablo Álvarez-Hornia, marzo de 2023
(1)↑ Stephanie Zacharek, “Babylon y los límites de la ambición”. Caimán. Cuadernos de cine, no. 174 (febrero 2023), página 19.