Babadook

Donde viven los monstruos

 

Terror maternofilial

La maternidad, quizá por ser uno de los bastiones de las emociones, es una diana fácil para el género de terror. Como el más básico instinto de supervivencia, halla en la imaginería del horror el campo de cultivo ideal para trabajar con esa pureza cuasi inocente que apenas encontramos más allá de nuestros primeros cumpleaños. El sentimiento maternal, por primordial y directo, contiene en su seno la semilla del monstruo, como todo aquello que es considerado socialmente incuestionable. Ese monstruo bien puede surgir de la falta de comunión con lo establecido (¿querré a mi hijo?) o de la pérdida traumática de quien te convirtió en madre, sea esta por muerte o por desaparición. El cine está lleno de niños secuestrados y traumas post mortem, pero son posiblemente las películas que tratan el primer dilema, el de la posibilidad de no amar a quien salió de tus entrañas, las que en su propuesta llegan a límites de incomodidad más altos. Pensamos en Tenemos que hablar de Kevin (We Need to Talk About Kevin, Lynne Ramsay, 2011) y en cómo Babadook (Jennifer Kent, 2014) busca el equilibrio para permitir que Amelia, esa madre apocada marcada a fuego por su viudez, logre salvarse de caer en la situación de Tilda Swinton.

Madre e hijo se enfrentan a su relación con la llegada del Babadook

Madre e hijo se enfrentan a su relación con la llegada del Babadook

En  Babadook, sus dos protagonistas cargan con el peso de unos roles, madre e hijo, que no saben cómo expresar, que les han sobrevenido, casi sin darse cuenta, y sobre los que se apoyan a partir del único vínculo que se mantiene entre ellos: el puramente biológico. Ahí palpita ese miedo a cambiar una etapa en la que se encontraban cómodos por otra que todavía no saben cómo describir; como una madurez que cae como una losa o una infancia construida sin infancia, sin alegría ni ternura. Con esos gestos pesados que intercambian madre e hijo, tiernos por patéticos, en los que se buscan el uno al otro sin tener del todo claro qué quieren encontrar. Porque apenas hay sitio para el cariño, para ese amor imborrable que proyecta la maternidad, simplemente no tiene su espacio. El mayor miedo que puede proyectar un monstruo como el de esta película es el de no poder cambiar lo que somos. La obligación de aceptar esa herida, ese vacío, el abrazo helado o el beso que apenas roza la mejilla, por compromiso. Negociar con el monstruo que alimentamos, que paradójicamente nos une porque destapa todo aquello que guardamos en las entrañas.

Amelia y Samuel, cada uno a su manera, rinden cuentas con el pasado. El niño, a través de esa figura paterna que reconstruye con sus fantasías; la madre, con esos sueños en los que conecta los últimos instantes antes del accidente. Son dos momentos tristes en los que, curiosamente, late una extraña felicidad. O, simplemente, la calma de respirar entre algo conocido. Aunque sea una ilusión o una pesadilla. En ese momento en el que uno cierra los ojos y olvida por un instante en qué se ha convertido y en qué no quiere convertirse. Es ahí donde late la tensión de la película, a través de sus pequeños detalles y de la relación tan terriblemente tierna entre sus dos personajes. En esa sensación de que ambos reconocen que nunca podrán convertirse en lo que deberían, pero aun así tienen que seguir intentándolo. Como quien día tras día abre armarios y sacude sábanas para convencerse de que no hay fantasmas en ninguna parte.

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Nada por aquí, nada por allá; el terror no procede de fuera…

Se podría leer la película como la narración del choque entre esas dos visiones, la traumatizada y la fantástica, la de la madre perdida en sus heridas y la del hijo que intenta acabar con el mal que le acecha. Y al final, en ese sentido, posee la belleza de ese monstruo que se ha integrado en la familia, y viceversa, al que el niño quiere observar como si fuese un animal o algo cercano. Con esa naturalidad, o esa sabiduría instintiva, con la que los niños de los cuentos clásicos resuelven sus problemas. Resulta conmovedor en su esfuerzo por saber cómo mirar, cómo entender, una realidad desconocida de la que, sin quererlo, él forma parte. No en vano, en la resolución de la película queda evidenciado que no se trata de erradicar el mal de la vida, sino de aprender a convivir con él. El pasado como experiencia moldeable, como recuerdo (alegre o triste, tanto da) adaptable a lo que el presente desee hacer con él. De ahí que el Babadook continúe vivo al final, no ya como monstruo sino como una presencia inevitable; esta vez siendo ellos, Amelia y Sammy, los domadores y no las presas. A este respecto, hay algo bonito en el retrato que ofrece Jennifer Kent de todo eso que no sabe cómo expresar (si no es con el lenguaje de la fantasía) pero que al mismo tiempo siente tantísimo en su interior.

 

Amelia y Samuel; Jennifer y el fantástico

Poco a poco hemos aprendido a defendernos de nuestros miedos atávicos: mirar bajo la cama, meter los brazos hasta el codo en el laberinto de perchas y ropa colgada del armario, o fijar la vista en el rincón más oscuro de la habitación. En Babadook son bastantes las veces que madre e hijo llevan a cabo ese ritual; nada por aquí y nada por allá. No hay sombra en el espejo ni cabellos negros que trepan por las sábanas. Sin embargo, a Kent le interesa indagar en ese otro miedo, también íntimo, del que no es tan fácil desprenderse, para el que no conocemos un método eficaz. De ahí que, durante el primer tramo de la película, a Amelia la presencia del Babadook solo se le aparezca de noche, cuando más vulnerable se siente, y siempre mientras está en la cama, hogar simbólico del descanso, pero también de las peores pesadillas. Decidida a combatir esas apariciones, en un momento dado nuestra protagonista tomará unos somníferos que le permitirán descansar. La gloria acontece para ella, pero es ahí cuando el Babadook, al verse con la puerta del subconsciente cerrada, decide llamar a la de su casa, de día, como hacía Freddy Krueger en Pesadilla en Elm Street 2 (A Nightmare on Elm Street 2: Freddy’s Revenge, Jack Sholder, 1985). No se puede huir de aquello que nos persigue desde lo más profundo de nuestro ser.

Amelia y su orden frío

Amelia y su orden frío

En el caso de Amelia, la desconfianza y el nerviosismo se percibe en cómo Kent la filma y en la forma de montar sus escenas. Sobre todo en el inicio de Babadook, los cortes de montaje subrayan una extraña sensación de comicidad que se rompe ante el rostro impertérrito de la mujer. Mientras en el plano la vida se muestra luminosa y los elementos que en ella habitan se mueven y se expresan (especialmente Samuel, a ratos similar a un dibujo de los Looney Tunes), ella permanece impasible, encerrada en una casa de paredes azul hielo, como una rosa putrefacta rodeada de brillantes margaritas. A esa sensación de pasividad colabora el extremismo que toma Samuel, situado al otro lado de la línea: extrovertido hasta límites insospechados, estridente e increíblemente hiperactivo e imaginativo; su actividad, su vivacidad y sobre todo su enorme expresividad contrasta con la pasividad a la que parece condenada Amelia. Quizá Samuel es así ante esa frialdad que le ofrece su madre; quizá Amelia se ha ido marchitando al tener un hijo de tales características; en cualquier caso, Amelia está en la situación de necesitar unas vacaciones de su rol de madre para aceptar un papel que le sobrevino con anterioridad y que no ha tenido tiempo de digerir: su condición de viuda.

Como la religión (que dispone de una nutrida iconografía para representar las flaquezas humanas, ya sean pecados o frustraciones, como formas ejemplares), el terror crea sus monstruos para advertir que no solo se ha perdido la inocencia, sino que también sabemos que la hemos perdido. Aunque Amelia es un personaje inestable, la película la presenta siempre en un mundo más ordinario que el de su hijo. Sin embargo, Jennifer Kent plantea una escena abiertamente fantástica (ese instante en el que Amelia engulle al Babadook) en la que puede explotar definitivamente todo lo que aparece en sus sueños: encontrar el motivo que ha alimentado su frustración. Es ahí donde nace el terror de la escena, cuando Amelia parece liberada de su papel de madre para devenir el monstruo que aterra a su hijo, como Jekyll cuando se transforma en Hyde y ya no puede sino dar rienda suelta a toda esa nebulosa moral que tanto intenta ocultar. La imagen de Amelia engullendo a la criatura es muy poderosa, quizá porque no despierta la ambigüedad de otras en las que el rol maternal choca con su pasado traumático. Parapetada detrás de esos elementos sobrenaturales de la película, Kent nos plantea una iconografía monstruosa en la que, de manera ejemplar, Amelia expresa literalmente todo lo que ya no puede ocultar durante más tiempo. Ese dolor, la viudez o el desapego emocional, que la convierte en un monstruo.

Un pequeño cazador de monstruos

Un pequeño cazador de monstruos

Samuel, por su parte, parece un niño salido de un cuento gótico; observa el mundo como si fuera un pequeño cazador de monstruos, equipado con esa mochila con brazo extensible que le permite defenderse. Kent acierta al describirlo como una figura muy vulnerable, casi un histérico, que sin embargo es capaz de intuir con su lógica infantil ese mundo para el que le faltan unas cuantas palabras para entender. En el cine de terror, los niños suelen ser intuitivos, se mueven con ese instinto que en cualquier otra circunstancia, tal vez, no acentuarían de esa manera. Y, de hecho, Sammy parece un personaje en constante movimiento, ya sea cuando intenta encontrar cobijo en el cuerpo caliente de su madre, cuando practica sus trucos de magia para una audiencia invisible o en esos destellos de confianza que observamos con la vecina. Con esa lógica, precaria pero sensible, que alimenta el terror hacia el Babadook, la representación de una figura paterna desconocida, y un cariño maternal que continuamente parece esquivarle y rodearle, mitad acogedor y mitad agotado.

Samuel como pequeño Georges Méliès

Samuel como pequeño Georges Méliès

Bien podríamos considerar a Samuel como una versión infantil de Georges Méliès, como si toda la fantasía de aquél se hubiese reencarnado en la figura de un personaje de una película de terror actual. A este respecto, sobre reconstruir figuras paternas y la aceptación de que nunca podrán convertirse en quienes deberían, están los evidentes homenajes que su directora ofrece, como sentidos tributos, a Méliès, Segundo de Chomón y Mario Bava. Kent es una recién llegada y con esas apariciones de tres maestros de la fantasía (así como la obsesión de Samuel por la magia y las ilusiones) parece estar reconociendo su nivel de infante cinematográfica. En cualquier caso, en el dinamismo de Samuel, en su continua necesidad de apostar por la fantasía pese a los consejos de los de su alrededor, Samuel es también un Quijote enfrentado perpetuamente a un Sancho femenino (¿qué papel mejor que el de una madre para simbolizar la sensatez que el paternal Sancho trata de inducir en el infantil Quijote?).

Al final, la película habla del amor y de sus diferentes formas. Uno de los momentos más interesantes, a este respecto, tiene lugar durante la cena que comparten madre e hijo. Al llevarse a la boca una cucharada de sopa, Amelia descubre un trocito de cristal entre los grumos. Nada más remover el plato comprueba el de su hijo para cerciorarse de que no haya caído ningún fragmento. ¿Ha sido una ilusión fruto de su debilitada cordura o un impulso latente que la película no había manifestado hasta el momento? Kent resuelve la escena con esa última sensación, que expone a su protagonista ante esa fatiga maternal que lastra su presente. Con esa mezcla de desafección e instinto, sin que ninguno de ambos rasgos se posicione por encima del otro.

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La expulsión del Babadook confiere la paz a madre e hijo

Es interesante de qué manera el filme procura a sus personajes un lugar y un momento para esa última llamada al orden; Babadook, el monstruo, llega para poner punto y final a una situación, pero quienes decidirán por qué lado se decantará el péndulo son Amelia y Samuel, en su intento por superar sus miedos y traumas. De hecho, las páginas blancas del libro de Babadook simbolizan ese final incierto del que solo ellos serán responsables. Jennifer Kent ofrece a sus personajes el timón del barco en plena tormenta. Como una madre que deja de acompañar la bicicleta de su hijo para que empiece a pedalear solo, Kent permite que Amelia y Samuel se adentren en el mar más profundo incluso con el riesgo de que acaben a la deriva. Durante ese proceso la directora los abraza y mima, convencida en todo momento de que sus personajes saldrán airosos y reforzados del enfrentamiento. Un enfrentamiento que no es otra cosa que el de uno contra el otro, y el otro contra el uno.

 

© Óscar Brox & Mónica Jordan, abril 2015