Tony Scott: tendiendo puentes

El hombre que paraba locomotoras y tendía puentes


2012 puede ser quizá, como asegura Kubelka, el año más infausto para el cine. Lo cierto es que, en Noruega (y esto es solo el principio), no pueden ver Arnulf Reiner. Pero, lo que es seguro, es que es el año del fin de la vida de varios cineastas (como cada año, por lo demás, en esa rutina mortuoria cinéfila): Theo Angelopoulos, Raúl Ruiz y Chris Marker. Con ellos fenece, en cierta manera, una porción del cine. La muerte de estos indomables es una pequeña hecatombe cinematográfica. Y un signo delicuescente y de época.

2012 es también el año de la muerte de Tony Scott, acontecida el pasado agosto (ver el panegírico que Miguel Blanco le dedicó, y del cual este texto es un complemento). En sus últimos films, a los que aquí prestamos atención en exclusiva, encontramos ciertos elementos cuya reiteración ha despertado nuestra curiosidad y que por ello traemos a colación. Scott ha dedicado dos de sus últimas obras a la locomotora o máquina de transporte. En Asalto al tren Pelham 1 2 3 (The Taking of Pelham 1 2 3, 2009), el protagonista es un vagón de metro secuestrado, cuya detención final significará el fin del conflicto. De igual forma, en Imparable (Unstoppable, 2010), su último film y quizá el mejor de toda su carrera, lo es una descomunal locomotora fuera de control que ha de ser detenida. Ambos ejemplos funcionan como parábola de una situación económica por todos conocida, y que es una de las figuras de la Revolución: la Crisis (o la desaceleración). El vagón de metro y la locomotora son metáforas del Capital que adopta la forma del escualo que avanza de manera incontinente. Las imágenes líquidas de los films de Scott en el siglo XXI riman con la “liquidación” de la época. Solo una acción concertada por el conjunto de la comunidad puede parar el avance fuera de control de estos monstruos definitivamente sobrenaturalizados y capitidisminuidos. En estos filmes de Scott podemos hallar, subrepticiamente, un llamamiento no solo revolucionario, sino un llamamiento revolucionario de índole comunista.

Aún más interesante, y, quizás, inquietante: en sus tres últimos filmes, como en la selección del lugar de su muerte voluntaria, Scott nos propone una sublime imagen de esa revolución. Una postrera metáfora que es también una profecía autocumplida. Es la imagen del puente.

En Déjà Vu (Deja Vu, 2006), el lugar del atentado en el barco con que da comienzo la película, el lugar de la muerte común, se produce justamente bajo un puente sobre el río Mississippi, en Nueva Orleáns. El puente será además importante en el desarrollo de la trama: sobre él se lleva a cabo la secuencia más espectacular del film, la de la persecución en tiempos paralelos. Bajo el puente se llevará a sí mismo a cabo la redención, en una segunda oportunidad, de toda la comunidad. En Asalto al tren Pelham 1 2 3, el desenlace que termina con la muerte del villano, interpretado por John Travolta, a manos de Denzel Washington (el héroe de casi todos los últimos filmes de Scott) ocurre en el puente de Manhattan, que cruza el río Hudson en Nueva York. En Imparable, la locomotora de más de 20.000 caballos perseguida por aquella que conduce Washington, de 5.000, cruza varios puentes en su irracional y maquínico avance. En este último film del autor de Top Gun (1986) o Marea roja (Crimson Tide, 1995) descubrimos, además, un acontecimiento escalofriante, entre lo premonitorio y lo profético: en la secuencia de los títulos de crédito iniciales, que se despliega durante varios minutos al compás de la historia y con un dinamismo licuefacto característico de las últimas obras de Scott, el nombre del director aparecerá, tan solo unos instantes, sobreimpreso en las metálicas horizontales de un puente. Son solo unos segundos, el puente no es ni muy grande ni famoso ni cruza ningún gran río, pero en esos pocos instantes, en esa marca fugaz, vislumbramos un signo oracular, la firma de la muerte.

Pero la muerte no es el fin, podría querer decirnos, en una lectura que se adentra en lo morboso y cantara tonadas de Nick Cave sobre la metempsicosis. No seguiremos por ahí. La muerte de Scott, que se arrojó desde el puente Vincent Thomas en Los Ángeles, no es una muerte solo matérica, sino metafórica y sacrificial. Scott nos propone, en sus últimas obras y gestos, tender un puente entre el pasado y el futuro, confiando en la preeminencia del último, y confiando en su posibilidad. Nos propone así un acto ciertamente revolucionario, frente a la disolución en el presente de la actualidad, incapaz de gestionar el pasado e inhábil para ofrecer esperanzas para el futuro. Como sus héroes, se ofrece en holocausto con el fin de redimir a la comunidad. Nietzsche decía con su grandilocuencia acostumbrada que “el hombre es una cuerda tendida entre el animal y el superhombre; una cuerda tendida sobre el abismo. Es peligroso pasar al otro lado, peligroso permanecer en el camino, peligroso mirar hacia atrás; peligroso pararse y peligroso temblar. La grandeza del hombre está en ser un puente y no un fin; lo que hay en él digno de ser amado es el ser un tránsito y un crepúsculo. Amo a los que viven únicamente para desaparecer, porque pasan al más allá.” Con Scott, que ha desaparecido para pasar al más allá, podríamos decir: el cine es un puente entre el hombre y la comunidad por venir. Tiene que desaparecer, hacerse puente, tránsito y crepúsculo, sabiendo que “tender puentes no es, pues, en absoluto una trascendencia, sino a lo sumo una trascendencia inmanente. Pero cualquiera que sea la definición que demos al esfuerzo de construir un puente esquiva su descripción. Y lo que vale es únicamente el intento efectivo”, en palabras de Günther Anders. Y ello, quizás, tan solo para ir más allá, y realizar, solo quizás, una última metáfora.