Arqueologías de la imagen cinematográfica

Cinco aproximaciones al cine primitivo

 
I. How it feels to be run over (Cecil Hepworth, 1900). Hepworth Manufacturing Company.

Plano único, trípode anclado, ángulo oblicuo. El encuadre busca y genera un trayecto. Podría decir una profundidad, pero el término está viciado. Si digo profundidad, me quedo en la superficie. Si digo trayecto, me sumerjo en la historia. A lo lejos, un carro viene hacia la cámara. La tracción es animal. Concluido el camino, el transporte abandona la imagen por el segmento derecho de la misma. Perfectamente sincronizado con este instante, cruzando el ecuador de la pieza, otro vehículo aparece en la distancia. La estela de polvo entorpece la visión, es ella, la espera inmóvil, el tiempo que pesa y el aire que pasa, quien dicta la escena. El panorama se aclara pronto y tarde. Pronto para poder identificar al nuevo protagonista, tarde para esquivarlo. Es entonces cuando el automóvil, que carece de tracción animal pero que será sancionado como atracción en sí mismo, rotula el filme.

¿Qué se siente al ser atropellado?, se pregunta. ¿Cómo enunciar la historia en primera persona del presente de indicativo? Yo, la cámara, juro ante la imagen, esto es, juro con la mano sobre mis entrañas, el fin y el comienzo de una nueva era. Respeto el camino del viejo equino, hago desaparecer el sonido de los cascos sobre el albero, mientras lo facturo al fuera de cuadro. Lo nuevo lo es tanto que ni siquiera luce la irresponsabilidad frenética del adolescente, se conforma con la torpeza y el pudor ausente del niño. El bebé que grita, gutural, mientras se lanza a la carrera, se tambalea y, finalmente, se estrella. Fatalidad prevista, destino escrito, garabatos blancos que alumbran el pantallazo a negro: estará encantado, será un placer. Caligrafía experimental donde la ironía conjura la mentira, es decir, donde la conciencia se separa del dispositivo; lo analiza. Más allá y más acá del aparato, la modernidad histórica que reconoce, asume y legitima el artificio.

Tras la serenidad vicaria del tren llegando a La Ciotat, la pieza de Hepworth establece un peaje al que solo accederá quien pueda y quiera ser catalogado como farsa: Uncle Josh at the moving picture show (Edwin S. Porter, 1902).

 

II. The Georgetown loop (Billy Bitzer, 1901). American Mutoscope & Biograph.

The Georgetown loop fue filmado en 1901 y registrado en 1903. La fecha es importante por algo que trasciende los problemas surgidos en torno a la propiedad intelectual durante la primera década y media del invento. Lo es porque se sitúa a medio camino entre el nacimiento y la culminación del microgénero del phantom ride. La pieza filmada por Billy Bitzer parece unir el fundacional The Haverstraw Tunnel (American Mutoscope, 1897) con A trip on the metropolitan railway from Baker St to Uxbridge and Aylesbury (Anónimo, 1910). Conecta el ingenio tecnológico con su desarrollo estético, a los rudos pioneros con las depuradas sinfonías urbanas, a la prosa con el verso. Sus primeros quince segundos son excepcionales. Ese cuarto de minuto compromete el auge y la razón de los Hale’s Tours. Ahí, en ese deambular automático que parece anunciar otra simulación, otro galope fantasma repetido, se desata una voluntad. La puesta en escena como voluntad de estilo, como frágil convivencia entre el libre albedrío estético y el determinismo mecánico.

Quiero decir, la elección del corte inicial, unida a la ubicación y al enfoque de la cámara, no tienen como propósito el registro inocuo del lugar, por exótico o conocido que sea. La cadena de elecciones se realiza en función del porvenir. Bitzer no solo contempla el antes, también el después. Ese momento donde todo tiende a la entropía es reconducido por la física, por un presente que discurre sobre raíles, por el futuro inmediato, por la idea de límite y descubrimiento. La voluntad de estilo genera entonces un conflicto entre naturaleza y paisaje, entre territorio y frontera. La capacidad de previsión de Bitzer amansa el tiempo. Si hiciéramos caso a Jacques Derrida, podríamos decir que el operador conjura el porvenir; lo piensa. Es decir, lo que está por llegar no es algo incontrolable, no está vendido al azar. La aparición de los vagones repletos de pasajeros saludando pañuelo en mano, no es quizá ni es potencia, es presencia. Una derivada de la manzana de Newton, lo que va a suceder porque tiene que suceder.

Asistimos a quince segundos de falsa sencillez donde se mezclan y se reelaboran el espacio, el tiempo y el movimiento. Bitzer quiere hacer, y para ello, confía en las leyes del universo. Bitzer no puede ser Dios, Bitzer es humano porque, simplemente, aspira al orden. Quiere y necesita practicar una de las pulsiones básicas del ser humano: predecir. Así pues, junto a la noción de voluntad, de futuro, de predicción, de sincronía y hasta de coreografía, cabe añadir la de observación y experiencia: Bitzer ha practicado el empirismo básico. El orden simple revelado como el paso previo a una puesta en escena compleja.

 

III. Les chiens et ses services (Anónimo, 1908). Pathé Frères.

Los orígenes del cine, incluidos sus antecedentes, están repletos de animales. Existe una relación evidente entre la historia de los dispositivos vinculados a la visión y, como decía Raymond Bellour, las animalidades. El animal deambula por el encuadre como el esclavo en un Triunfo Romano, como memento mori de una ceremonia perdida. Es su carne la que nos acompaña en el apogeo del invento para decirnos, en lengua extinta, que solo somos un hombre y que la imagen no nos salvará.

Nos situamos en 1908, poco después de que la relación cinematográfica establecida entre el perro y el hombre accediera al Paleolítico Superior gracias a Rescued by Rover (Cecil Hepworth, 1905). Allí donde el perro fue (re)domesticado de acuerdo al nuevo modelo de representación dictado por el espectáculo. Les chiens et ses services abandona la acción británica por la enseñanza gala. En ambos casos conserva su dosis de prosopopeya: el perro hace el bien porque, como todos creemos saber, ha sido instruido por otro animal virtuoso. El perro al servicio de un lechero, de un mendigo y de un pastor. Es en este último fragmento donde encontramos no tanto resistencias al nuevo modelo, como residuos del viejo. En plano general aferrado al suelo, observamos al pastor con su rebaño. El campo de visión es amplio para una fotografía, pero no lo suficiente para una serie de fotogramas. El trasiego animal desajusta la toma, el pastor sale de cuadro y, corte mediante, regresa al mismo.

Este gesto revela dos aspectos fundamentales del cine de los orígenes. Primero, la equivalencia momentánea entre fuera de cuadro (Jacques Aumont) y fuera de campo (Pascal Bonitzer). El área de visión no se siente aludida por lo que suceda allende sus fronteras. Si la abandonas, dejas de existir; solo eres habitante del campo si estás en el cuadro. Segundo, cuando colapsa la autarquía del encuadre, se instaura su dictadura. Es decir, si el cuadro no es capaz de atender a sus propias necesidades, se multiplica el nivel de control. Estamos ante otro ejemplo tardío del poder disciplinario del marco, el mismo que expuso de manera literal el jardinero de El regador regado (L’arroseur arrosé, Louis Lumière, 1895). El encuadre cinematográfico, y más en concreto su centro geométrico, erigido en lugar de escarnio, en cadalso, o lo que es lo mismo: en visión. Es ahí, en la prolongación de la pupila, donde acontece el castigo al disidente, donde comienza a librarse la lucha entre las fuerzas centrípetas del clasicismo y las centrífugas de la modernidad.

Otro de los mecanismos de control mencionados ya estaba presente y puede pasar inadvertido: la correa del perro. La atadura es signo y símbolo, muestra por duplicado de la previsión insuficiente para evitar el cambio de régimen. La correa es aquello que nos dice que todavía no podemos catalogar como puesta en escena cualquier tipo o serie de mecanismos de control. A su vez, la incoherencia que supone limitar el movimiento de un perro pastor, contamina otro debate futuro: la suspensión de incredulidad, la aceptación de lo verosímil por lo real.

 

IV. Fire! (James Williamson, 1901). Williamson Kinematograph Company.

https://www.youtube.com/watch?v=YgJ5AfdjgyU

Sucede en el cine y en el arte en general. Sucede en la historia y en la evolución de las especies. El progreso no es un concepto operativo, o al menos no lo es en su vertiente lineal. De la misma manera que los humanos modernos llegaron a compartir planeta, tiempo y lecho con otros humanos arcaicos, el cine que precede –y excede– la normalización del MRI (1904–1908, 1908–1915, 1915–1929) es una amalgama de especies, de híbridos y regresiones, de mutaciones y visiones, de fósiles vivos y discontinuidades que difícilmente pueden quedar englobadas bajo un mismo conjunto. En este caso, el Modelo de Representación Primitivo resulta insuficiente al dejar desatendidos los “avances” no sistemáticos, mientras que la teoría de atracciones sigue sufriendo su poso teleológico y su eterna tergiversación.

Tracemos una línea que enlace el mecanismo de control del perro de los Hermanos Pathè, con la voluntad predictiva de Bitzer, hasta llegar a esta planificación de James Williamson. El trazo, por desgracia, no es una escala, sino un quiebro que dibuja la posibilidad y quién sabe si la necesidad del retroceso. Es una línea, ciertamente, pero su trazo no está sujeto a la perfectibilidad del progreso estético y tecnológico. Una de las razones para considerar la escena de Williamson como una muestra genuina de puesta en escena, radica en que el director abandona la lógica del deseo, por la de los hechos. Aunque la física le dé la razón, necesita un plan; necesita, él sí, ser Dios. Y como dijo el sabio, Dios no juega a los dados. La puesta en imágenes de Williamson se asemeja a la conjugación del verbo crear. Como sucedía con Bitzer, se parte de un razonamiento a priori que, en este caso, queda trascendido. Más allá de que Bitzer no fuera el responsable de la construcción del ferrocarril y de que Williamson pudiera serlo del decorado, la diferencia radica en la capacidad para establecer y modificar las normas, incluidas las referidas a la mirada del espectador. Así se podría establecer una transición conceptual entre el lugar y lo profílmico, entre el registro y la filmación, y quizá la más importante, entre atracción (mirada externa) e identificación (mirada ubicua).

La escena está modulada no solo por el fuego, también por la tela que arde y por el bombero que la sofoca. Williamson, en otro alarde de historia evolutiva, cocina la imagen gracias al fuego. Que la habitación permanezca cerrada al exterior es decisivo para que funcione su apertura. Arde la imagen y con ella el tiempo y el espacio. La aparición del bombero supone una explosión narrativa derivada de la acumulación temporal precedente. Pero también derivada de la duplicación espacial desvelada: la latencia del campo y su conversión en cuadro mediante un segundo término en sobreencuadre. Cuidado, un segundo término que no debe confundirse con una profundidad de campo. Estamos ante un plano ópticamente chato, y sin embargo, narrativamente profundo. No se trata de una cuestión de tecnología, sino de elaboración conjunta. Porque en cinematografía, ser Dios implica la obligación y la sabiduría de delegar. Y de hacerlo en alguien más carnal que las leyes de la física. Amén de otra derivada pasajera y no culminante del Deus ex machina, los visillos de Williamson dejan entrever el próspero futuro de un microgénero silente de éxito: el last minute rescue.

Nótese que excluyo del análisis la recurrente comparativa entre la pieza de Williamson y las dos versiones (duplicación vs. cross–cut) de Life of an american fireman (Edwin Porter, 1903). (1)

 

V. A corner in wheat (David W. Griffith, 1909). American Biograph Company.

La admiración que sentía Eisenstein hacia Griffith, no se limitaba a las grandes obras de los años diez. Bien podría adelantarse a determinadas imágenes de la década anterior. Presento esta mínima ilustración con la misma intención que las anteriores: sembrar la incertidumbre sobre los modos de representación asumidos de manera acrítica. En este caso aquellos que, una vez establecido el incremento y la variedad de planos, afectan a la técnica de montaje. Considerar que el árbol de la edición se abre en dos ramas donde lo analítico se opone a lo dialéctico, donde el movimiento prevalece sobre la composición, donde el todo no contempla la parte y la continuidad solapa la ruptura, es funcional pero engañoso. Gracias a este Griffith temprano podemos apreciar que la continuidad no es patrimonio del movimiento, que hay que mirar más allá de las diferentes formas de rácord. Que la continuidad puede estar asentada sobre su contraria, que la fluidez puede apoyarse en criterios compositivos que enlatezcan el corte y que las acciones simultáneas típicas del montaje paralelo no siempre se ejecutan a la carrera.

Griffith, como Eisenstein, era profundamente maniqueo. Y todos sabemos que para adornar ese concepto invocamos a la dialéctica. Cuando en los talleres de la Biograph montaron estas dos imágenes, nadie esperaba que de ellas surgiera una síntesis que resolviera el enfrentamiento. Griffith las compuso y las filmó sin esperar que del choque se desprendiera una tercera imagen, una idea superior que reconciliara los términos de la narración, y qué decir de los términos del mundo. La intención era unívoca: la colisión, el conflicto en estático, la exposición de los segmentos que amputan y de la diagonal que lacera, la causa y el efecto en contigüidad, aquello que se relaciona sin tocarse, los segundos y los hombres congelados en un alarde de pura razón geométrica sustraída del movimiento. Este maravilloso ejemplo de lo que luego se denominará match–cut contiene, no obstante, una vibración, un temblor del tiempo, un devenir, esto es, un metarrelato histórico: la lucha de clases.

Griffith, como el personaje de su película, siembra entre planos. De ese surco, del intervalo que media entre la diseminación, la faena y el fruto, se valdrán Vertov y Eisenstein. Este último incorporará la dimensión rítmica y convertirá las parejas de planos en tríos encadenados. En cuanto a su valor humano y compositivo, será determinada vertiente social del cine de la República de Weimar quien desarrolle ampliamente la propuesta.

 

© Roberto Amaba, enero de 2019

 

(1) GAUDREAULT, André, “Detours in Film Narrative: The Development of Cross–Cutting” en Cinema Journal, vol. 19, nº 1 , otoño de 1979, pp. 39–59.

* Este texto es la adaptación de un extracto del seminario impartido por el autor: Arqueologías de la imagen cinematográfica. En las fronteras de los modelos de representación.