La Biennale di Venezia 2012

No-crónica dispersa a propósito de La Mostra di Venezia (y su redefinición en 2012)

 

No se asuste el lector por el título del artículo, porque este es sin duda más bien fruto del carácter híbrido e indefinido del texto resultante (y de la natural incapacidad de quien esto firma para encontrar buenos títulos) que de la complejidad del enfoque que propone. Han pasado ya varias semanas desde que concluyese la 69 edición del festival de cine más antiguo del mundo y no parece un mal momento —diluido ya el inevitable entusiasmo que despierta en nosotros, afortunados visitantes, la posibilidad asistir a las premieres mundiales de algunas de las películas más deseadas de la temporada por la cinefilia— para un comentario sobre lo que la última edición ha venido a significar en lo tocante a la compleja situación que viven actualmente los festivales de cine (y el propio cine), y para dar asimismo cuenta de algunos de los principales cambios que hemos observado en la estructura de su programación respecto a las ediciones anteriores. A todo ello sumaremos reflexiones recurrentes sobre nuestro movedizo presente, en las que resulta inevitable incluir detalles personales que marcaron la que fue nuestra tercera expedición por tierras venecianas, de nuevo con la doble condición de analistas y programadores cinematográficos, labores ambas que  a menudo reclaman un acercamiento al material audiovisual mucho más divergente de lo que pueda parecer desde cada uno de sus respectivos prismas.

Si la edición de 2011, la última dirigida por Marco Müller, nos había hecho poner unas expectativas realmente altas en su programación (por lo que, inevitablemente, concluyó por decepcionar un poco), la de 2012, con Alberto Barbera de nuevo al frente, se agarraba con fuerza, como bien comenta Carles Matamoros en su crónica para esta misma revista, a los nombres de Paul Thomas Anderson, Brian de Palma y Terrence Malick. A ellos me atrevería a añadir, en mi caso, el de Harmony Korine, cuya nueva propuesta, Spring Breakers, esperaba que sirviese de revulsivo irreverente (algo que concluyó por ser, aunque de un modo bastante distinto al esperado), así como el de Olivier Assayas, cuya Après Mai fue, a mi modo de ver, injustamente minusvalorada por buena parte de la crítica (sobre todo, y lo que es más doloroso, por algunos de los teclados más habitualmente atentos y abiertos de miras), que no fue capaz de apreciar la vertiente didáctica de una obra que consigue serlo sin caer en el simplismo ni renunciar a la estilización visual propia de los trabajos anteriores de su director.

Gracias a estos títulos clave, el festival se aseguraba el interés del grosso de los medios internacionales más o menos especializados, hasta el punto de que, mientras deambulábamos por el Lido, nos llegaron noticias de primera mano (desde la siempre fiable fuente de información que representa el compañero Manu Yañez) sobre la decisión de varios relevantes articulistas foráneos de hacer una visita relámpago al Festival. Su objetivo: visionar la misteriosa y emocionante The Master unos días (en realidad horas) antes de su pase en el Festival de Toronto, cuyo arranque se solapa con el tramo final de Venecia y provoca la desbandada de buena parte de los periodistas extranjeros acreditados. Un éxodo al que nos unimos en esta ocasión (abandonando el Festival el jueves), con la inesperada consecuencia de comprobar, una vez anunciada la programación definitiva, que Passion se iba a proyectar en su segundo fin de semana, lo que nos privó de disfrutar del nuevo largometraje de Brian De Palma. Corolario: siempre es arriesgado abandonar certámenes como los de Cannes o Venecia antes de que concluyan, ya que, aunque los estrenos más sonoros suelen acumularse al principio, uno puede encontrarse no obstante con joyas escondidas incluso en la gala de clausura, algo que nos había sucedido en 2011 con la inclasificable Damiselas en apuros (Damsels in Distress, Whit Stillman).

En el amplio artículo que escribí (no sin muchas dificultades para poder terminarlo) con motivo del Festival de Venecia 2011, incrusté entre reseña y reseña, sin previo aviso, un texto en el que el maestro Carlos Losilla mostraba su creciente interés por el cine que desafía abiertamente a nuestras capacidades de comprensión y análisis racional. Pues bien: si uno atendía a la programación que había presentado el Festival de Locarno un mes antes, era evidente que la sección Orizzonti de Venezia 2012 no iba a contar con algunos de los nombres clave que habitualmente solían incluirse en este apartado. En él acostumbraban a tener cabida algunos de los cineastas más notables del cine experimental contemporáneo, lo que constituía un soplo de aire fresco y, sobre todo, daba cobijo a esas películas que no nos ofrecen lo que esperamos y, en muchos casos, apelan directamente a nuestra percepción empírica prescindiendo de toda lógica tradicional.

Porque, con excepciones entre las que podríamos citar a Korine (que da un salto a territorios inexplorados en su filmografía, aunque no en su carrera), o incluso a Susanne Bier (con Love is All You Need presentó al fin una comedia romántica indisimuladamente canónica, dando portazo a todas las ínfulas autorales de sus trabajos anteriores –Dogma inclusive–),  el visionado de la mayoría de películas se ajustó bastante a los parámetros que cabía esperar de ellas conociendo los trabajos anteriores de sus responsables. Por supuesto, esto no anula su calidad, como en el caso de Manoel de Oliveira, cuya mirada inquebrantablemente radical en Gebo et l’ombre recuerda,  más que nunca últimamente en su cine, a la de algunas de sus películas de los 80 y 90. Pero la admiración, incluso acompañada de entusiasmo, con que recibimos muchas de estas películas ya no provocó en nosotros un cataclismo interior, tal y como ocurría hace unos años cuando descubríamos autores y filmes que desafiaban las convenciones y géneros del mainstream (para esto era necesaria, claro está, la existencia de un mainstream verdaderamente fuerte).

Si cada vez parece más difícil encontrar cine que nos pueda conducir por veredas intransitadas (o que, al menos, seamos capaces de percibir como tales), por otro lado las diferenciaciones entre, por emplear la dicotomía clásica, el “cine comercial” y el “de autor”, cada vez son menos útiles en lo tocante a su vigencia como espejo de la realidad (una operación tal vez imposible a estas alturas, ya que diríase que la propia realidad se nutre directamente de sus propias ficciones cada vez con más fruición, hasta el punto de que ambas confluyen en un todo inextricable). En este punto es inevitable volver a la figura de Carlos Losilla, uno de los profesionales del medio que mejor está intentando leer el presente desde el momento en que decide incorporar al meollo de sus escritos esa dificultad para teorizar unívocamente sobre cine de la que ya dejó muestras escritas —aunque no he podido encontrar el artículo exacto (disculpe el lector)— hace más de un lustro, cuando aseguraba que, en el futuro, cada vez sería más difícil establecer certezas sobre las imágenes en los términos en los que era habitual hacerlo por aquel entonces.

Por supuesto, la crisis de las herramientas que han venido permitiendo el análisis racional del cine también tiene su correspondencia dentro del universo de la creación audiovisual. En la crónica del año pasado comentábamos la actual crisis creativa (o, al menos, productiva) de David Lynch y Jean-Luc Godard (cuya última película se titulará Adieu au language). Pero no es necesario llegar al ejemplo del cineasta que no rueda (o lo hace con menor frecuencia), sino solo ser capaz de admitir que, aunque nos guste su último filme, al final también Assayas se repite de algún modo respecto a su propia filmografía y al cine francés anterior (tratando de invadir un espacio ya magníficamente explorado por Eustache o Garrel). Korine, por su parte, viaja a un territorio cercano a la MTV, Tarantino o incluso al Red State de Kevin Smith (quien, por cierto, acaba de anunciar su intención de abandonar el cine tras una segunda secuela de Clerks). Y la excelente película de Paul Thomas Anderson no deja de ser,  al igual que Pozos de ambición (There Will Be Bloood, 2007), un nuevo recorrido del director por la gestación idiosincrásica de los Estados Unidos, mientras que en To the Wonder, Terrence Malick insiste en las marcas estéticas (que reciclan elementos propios del lenguaje publicitario con una intención ascético-panteísta) ya profusamente empleadas en la parte central de la mucho más ambiciosa El árbol de la vida (The Tree of Life, 2011). Por poner un último ejemplo, Me Too, último largometraje del ruso Aleksei Balabanov (que también asegura haber entregado con él su obra final), es un plato que posiblemente solo pueda ser paladeado con todas las garantías por los connoisseurs del cineasta, pues solo ello permite disfrutar plenamente, además del memorable cameo que protagoniza el director, de una pieza que se atreve a reformular a compatriotas como Tarkovski desde el más desenfadado espíritu punk, haciendo gala de una óptica terminal que lanza un ostensible corte de mangas a (todo e)l mundo. Una actitud que, desde luego, tampoco coge desprevenidos a sus admiradores.

Pero, volviendo a la 69 edición de Venecia y, en general, a la vigencia del concepto tradicional de certamen cinematográfico, se imponen, más que nunca, las siguientes cuestiones: ¿Qué tipo de cine ha de proyectarse en un festival? ¿Debe una programación ser coherente e incluir únicamente películas de, digamos, un mismo corte homogéneo? ¿O es preferible, por el contrario, que combine modelos de producción diversos, dando cabida a propuestas susceptibles de llegar a un público amplio, junto con otras de mayor riesgo? Si a todo ello se le añade el asunto de la llamada crisis económica, la pregunta se hace aún más difícil de responder. Lo que está claro es que, este año, la Mostra veneciana ha apostado, al menos aparentemente, por una mayor uniformidad en sus criterios de programación, lo que unido a su voluntad de supervivencia mediática –que probablemente siga dependiendo de que determinadas personas pisen la alfombra roja del Lido–, convirtió en testimoniales las aportaciones de cineastas que se expresan en primera persona y/o transitan el territorio mutante de la no-ficción. Con todo, justo es decir que se pudieron ver trabajos como la sorprendente Lullaby to My Father, de Amos Gitaï, que construye un arduo pero sugerente rompecabezas donde encaja su memoria personal con la histórica,  o El impenetrable (Daniele Incalcaterra & Fausta Quattrini), que parte de una anécdota particular para ofrecer sabrosa información sobre el reparto, la especulación y el control de los latifundios en Paraguay.

En lo que concierne a las secciones, la desaparición del Controcampo Italiano, donde convivía un variado espectro del audiovisual del país, provocó un ligero aumento de la presencia de filmes italianos en el resto de secciones del festival, algo que no fue, por lo general, bien acogido por los medios extranjeros. Con todo, hubo alguna que otra sorpresa entre las representantes italianas. Y no nos referimos únicamente a la presencia de una película como È estato il figlio (Daniele Ciprì) en Sección Oficial (sería injusto negar que este tipo de cosas también acontecían durante la dirección de Müller), o toparnos con un filme como L’intervallo (Leonardo Di Costanzo) dentro de Orizzonti (si bien la película obtuvo más de un apoyo crítico), sino a la inclusión de un filme como Il gemello (Vincenzo Marra) dentro de la Giornate degli autori – Venice Days, sección que suele pasar completamente desapercibida para la mayor parte de los cronistas, que no suelen dar abasto al tener que cubrir la Sección Oficial, además de determinados pases fuera de concurso. Sin embargo, es la de Marra una película que, sin fariseísmos, enarbola la bandera de la calidez humana y, en la vena de Rossellini, trasciende cualquier mirada paternalista para acercarse a los reclusos de un centro penitenciario napolitano con la distancia adecuada y, por tanto, también con el respeto preciso. Fue realmente gratificante, y no poco inesperado, encontrarse con un filme así en secciones de la programación que casi podríamos considerar “complementarias”, dada la dimensión global del festival.

Para concluir, destacar que otro aspecto inopinado de esta edición del festival recayó en el cuantioso crecimiento de la calidad artística dentro de la International Critic’s Week, que con la selección de obras como Eat Sleep Die (Gabriela Pichler) –una intachable película sueca que ya habíamos tenido oportunidad de descubrir en un pase de mercado durante el Festival de Cannes–, A Month in Thailand (Paul Negoescu) o Mold (Ali Aydin), consiguió rivalizar e incluso superar en audacia y capacidad de emoción a algunas de las propuestas que formaban parte de las principales secciones a concurso.