Aguas tranquilas

La vida o los procesos de aceptación

 

“¿De verdad vas a dejarme?/

Debo irme a una isla lejana.
Debo dejarte atrás.

Pero sin duda, te recordaré y volveré a ti.

Sin duda, volveré a ti”.

(madre de Kyoko en Aguas tranquilas)

 

“Querido alguien: Estoy viviendo”.

(Makoto en Colorful)

 

Naomi Kawase aterrizó en la isla Amami Oshima por vez primera en 2008 para encontrarse con la patria de sus antepasados tras descubrir hace aproximadamente una década (durante un viaje con su tía-abuela y su madre biológica) que era de aquel archipiélago japonés de donde provenían sus ancestros. Ese viaje supondría otro regreso un lustro después, en 2013, tras ir alumbrando en su interior el proyecto cinematográfico que desembocaría en Aguas tranquilas (Futatsume no mado, 2014). Una vez más, la existencia real de la cineasta nipona volvía a entretejerse con los hilos de la ficción y a integrar en ella las tradiciones milenarias, y únicas, de otro pequeño enclave del planeta (el registro documental de la danza de agosto o de la veneración al dios Yuta, propios del lugar).

El espectador que conozca algunos de sus trabajos previos, al aventurarse en este último largometraje, se reencontrará con un microcosmos familiar, atravesado por las constantes temáticas de la nipona (Naturaleza, maternidad, vida/muerte, pérdida, ausencia…) sobre las que vuelve a proyectar una filosofía de carácter panteísta y no antropocéntrica. El hombre, para Kawase, es una pieza más dentro del engranaje articulado por la Naturaleza y sus ciclos, que vendrían a funcionar como la entidad sagrada superior, origen y destino de todos los barcos a atracar.

 

1. Aceptación

Cambiando las localizaciones de su Nara natal, donde hasta ahora se había desarrollado el grueso de su trayectoria —con la salvedad de Nanayo (Nanayomachi, 2008) —, Kawase suma y sigue remontándose a los orígenes de su árbol genealógico en el archipiélago de Ryukyu, al que pertenece la isla mencionada. Ante las generosas ramificaciones de la centenaria higuera de Bengala, que preside el exterior de la vivienda de la familia de Kyoko —la adolescente protagonista (junto al joven Kaito) de Aguas tranquilas—, los seres humanos solo pueden abandonarse a la contemplación y a la admiración para, de paso, adquirir consciencia de su relatividad. Esta consciencia, sin embargo, no es innata, sino que se aprende. Así les sucederá a Kyoko y a Kaito que, a diferencia de sus progenitores, se resisten a asumir (o no pueden comprender aún) algunos ciclos inevitables de la vida: la muerte inminente de la madre, en el caso de la primera (y no es baladí mencionar aquí que la tía-abuela de Kawase murió poco tiempo antes de este rodaje); la separación de los padres y la continuación de la sexualidad de su progenitora, en el caso del segundo. La película se armará precisamente sobre ese periplo hacia la aceptación junto al despertar amoroso y sexual entre ambos jóvenes.

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Así, para ser comprendida y aprehendida en su justa medida, Kawase viene a decirnos que la vida humana no puede desligarse de una Naturaleza trascendente —aunque esta permanezca prácticamente ignorada dentro del invasivo progreso tecnológico en el que muchos de nosotros vivimos—. En sus expresiones, no solo podemos encontrar símiles con las emociones humanas, sino incluso moduladores, pues a veces las circunstancias meteorológicas extremas las potenciarán, impondrán su repliegue o la necesidad de mantener la calma. El tifón que registra la cinta en su tramo final —que pilló de improviso al equipo de filmación— le sirve a la realizadora de Shara (Sharasôju, 2003) para exponer, a través del personaje del padre de Kyoko, que uno debe “mantener una actitud humilde ante la Naturaleza” y no resistirse. Así Kaito abandonará la idea de salir a buscar a su madre en mitad del temporal.

El viento, la luna y el mar —que hasta ahora no había tenido una presencia tan significativa y viva en el cine de Kawase— serán las manifestaciones naturales más notables en esta ocasión, recibiendo un tratamiento impresionista y de resonancias espirituales que podría recordar a Le tempestaire (1947) de Jean Epstein. La figura casi mágica del “domador de tempestades” que lograba modificar el rumbo del azote ventoso en aquella no tendrá, sin embargo, un análogo en Aguas tranquilas. Los chamanes aquí no tendrán dotes para alterar los factores climáticos. El viento penetra en las casas, lo vemos constantemente zarandear las cortinas domésticas, las ramas de los árboles o silbar y parece como si con su intensidad contribuyera al último hálito de la madre moribunda, además de haber sido el agente que siega la vida del bañista tatuado que aparece muerto en la playa en el arranque del filme. Aceptar y no resistirse, insiste Kawase.

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2. Continuación

Hay dos secuencias breves particularmente extrañas en los primeros minutos del filme, misteriosas dentro de una narración que, con la salvedad de una pesadilla nocturna de Kaito, rompen su linealidad realista. En la primera de ellas, se nos presenta a Isa, madre de Kyoko, en la cocina del hogar, cortando unas piezas de verdura para cocinar. Es la primera vez que se nos muestra su rostro. Keyko, en el plano siguiente, entra en dicha estancia y esperamos, por la continuidad de la mirada de la madre hacia el exterior, que ambas se encuentren en el mismo espacio. Kyoko saluda: “Llegué”. Sin embargo, nadie responde en la cocina. En su encimera todo parece inmóvil y limpio. Apreciamos la sorpresa ante el desencuentro en el rostro de la muchacha.

La segunda secuencia a la que nos referimos se sitúa, poco después, en un santuario. Una oración en off acompaña el recogimiento de la madre de Kyoko en el templo donde practica sus rituales como chamana. Sin abandonarlo, un corte en el montaje nos muestra en el plano siguiente a su hija, que acaba de acceder a la misma estancia y se encuentra, no con su madre, a la que creíamos allí, sino a una anciana con la que mantendrá una significativa conversación. “Lo intento, pero no puedo comprender el sufrimiento de mi madre”, le dice Kyoko. La anciana, emisora del off anterior, le responde: “Pero sus pensamientos permanecerán en el mundo. No hay calor físico, pero queda el calor de su corazón. El calor de su corazón sigue dentro del tuyo”. En la secuencia siguiente, la madre de Kyoko despierta levemente sobresaltada tras la entrada de su hija en la habitación del hospital donde el doctor ha diagnosticado su muerte temprana, pasaje que será representado con una inusitada y conmovedora belleza.

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El preludio de su desaparición y la continuidad de su existencia a través de la hija permanecen implícitas en las dos secuencias descritas. Kawase anticipa sutilmente algo que quedará certificado en la conversación posterior entre madre e hija, donde esta le relata su visita al templo y aquella reafirma su falta de miedo ante la muerte, ya que conoce el lugar del que proceden los dioses. Acto seguido, la autora de Nacimiento/Madre (Tarachime, 2006) reincidirá en la idea de la maternidad como nexo inmanente y prolongación con los descendientes. El extraño efecto sentido, dado el raccord de continuidad espacial pero no de personajes, se debe precisamente a tal sustracción. Esa ausencia repentina prefigura su desaparición y genera una sensación casi fantasmagórica que podríamos comprender como los primeros instantes hacia la aceptación de una marcha definitiva, cuando los espacios aún acogen o están impregnados del rastro del ser querido. Rompiendo nuestras expectativas a través de este par de saltos inesperados, Kawase logrará hacernos partícipes con mayor intimidad e intensidad de las emociones desbordadas y aún en resistencia de la joven.

 

3. Coda: Colorful

El final de Aguas tranquilas permanecerá ligado en mi memoria con un cuadro representado en el largometraje de animación de 2010 Colorful (Karafuru, Keiichi Hara). En este otro filme japonés se narraba otro proceso de aceptación de índole metafísica, pero que abordaba de paso cuestiones bien terrenales: el alma de un adolescente suicida, Makoto, recibía una segunda oportunidad para habitar la tierra y asumir su vida tras haber rechazado o no haber sabido cómo afrontar determinados hechos familiares y escolares. El joven, diestro con el pincel, completará a lo largo de la película una pintura donde podemos ver un caballo sumergido en el océano. A él vendrá a sumarse una figura más indefinida, una presencia de aspecto mágico o sobrehumano. Quizás un ángel, quizás un niño. Pero tanto Keyko y Kaito en su zambullida final en el mar como el equino descrito parecen aspirar a lo mismo. Tras las duras experiencias de iniciación vividas, el aprendizaje se ha asentado y el nuevo objetivo es volver a tomar aire en la superficie para continuar nadando.

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Algunos datos sobre el contexto del filme o las circunstancias de su rodaje han sido extraídos del dossier de prensa de Aguas tranquilas disponible en la versión francesa de su web oficial.

 

© Covadonga G. Lahera, abril 2015