Alegrías de Cádiz

Cada vez que estoy enamorado creo que es para siempre

 

Sé de un lugar
para ti.

Abre tu corazón
que hoy vengo a buscarte,
amor

Triana

 

Las alegrías son un palo del flamenco puramente gaditano. Su origen data del siglo XIX y recogen perfectamente el alma de la ciudad y sus alrededores portuarios: su carácter es eminentemente festero y se esfuerzan en animar a bailar a todos aquellos que las escuchan. Parece difícil distinguir si este espíritu gaditano es propio de la ciudad y trata de ser atrapado en cada una de sus manifestaciones musicales autóctonas o por el contrario nace secretamente del propio arte. Solo una cosa parece ser cierta: cuando escuchamos a un cantaor flamenco, a las agrupaciones de chirigotas, a los cantautores románticos o a los conjuntos femeninos de flamenco-rap, sus voces siempre están puestas al servicio de la búsqueda de una especie de catarsis comunal alrededor de un baile posible. Un baile totalmente indefinido, pero que sin embargo se presenta como un valor porque trata de colocar a los cuerpos normalmente inmóviles dentro de un movimiento alrededor de una voz y una música concretas. La ciudad de Cádiz es una ciudad que facilita la creación de un lugar donde el baile podrá, tal vez, ocurrir. Es decir, un baile que no debe considerarse como un acontecimiento, sino una probabilidad, algo que podrá llegar a ser. En Cádiz no es que se baile a todas horas, sino que se puede llegar a bailar. Por lo tanto, en realidad, no estamos hablando de un espacio, sino de un tiempo. Ese tiempo no se corresponde con un tiempo cronológico, sino que representa el tiempo en que el tiempo tarda en acabarse. Un tiempo que podría ajustarse a la idea de tiempo Mesiánico de Giorgio Agamben (1): el tiempo que el tiempo emplea en cumplirse.

Alegrias-de-cadiz_

Cada una de las películas realizadas por Gonzalo García Pelayo bien podría definirse como el tiempo en que se despliega la tentativa de una historia. Una narración que desea llegar a ser algo: conseguir ajustarse a la idea de cierta estructura narrativa heredada del pasado. Desde su segundo largometraje, Vivir en Sevilla (1978), sus trabajos se presentan como una especie de material pro-fílmico con diversos motivos (el folclore, la música popular, las entrevistas a los personajes que podrían llegar a protagonizar sus películas, el espíritu poético, el juego, las imágenes puntuadas por frases recurrentes…) circulando por espacios perfectamente acotados como Sevilla, una playa frente al mar, el Camino del Rocío y ahora Cádiz en los que se trata de llegar a cumplir con la historia. El movimiento de todo este material siempre aparece organizado entorno a hombres profundamente preocupados por el ocio y las mujeres. Buscan, yendo de mujer en mujer, a una mujer. Es decir, un ideal a partir del cual podrán construir esa historia deseada. Porque, como se sabe, estar enamorado no significa otra cosa que comenzar a edificar una historia entre dos. Antes fueron Miguel (en la citada Vivir en Sevilla, pero también en Escenas de pareja frente al mar (1978) y Corridas de Alegría (1982)) o José (Rocío y José (1982)); y ahora, en Alegrías de Cádiz (2013), es Jeri quien toma el relevo de esos hombres que le precedieron hace treinta años (justo antes de que García Pelayo decidiera hacer un punto y aparte en su carrera como director (2)) para comenzar a descubrir los problemas originados por ese Amor del que, en el fondo, estamos hablando.

Como se sabe, el Amor siempre comienza en lo físico, se cultiva en lo afectivo y culmina en lo espiritual. Y pocas veces, por no decir ninguna, se logra encontrar en la misma persona las necesidades de cada estadio del sentimiento. Aún así, todo hombre enamorado trata de sublimarlos en la figura de una mujer. Se trata, sin ningún tipo de dudas, de un autoengaño condenado al fracaso. Y Jeri es consciente de ello en cada momento que comparte con Pepa: una mujer interpretada por cuatro actrices diferentes, de las que Jeri absorbe su particular alegría para llenar la nada en la que vive instalado cuando ella(s) no están. Así, en los mementos en que el protagonista no está compartiendo momentos de intimidad con ella(s), la(s) busca por la ciudad de Cádiz; como si fuera la reencarnación del Miguel de Corridas de alegría (1982) en aquel viaje que le llevó por media Andalucía buscando a su novia, que había sido secuestrada por el hombre que le había metido en la cárcel. Como Jeri, buscaba la vida, la viveza en el propio movimiento de su búsqueda. Porque solo en ese desplazamiento, en ese devenir continuo, podía toparse con el estado de bienestar luminoso que hoy parece ausente en cada una de nuestras vidas.

Fernardo Arduán

Es curioso que en este movimiento aparentemente nihilista de Jeri, siempre haya tiempo para la observación de un fenómeno cultural, artístico o histórico. Lo musical de la ciudad resulta lo más aparente: ahí están las agrupaciones de chirigotas preparando el carnaval en el que nos sumergiremos de lleno a lo largo de la segunda mitad del filme. Y, cómo no, el descubrimiento de Fernando Arduán, un tremendo cantautor que ha compuesto la banda sonora de la película y a quien, sin duda, se le prestará mucha más atención en el futuro, como ya sucedió con esos grupos del llamado Rock Andaluz (Triana, Goma, etc.) a los que García Pelayo produjo durante la década de los 70, y empleó en las bandas sonoras de cada unos sus filmes. Pero el devenir de Jeri también rescata de la historia a los grandes nombres olvidados que también alberga la ciudad: Chano Lobato y, sobre todo, el flamencólogo Fernando Quiñones. Nombre, este último, que García Pelayo salva para traer al presente su actualidad, como ya lo hiciera en 1975 con Manuel Halcón en su debut Manuela (1975). Mientras tanto, una voz en off puntúa las imágenes de la misma manera que las frases recurrentes que aparecen puntuando y subtitulando algunas escenas claves de Alegrías de Cádiz. Recursos, rasgos del particular estilo de García Pelayo, que se muestran igual de determinantes en su retorno a la dirección: voz y palabra intentan unirse primero entre ellas, y después con todas las demás voces y palabras que pueblan el film en sus diferentes capas, tratando de conseguir articular un movimiento común.

Apuntábamos que el trayecto de Jeri es aparentemente nihilista: como declara en varios momentos del filme, solo le interesan el ocio y las mujeres. Debemos subrayar ese ocio al que García Pelayo ya prestó atención en sus primeros trabajos. Cuando comenzó a filmar en la década de los 70, el trabajo dejaba de ser un valor determinante para conferir una identidad a la vida. El tiempo le dio la razón; hoy, pese al contexto social, la preocupación principal de la ciudadanía podría responder a la pregunta de ¿qué hacer con el ocio y el tiempo libre? Incluso la política se ha convertido en una actividad más para rellenar las horas muertas (fijémonos, por ejemplo, en las manifestaciones ciudadanas que, por lo general, se convocan una vez terminada la jornada laboral o en domingo). Pese a todo, en ese ocio vacío que consumimos a duras penas y suele dejarnos insatisfechos, se halla escondida la potencia para una nueva política, para esa acción colectiva posible que tanto se desea en nuestros tiempos. La política que viene, como sabe perfectamente la publicidad, nace en y del tiempo libre.

El baile como nueva esperanza política: no hay ninguna actividad humana que consiga poner en marcha al cuerpo en mayor medida, reconstruyendo dentro de un movimiento común el entuerto al que ha sido reducido. Desde Deleuze, somos “un cuerpo sin organización, sin verdad, sin elementos preexistentes, definido solo por los cambios de intensidad de las potencias que lo componen y que afectan a su naturaleza” (3).

Jari_alegrías de cádiz

El baile como nueva esperanza política: pocas actividades humanas son tan propias del ocio y el tiempo libre. Se suele entrenar en academias y gimnasios, y toda fiesta que se precie (popular, patronal, de discoteca o concierto) alcanza su éxito cuando las masas congregadas consiguen articular un baile grupal. Normalmente, ese baile se muestra como vacío; las masas reculan, se deshacen, dan la vuelta sobre sí mismas cuando la música desaparece. Pero algunas veces, bailando juntos se logra alcanzar un estado íntimo y secreto de comunidad. Entonces, ese movimiento confuso, como muy bien sabían los Shakers, comienza a parecerse al movimiento que se produce en algunos disturbios, que tienen mucho de carnavalesco. Ese movimiento es también el que se articula sobre el arte de las metonimias musicales. Como ha apuntado William Washabaugh (4), “Las metonimias musicales son comportamientos que ponen de manifiesto la política y que actualizan donde quieran que la música motiva acciones capaces de canalizar intereses y resolver conflictos. Mediante la acción metonímica, los cuerpos hacen política sin darse cuenta mientras disfrutan de la música. A diferencia de las metáforas, que actúan siempre desde cierta distancia, las metonimias practican la política desde la proximidad y el contacto, y, de un modo crucial, ese contacto es muscular y no mental, corporal y no conceptual”.

La metonimia musical busca el diálogo y el vínculo secreto entre los cuerpos. Estas relaciones sociales no son solo, ni esencialmente, una cuestión de conciencia para Washabaugh: “Son primera y principalmente, relaciones sentidas o experimentadas. Para producir coherencia, resulta necesario sugerirla, convertirla en un aspecto de la interpretación o de la sensación en general con objeto de conferir sentido al acontecimiento sin exponerla, al mismo tiempo, a la plena luz de la conciencia”.

Desde que Manuela bailara sobre la tumba del asesino de su padre, todo el cine de García Pelayo se ha empeñado en encontrar la manera de convertir el baile en un baile. De esto, en el fondo, hablará todo el cine que viene. Aunque suene un tanto iluso.

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(1) AGAMBEN, Giorgio. El tiempo que resta
(2) Me cito a mí mismo para contextualizar su filmografía
(3) DELEUZE, Gilles. El Anti-Edipo: Capitalismo y Esquizofrenia
(4) WASHABAUGH, William. Flamenco: pasión, política y cultura popular