Vamps

 

Historia(s)

 

Desde su nacimiento, o más bien desde que comenzó a explotarse como producto comercial, el cine siempre ha contado una historia secreta. Miles de películas, para saltarse la censura y las limitaciones del mercado, trabajaban en los márgenes de las posibilidades del cine para contar una historia más allá de las imágenes, con gestos cotidianos que la censura capitalista había vetado, como hizo Joseph H. Lewis en Agente especial (The Big Combo, 1955), en la que Jean Wallace simula una felación con su cabeza saliendo del encuadre, pero también con la oposición ideológica que muchos cineastas a lo largo de la historia del cine trataron de filtrar a través de inofensivos productos comerciales.

Amy Heckerling

Tenemos el caso de Amy Heckerling, expulsada del sistema tras la conflictiva producción de su anterior película El novio de mi madre (I Could Never Be Your Woman, 2007), que jamás se estrenó en cines en EE.UU. porque ninguna distribuidora quería sacar al mercado una película protagonizada exclusivamente por una mujer mayor de 40 años (aunque fuese Michelle Pfeiffer). Este enfrentamiento tuvo a Heckerling apartada de la dirección durante cinco años. Al igual que la mayoría de mujeres directoras de Hollywood, se ha visto obligada a tener una filmografía muy espaciada entre una película y otra; hasta la ganadora de un Oscar, Kathryn Bigelow, ha tardado cuatro años en levantar su siguiente proyecto. En Hollywood siguen reinando los prejuicios sociales y la ideología de mercado más nauseabunda, pero por eso mismo siguen existiendo directores (y directoras) dispuestos a saltárselos.

Y ahí vuelve a aparecer Amy Heckerling, que a principios de 2012 dirigía un capítulo de Gossip Girl, la serie de adolescentes cotillas del canal The CW que debe mucho de su desarrollo al clásico del cine adolescente Clueless, dirigido ya hace diecisiete años por la misma Heckerling. Era una manera de cerrar el círculo. O un esperado comeback que finalizaría con la presentación de su nueva película, Vamps, una producción independiente de 10 millones de dólares todavía sin fecha de estreno en EE.UU., pero que ya se ha visto en diferentes festivales de cine fantástico, entre los que desgraciadamente no se encontraba el de Sitges. El filme se puede situar en la línea de Somos la noche (Wir sind die Nacht, 2010), la terrible película de Dennis Gansel (esta sí estuvo en el festival catalán, con una de las peores recepciones que recuerde), pues está protagonizada por vampiras modernas que gastan su dinero y sus poderes en frivolidades y a las que les empieza a afectar su eterna juventud, en contraste con sus deseos de ir a la par del tiempo en el que viven.

La película de Gansel pretendía establecer una metáfora de un mundo en constante cambio superficial pero que realmente nunca avanzaba, algo que afecta al cine alemán en general, pues sigue sufriendo las secuelas de la Segunda Guerra Mundial. En el caso de Vamps, le llega con ser simplemente una ligera comedia sobre dos vampiras eternamente veinteañeras que salen de fiesta, tratan de evitar su sed de sangre humana y se enamoran de manera estúpida de las personas menos indicadas. Eso, en la superficie, porque la película sugiere poco a poco ideas, siempre de manera inocente, como si fueran coincidencias. Una serie de coincidencias que no puede ser una simple casualidad.

 

Política de los autores

Amy Heckerling tuvo la idea de Mira quién habla  (Look Who’s Talking, 1989) mientras estaba embarazada y por el miedo que le suponía tener un hijo a los 35 años. Escribió el guión de El novio de mi madre a partir de su experiencia como madre soltera. Heckerling pasó su infancia en el Bronx, después se trasladó a Queens y finalmente consiguió ir al instituto en Manhattan, donde comenzó a tomar forma su sueño de convertirse en directora de cine. Se pasó todos esos años intentando huir de un ambiente que no le gustaba, viendo un montón de películas antiguas por televisión… Toda esa experiencia en los barrios de Nueva York está en Vamps. También la cinefilia, puesto que las protagonistas siempre están viendo películas antiguas por televisión, desde filmes de James Cagney hasta películas expresionistas alemanas.

Tras su mala experiencia anterior, Vamps tuvo que ser una película especial para la directora. Significaba el reencuentro con Alicia Silverstone, la actriz principal de Clueless, que aquí interpreta un papel similar, aunque influenciado por una experiencia vital de 150 años. Pero también está presente su hija, Mollie Israel, motor de muchas de sus películas, y que aquí tiene una breve aparición como cantante de su grupo The Lost Patrol, cuyos temas aparecen varias veces en la película, incluido en los créditos finales.

Todo este trasfondo da un toque personal a la temática vampírica: la mujer eternamente joven que ha visto crecer y morir a sus hijos, que tuvo que abandonar a un hombre que se hacía mayor para no desvelar su secreto… Esa sensación del tiempo pasando para los demás, pero no para uno mismo. Heckerling ha estado toda su vida ligada al cine adolescente (con dos películas de gran impacto en diferentes generaciones, como Aquel excitante curso (Fast Times at Ridgemont High, 1982) y Clueless) o infantil (Mira quién habla), que poco tienen que ver con una persona que en sus entrevistas puede citar a Yasujiro Ozu, hacer referencias al expresionismo alemán o ser una importante activista de la situación de la mujer en el cine americano. Vamps muestra esa dualidad: una película inofensiva y blanca en la superficie, pero que esconde una gran necesidad personal y emocional.

 

Historias del Cine

En el inicio del filme, Goody (Alicia Silverstone) narra su conversión en vampiro durante el siglo XIX, lo que le permitió escapar de las diferentes epidemias que se vivieron en aquella época. Y habla también de su descubrimiento fundamental, el cine. La Historia del medio está muy presente en todo el metraje, desde las películas que Goody y Stacy (Krysten Ritter) ven en televisión hasta los diferentes extractos que aparecen de muy diferentes maneras: como parte de una clase nocturna (Un perro andaluz  de Buñuel) o como parte de la ambientación de una discoteca (Metrópolis de Fritz Lang). La cita siempre aparece de manera fortuita, pero es tal el gap generacional que existe entre la antigüedad de las películas y el mundo contemporáneo que representa Vamps, que es imposible no fijarse en ello.

El de Vamps es un mundo dominado por las pantallas. Las de televisión, donde ponen películas imposibles pero también donde la malvada Cisserus (Sigourney Weaver) se enamora de un cantante español. Y las de los smartphones, dominadores de la escena. Móviles que sustituyen poco a poco a la palabra y al contacto físico, que son mundos en sí mismos. En una escena, Goody y Stacy llegan al amanecer a casa, con prisa ante la inminente salida del sol. Se meten rápido en sus ataúdes y, dentro de ellos, se ponen a chatear desde sus móviles. Los extras de cada escena llevan siempre móviles: los peatones de los planos exteriores, los clientes de los locales nocturnos, incluso los pacientes del hospital al que acude repetidas veces Goody.

En ese mundo lleno de luces y pantallas, la protagonista sigue albergando en ella todas las imágenes de su larga vida. Desde que Nueva York era una ciudad en construcción hasta la metrópolis que es hoy en día. Como esa magnífica escena en la que ven una tienda nueva en un edificio que en los 70 fue una farmacia suministradora de metadona. Entonces, en un hábil montaje digital, Goody se pone a rememorar todas las etapas de ese edificio desde su fundación. Algo que se vuelve a repetir en el último tramo de la película, donde la protagonista hace lo mismo con la Gran Manzana, dominada ahora por gigantescos carteles de luces de neón, pantallas otra vez, aunque realmente sean paredes que esconden la historia de la ciudad. La vampira Goody es algo así como la conservadora de la memoria de la ciudad, paseando como una sombra por la historia, recogiendo datos, fechas, imágenes y acontecimientos. Es en esos momentos en los que la película muestra su lado político, especialmente cuando Goody le narra a Stacy (la primera es mucho más mayor que la segunda, pero siempre se lo oculta para que no se sienta abrumada) la historia de resistencia de los habitantes de Nueva York contra sus gobernantes. Una narración que comienza con los restos de Occupy Wall Street (decenas de personas pidiendo firmas por las calles) y que continúa con las luchas contra la guerra de Vietnam y en defensa de los derechos civiles en los 60 (donde la protagonista se enamoró de un activista con el que se reencuentra cuando él está entrando en la tercera edad), o la conflictividad social que generó la ejecución por espionaje de Ethel y Julius Rosenberg en los 50, y hasta llegar al siglo XIX y la defensa de la abolición de la esclavitud. Todas ellas, como dice Goody, tuvieron lugar en Union Square, epicentro de las protestas de los trabajadores, plaza por la que las protagonistas pasean habitualmente hablando de cosas intrascendentes. Es la historia del lugar y del país la que se cruza como un relámpago en la película.

Nada está hecho al azar en Vamps, por eso su comparación con otras películas y series de televisión está fuera de lugar. Disfrazada de distracción para mujeres, el nuevo filme de Amy Heckerling es la enésima comedia que consigue ocultar un mensaje subversivo. Desde mi experiencia como cinéfilo, creo que ya no tiene sentido evaluar las comedias en función del gag porque estos dependen de una cuestión cultural que muchas veces no entendemos; también de nuestra educación y de lo acostumbrados que estemos a algunas tendencias. Seguramente hace diez años ningún crítico hubiese defendido una película con gags basados en la escatología. Pero hoy diría que películas como Freddy el colgao (Freddy Got Fingered, Tom Green, 2001) o, siendo específicos, escenas como la vomitona colectiva en el parque de atracciones de Este chico es un demonio 2 (Problem Child 2, Brian Levant, 1991) son ya pequeños clásicos del género. Las formas de hacer reír evolucionan y por eso no tiene mucho sentido comparar estas películas con las comedias de Billy Wilder. Sin embargo,  sí podemos ver más allá del mecanismo cómico; como escribió Quintín en la revista El amante: “un humor compuesto de chistes idiotas no necesariamente es un humor idiota”.

Y en mi opinión, Vamps no lo es. Es una comedia desinhibida, ridícula en ocasiones y que invita a descubrir Nueva York a través de su historia y de su diversidad, porque al fin y al cabo la comunidad vampírica de la ciudad procede mayormente de Europa del Este, empezando por ese memorable Vlad Tepes interpretado por Malcolm McDowell con acento centroeuropeo. La película de Amy Heckerling lucha contra la homogeneidad cultural que trata de imponer Hollywood, llenando su película de acentos, de formas y de historias divergentes. Una lucha camuflada, realizada con las formas del sistema contra el sistema.