A Spell To Ward Off the Darkness

Inventar una utopía

 

Prólogo: Un lago, entre la oscuridad de la noche y las primeras luces del amanecer. El sonido del viento pasando a través de los árboles, convertido poco a poco en una composición coral, una polifonía de voces.

Primer acto: El crepitar de una hoguera. Una comuna compartida por adultos y niños. Un espacio en el que conversar, trabajar y convivir. En el que contar anécdotas y deambular desnudo.

Segundo acto: Un hombre negro, al que reconocemos del anterior acto. Remando a través de un lago (¿el mismo que vimos en el prólogo?). Adentrándose en el bosque. Habitando una cabaña. Solo. Unta su rostro con ceniza blanca y prende fuego a su hogar.

Tercer acto: Una sala de conciertos. Ahora, el hombre actúa como cantante de una banda de black metal. El público contempla, estático (¿extático?). Antes de que la actuación finalice, el hombre abandona el escenario, se dirige al camerino para borrar el maquillaje de su cara, y sale a la calle, perdiéndose en la oscuridad.

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Todo lo que ofrece A Spell To Ward Off the Darkness (Ben Rivers y Ben Russell, 2013) se encuentra en las líneas anteriores. No hay revelación al final del camino, ni significados ocultos con los que devanarse los sesos. Un hombre deteniéndose en distintos escenarios, contemplando varias formas de habitar el mundo de manera más o menos harmoniosa, ya sea solo o acompañado. Aun así, es difícil resistir la tentación de dar la vuelta a las imágenes de la película codirigida por Ben Rivers y Ben Russell para buscar capas de sentido adicionales. Es el vicio de la sobreinterpretación en el que este crítico incurrió queriendo forzar el encaje entre el filme y Los muertos (2004) de Lisandro Alonso. El parentesco vino dado por el hecho de que ambas películas estén protagonizadas por un hombre que transita por diversos paisajes, entablando una relación de acercamiento y distancias con sus semejantes y con el entorno. Y, sobre todo, porque ambas prestan una atención meticulosa al sonido de los espacios salvajes en los que se desarrollan; una banda sonora asaltada en momentos clave por una música extrema, heridora. Una trepanación sónica que, según el director argentino, ocurre en el interior de la cabeza de su protagonista: es el ruido que lo ofusca, el espectro de los muertos que arrastra su conciencia.

El problema de leer en paralelo A Spell To Ward Off the Darkness y Los muertos es que las relativas semejanzas de su superficie nos acaban llevando a un punto ciego que amenaza con tapar lo evidente: en la película de Rivers y Russell no hallamos la violencia que sí posee la de Alonso. Se trata, de hecho, de un trabajo rebosante de «optimismo oscuro» (esa es la expresión con que los autores definen su estado de ánimo), incluso luminoso. Es algo que porta implícito su propio título: un conjuro para ahuyentar las sombras que contempla la historia del cine como una ensoñación y como un ritual, tal y como señaló Dan Barrow (1).

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La paradoja de la película reside en que, pese a pretender alinearse con una tradición fílmica mágica, está construida casi exclusivamente a partir de acciones apegadas a una cierta idea de cotidianidad: preparar una comida, leer un libro, pescar… Puntualmente, los directores se permiten realizar alguna licencia ilusionista —las chispas de una hoguera convertidas por el corte del montaje en el vuelo de unos insectos— o se recrean en anécdotas delirantes —para ilustrar la comodidad y confianza mutua que presidía la comunidad en que vivió anteriormente, un personaje explica que él y sus compañeros tenían la costumbre de formar cadenas humanas introduciendo un dedo en el trasero del prójimo—, pero lo que predomina en ella es el peso de un tempo que avanza de manera parsimoniosa. Esto permite al espectador perderse en su deriva, si así lo desea, del mismo modo en que el personaje principal se aleja de la comuna para probar la soledad; si bien termina recuperándolo de toda distracción en el último tramo, el cual fija la atención a base de un volumen atronador y de los llamativos primeros planos del grupo blackmetalero, cuyos miembros llevan el rostro convenientemente embadurnado en corpsepaint, convertidos en feroces máscaras blancas sobre un fondo negro.

Desde esa perspectiva, el interés de A Spell To Ward Off the Darkness no pasaría de la limpia aleación entre el encuadre de los espacios abiertos propios de Rivers y la idea, tan afín a Russell, de que la música en directo apela a un estado de consciencia alterado. Eso daría a la película una forma no muy distinta a la de los programas de cortometrajes con que los directores suelen presentar su obra, buscando para la ocasión algún eje temático. La utopía, esa noción que tan orgullosamente se cuelga el filme, sería entonces un simple Mcguffin con el que atar sus tres segmentos, sin lograr sostenerlos del todo: eso es especialmente notorio en el primer tramo de la película, demasiado disperso como para comprender el funcionamiento de la comunidad que pretende retratar.

El aspecto más problemático de A Spell To Ward Off the Darkness sería, de hecho, que todo en ella parece responder a un diseño trazado de antemano, hecho de tres conexiones algo caprichosas: las utopías, obviamente, la fascinación por los paisajes del norte de Europa (la película transcurre en Estonia, Finlandia y Noruega) y la tentación de coquetear con los extremos musicales. La superficialidad de este mapa de relaciones queda resumida en el cierre del segundo acto, que muestra la cabaña del protagonista ardiendo; un intento de guiñar el ojo a los incendios de iglesias que dieron fama al black metal y que anticipa la siguiente secuencia (pese a todo, la imagen posee la belleza mesmerizante propia de todo plano que incluya una casa en llamas).

La ingenuidad con que la película despliega su entramado conceptual acaba siendo redimida por la afinidad que encuentran los directores para potenciar no tanto aquello que separa sus respectivas personalidades como la zona en que convergen sus miradas: la deliberada traición del registro documental, que introduce su cine en una zona mucho más incierta. Si en Two Years At Sea, Rivers quiso incluir en las rutinas del músico folk Jake Williams una serie de ensoñaciones que no se distinguían de lo real, en Black and White Trypps Number 3 Russell filma al público de un concierto de Lightning Bolt como si se tratara de una colectividad poseída por una fuerza superior. Curiosamente, y a pesar de su carácter de hechizo, A Spell To Ward Off the Darkness no llega a la ambigüedad por la vía de lo fantástico, sino por un procedimiento mucho más elemental, basado en la elección del sujeto que se decide colocar en plano.

El hombre que pasaría por el protagonista del filme es el músico Robert A.A. Lowe, más conocido por el alias de Lichens. En sus conciertos, Lowe ejercita una suerte de drone vocal, al proyectar el sonido de una voz sin lenguaje en el tiempo.  Su arte habría encajado bien en la película (así lo demuestra el prólogo), pero Rivers y Russell descartan mostrarlo en acción y lo obligan a permanecer en silencio, realizando acciones que no le son propias, como convivir en  una comuna (que comparte con otros músicos, como Taraka y Nimai Larson de la banda Prince Rama) o aislarse en el corazón del bosque. Finalmente, los directores le dan la oportunidad de subir a un escenario, pero para practicar un género que le es también ajeno, el metal, para probar cómo suena su garganta al lado de los instrumentos de Nicholas McMaster (Krallice), Hunter Hunt-Hendrix (Liturgy) y Weasel Walter (The Flying Luttenbachers). De esta forma, Lowe aparece en la película como una figura que se encuentra a medio camino entre su persona real y un personaje ficticio.

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Uno vuelve a pensar entonces en Los muertos y en la forma en que el asesino de la ficción se alimentaba de los gestos y de las habilidades del hombre que lo interpretaba, Argentino Vargas; entonces se da cuenta de que quizás su intuición no iba tan errada al conectar A Spell To Ward Off the Darkness con el cine de Lisandro Alonso. Tanto en la una como en la otra existe el deseo de emprender un viaje junto a una persona, el actor, llevándolo hasta un lugar que jamás habría conocido si no fuera por el cine. Esa es, en el fondo, su intervención, su magia: inventar una imagen, una situación que no existía hasta entonces. La comuna del filme es ficticia, pero sus integrantes estuvieron conviviendo antes y durante el rodaje; acostumbrándose los unos a los otros, adoptando rutinas y repartiendo tareas. Tampoco existe el grupo de metal en que interviene el protagonista, pero es innegable que cuando los músicos tocan juntos, están produciendo algo real. Pequeñas utopías que la cámara crea al pronunciar su conjuro, haciéndolas visibles por un instante, antes de que la oscuridad las vuelva a atrapar.

 

© Gerard Casau, junio 2014

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(1) Dan Barrow: Open Invocation. En The Wire nº357, noviembre 2013 P.18-19