The Deep Blue Sea

¿Pasión o entusiasmo comedido?


1. El arrebato del travelling

La memoria es caprichosa y suele llevarnos por meandros inesperados. Bien lo sabe Terence Davies, que ha construido una obra fagocitada por el recuerdo en la que las fabulaciones y las evocaciones de los personajes (y, en ocasiones, del propio cineasta-demiurgo) tienen tanta o más relevancia que el tiempo presente, donde proyectar e imaginar está a la orden del día. Sus películas se estructuran a base de impulsos e intuiciones y apenas se molestan en situarnos temporalmente, pues prefieren arrastrarnos. ¿Acaso hay otra explicación para la mayoría de sus travellings? En ellos, se abandona lo racional-narrativo en pos de lo arrebatado y la cámara atraviesa un espacio que no es tanto físico como mental. Se trata, en parte, de “gestos improductivos”, con los que el cineasta británico efectúa —en palabras de Carlos Losilla— “un desplazamiento que no tiene nada que ver con objetivo alguno, que no va a ninguna parte. Simplemente se demora en el hecho de desplazarse” (1). Y, sin embargo, tamaño despilfarro formal se nos antoja justificado por la intensidad del recuerdo o por la voluntad de retener un momento presente, dándole una mayor temporalidad a lo efímero.

En La vida manda (This Happy Breed, 1944), la cámara de David Lean se sitúa en las alturas de Londres y desciende sigilosamente hacia la ventana de una casa, donde transcurrirá toda la acción. Similar movimiento —aunque invertido: de abajo a arriba— se produce en el arranque de The Deep Blue Sea (Terence Davies, 2011), en el que el dispositivo filma la calle londinense para elevarse hacia la ventana en la que se encuentra Hester (Rachel Weisz). La intención formal de Davies es equiparable a la de Lean: concretar un espacio para la trama y evidenciar la existencia de un entorno, de un fuera de campo. Por una vez, el travelling parece transparente en sus intenciones, pero el desarrollo de la ficción revestirá la secuencia de una mayor densidad y misterio. Tal y como ocurría con la puerta abierta que nos descubría un hogar en Voces distantes (Distant Voices, Still Lives, 1988) y El largo día acaba (The Long Day Closes, 1992), la ventana es aquí la rendija que nos permite acercarnos a un espacio íntimo que se irá llenando con el tiempo vivido por los personajes que habitan en él. Así, la habitación adúltera que comparten Hester y Freddie (Tom Hiddleston) será el lugar de la pasión y de la liberación, pero también el receptáculo del dolor y del desamor. Un espacio-tiempo en el que, a través de un serpenteante travelling —cómo no—, se fundirá el cuerpo de Weisz desnudo y entregado a su amante con su mismo cuerpo inerte y solitario. Deseo y muerte en una alcoba.

La imagen de una mujer en la ventana ya es de por sí reveladora de lo que sugiere la escena inicial, en tanto que evoca un motivo visual recurrente de la pintura y del cine. La mirada de Hester no solo se dirige, pues, hacia el exterior sino que reclama “una penetración interior”. Su gesto recoge la tradición de las heroínas del melodrama clásico, cuyas miradas a través del ventanal son, para Jordi Balló, “una necesidad narrativa, una puntuación imprescindible” (2) para evidenciar sus anhelos íntimos. Unos anhelos que, sin embargo, difícilmente se harán del todo visibles. La opacidad de la feminidad será, en este sentido, refrendada por Davies en una larga secuencia posterior, en la que Weisz se sitúa de espaldas a su amado y mira a través del cristal mientras agota un cigarrillo. Nuestro rol como espectadores será entonces parecido al de Freddie, que se esfuerza en comprender la actitud de su amada, en desentrañar su postura distante y ensoñadora. Habrá una explicación razonable para el comportamiento de Hester, pero el pensamiento de la mujer seguirá sin desvelarse plenamente. Un travelling final que rima a la inversa con el inicial acabará por dar mayor complejidad a lo expuesto, con una cámara que baja a la calle y se detiene en unos escombros, en una naturaleza muerta. ¿Es esto lo que ocurre cuando se extingue el amor? No lo sabemos, pero el plano no nos deja ir más allá. Ni tan siquiera fabulando a través de una ventana.

 

2. El fantasma matrimonial

 

Terence Davies (Londres, 1950):

LA SUEGRA.—Supongo que no juegas al tenis.

HESTER.—De vez en cuando. Me resulta muy difícil apasionarme con él.

LA SUEGRA.—Ten cuidado con la pasión, Hes, siempre lleva a algo desagradable.

HESTER.—¿Con qué la remplazaría?

LA SUEGRA.—Con un entusiasmo comedido… Es más seguro.

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MARIDO.—¿Qué te pasó, Hester?
ESPOSA ADÚLTERA.—El amor, Will. Es todo.

 

David Lean (Londres, 1949):

MARIDO.—¿Dice que ama a Mary?

AMANTE.—Sí, siempre la he amado.

MARIDO.—Puede que la ame, pero no la conoce. Yo sí. Nuestro matrimonio ha sido muy satisfactorio hasta ahora. Está basado en la libertad, en la comprensión y en un afecto muy hondo. Es el matrimonio que Mary y yo queríamos. Su amor es del tipo romántico. El tipo que exige mucho, proximidad, pertenencia, satisfacción y prioridad sobre todo lo demás. No es ese el tipo que Mary quiere. Aunque casi la convenció de que lo era. ¿No entiende que juntos son peligrosos? […]

AMANTE.—Comprendo su punto de vista, pero es el punto de vista frío y desapasionado de un banquero y no creo una sola palabra. Somos seres humanos, no sociedades por acciones, y no nos puede manipular como si lo fuéramos.

Davies no es un entusiasta del cine clásico inglés, pero en El largo día se acaba usó un monólogo de Cadenas rotas (Great Expectations, David Lean, 1946) para plasmar el sentir de su protagonista. Dicha filiación con el responsable de Breve encuentro (Brief Encounter, 1945) parece confirmarse en The Deep Blue Sea, donde relee algunas situaciones abordadas por su compatriota en la exquisita Amigos apasionados (The Passionate Friends, 1949). Los diálogos aquí plasmados evidencian las coincidencias argumentales de sendos filmes, que pivotan alrededor de una mujer que se debate entre su marido y su amante, y transcurren en la misma época y ciudad. Tanto Davies como Lean celebran la pasión amorosa de los amantes, pero desarrollan también algo que muchas películas olvidan: las consecuencias negativas de toda decisión sentimental (3). Hester y Mary (Ann Todd) dudan. La primera decide romper su matrimonio con Will (Simon Russell Beale) para iniciar una aventura con Freddie, y la segunda, pese a estar enamorada de Steven (Trevor Howard), opta por la seguridad que le proporciona su marido Howard (Claude Rains). ¿Qué implica saltar al vacío y apostar por alguien? ¿Qué significa renunciar a lo que sientes y optar por lo que tienes?

Ninguna de las dos películas pretende imponer un discurso moral; no hay un comportamiento correcto que los cineastas sostengan a toda costa. Se trata más bien de exponer unas decisiones en un determinado contexto y ver cómo estas afectan a los personajes en sus existencias cotidianas. Mary descubre, en un determinado momento, que Steven se ha casado y, ante tan terrible noticia, empieza a fabular, imaginando que su amado ha renunciado a su propia felicidad para esperarla. La posibilidad del romance apasionado se desvanece y el destino parece reservarle una vida monótona con Howard. Hester sabe que Freddie nunca sentirá la misma pasión romántica que ella y, sin embargo, procura ignorarlo. En una ocasión, su amante olvida su cumpleaños y en otra, desprecia sus gustos artísticos; su marido, el despechado, le trae, en cambio, un regalo de aniversario y resulta ser una de sus obras preferidas: los Sonetos de Shakespeare. Por mucho que sendos filmes cuenten con personajes masculinos polarizados, los grises se vislumbran en situaciones como estas, que se encargan de desmontar toda idealización de la vida matrimonial o de la pasión amorosa.

La encrucijada definitiva entre ambas películas surge cuando las heroínas tocan fondo, cuando sufren el dolor que acarrea todo enamoramiento verdadero. Mary y Hester no siempre toman las mismas decisiones, pero las dos acaban descendiendo en solitario por las escaleras de una boca de metro londinense. Mientras andan, nadie parece hacerles caso y su mirada pronto se dirige a los raíles, en busca de una respuesta al desamor. ¿Es el suicidio una solución? El tren se acerca a la parada y ambas parecen dispuestas a saltar. Sin embargo, se detienen en el último instante. ¿Qué ha ocurrido? Existe para ello una lectura racional, pero tanto Lean como Davies dejan la puerta abierta a lo inexplicable. En Amigos apasionados, aparece repentinamente Howard, el marido de Mary, para rescatar a su esposa, cuando no disponía de tiempo material para alcanzarla tras haberla visto partir de su casa. En The Deep Blue Sea, Hester rememora los ratos compartidos con su marido en una parada de metro, que servía como refugio durante los bombardeos de la Segunda  Guerra Mundial. Tras su visión, abandona la estación y encuentra a su esposo en plena noche, como si de un fantasma se tratase. ¿Acaso ha venido también a salvarla? He aquí una hipótesis para sendas situaciones: la seguridad afectiva de una relación matrimonial irrumpe en la mente con fuerza cuando el amor romántico entra en crisis, como una inquietante alternativa ante la posibilidad de la nada. El dilema está servido. Si no es posible conjugar pasión con estabilidad, ¿qué se puede hacer? Unos amarán hasta las últimas consecuencias, otros renunciarán a sus instintos. Tomen ustedes la decisión que tomen, seguro que tarde o temprano cantarán y llorarán. Como en el cine de Davies.

 

(1) LOSILLA, Carlos: “El largo día se acaba. Rememoración, escritura y otros gestos improductivos” en el monográfico Terence Davies. Los sonidos de la memoria (coordinado por Quim Casas), Festival de San Sebastián / Filmoteca Vasca, 2008.

(2) BALLÓ, Jordi: “La mujer en la ventana” en Imágenes del silencio: los motivos visuales en el cine, Anagrama, Barcelona, 2000.

(3) El argumento de ambos filmes no solo es atribuible a sus directores. En el caso de The Deep Blue Sea, Davies adapta una pieza teatral de Terence Rattigan; y en Amigos apasionados, Lean adapta, junto a Stanley Haynes, una novela de H. G. Wells y cuenta como guionista con Eric Ambler.
 
 © Carles Matamoros Balasch