Donde viven los monstruos

Imaginación sin control

Hace ya más de medio año empezó a circular por Internet el tráiler del que iba a ser el tercer largometraje del director estadounidense Spike Jonze, Donde viven los monstruos (Where the wild things are, 2009). Las imágenes de un niño dormido en los brazos de un enorme monstruo de peluche o la de una pequeña barca flotando a la deriva en un mar enfurecido trajeron enseguida al recuerdo de la gran mayoría de espectadores los ecos de películas como La historia interminable (Die unendliche Geschichte, Wolfang Petersen, 1984) o Dentro del laberinto (Labyrinth, Jim Henson, 1986) y esto, más allá de la calidad del producto final, lo que a todas luces garantizaba era un reconfortante y placentero viaje de regreso a la más tierna infancia que casi nadie de los que fuimos niños durante la década de los ochenta estaba dispuesto a perderse.

Es ahora, una vez el filme se ha estrenado en nuestro país y el contenido total está finalmente a la vista de todos, el momento de reconocer que sí, que la deuda de este con aquellos dos grandes clásicos del cine fantástico (y otros tantos más que faltan por citar) es más que evidente, pero precisamente por eso, por su evidencia, hay también que saber relativizarlo y darse cuenta de que dicha deuda no va más allá de la pura superficie. En el apartado de diseño de producción (decorados, efectos especiales artesanales, etc.) y a nivel de valores morales (no debemos olvidar que se trata de una producción de Warner Bros.) donde podemos encontrar mayores afinidades entre estas obras, pero si examinamos con atención el material que tenemos delante llegaremos a la conclusión de que con lo que este largometraje está más directamente emparentado es con la propia obra de Spike Jonze, concretamente con uno de sus trabajos más aclamados realizados fuera del ámbito estrictamente cinematográfico: el videoclip California (1995).

 

Un hombre, mirando nervioso su reloj, corre envuelto en llamas por la calle a cámara lenta entre la indiferente mirada de los transeúntes. Finalmente, tras unos metros de carrera, descubrimos el motivo de su prisa; se le escapaba el autobús. En este pequeño clip de poco más de dos minutos se aprecia claramente el germen de esa imaginación desbordada que más tarde se convertiría en la seña de identidad del realizador de Adaptation. El ladrón de orquídeas (Adaptation, 2002), pero hay en él algo más, algo que quizá no se ve con tanta claridad y que ahora, después del visionado de su última producción, merece la pena rescatar del olvido.

Si revisamos de nuevo este vídeo, pero esta vez suprimiendo el audio, enseguida notaremos que esas mismas imágenes tienen un aura diferente. Sin la pegadiza canción del grupo Wax, se percibe una mayor lentitud en la carrera de este personaje, una hipnótica parsimonia que la vuelve, por un lado, más inquietante y, por otro, por qué no decirlo, más tediosa. Esos dos minutos parecen de repente mucho más largos y cuando por fin el hombre toma el transporte público, nuestra atención, igual que la cámara de Jonze, se desvía ligeramente y nos muestra la verdadera esencia de aquello que estamos viendo: en la parte trasera de un coche que avanza paralelo al supuesto protagonista (de ahí el travelling lateral), una niña de unos nueve años mira aburrida por la ventanilla rodeada de bolsas de la compra. Algo absolutamente cotidiano, interpretado por la libre y salvaje mirada de un niño, se transforma de inmediato en algo excepcional. Esta es la auténtica esencia del videoclip, aquello que a pesar de ser perfectamente visible con mayor facilidad se nos olvida debido a lo selectivo de nuestra memoria. Y es en este terreno, paradójicamente, donde se encuentra la mayor virtud y, a la vez, el mayor riesgo que corre la nueva película de Spike Jonze. Aquello mismo que hizo que aquel trabajo iniciático rápidamente pasase a ser conocido como “el videoclip del tipo que corre en llamas” en lugar de “el videoclip de la niña que mira por la ventanilla del coche” es lo que puede hacer que Donde viven los monstruos sea recordada como “la peli de los monstruos” en lugar de “la peli en la que un niño observa el caos del mundo presente”.

 

QUE LOS ÁRBOLES NO NOS IMPIDAN VER EL BOSQUE. Si en California la prisa de un adulto se transformaba en una enorme bola de fuego en este largometraje, la ira de Max contra una realidad en la que nada está destinado a durar demasiado (ni las relaciones humanas, ni el propio planeta) se presenta aquí bajo la forma de unos peculiares monstruos cuyo objetivo principal es el acto de destruir. Esta mentalidad punk es la que da forma a esta obra y el elemento principal que la aleja de aquellos entrañables clásicos de los ochenta citados anteriormente.

Si nos fijamos, la gran mayoría de aquellos filmes presentaban la literatura como una vía de escape y precisamente por ello, por su esencia literaria, sus estructuras resultaban perfectamente coherentes con la narrativa clásica, mientras que en esta última apenas queda rastro de ello. Donde viven los monstruos es verdaderamente extraña. Resulta aburrida durante gran parte de su metraje y la mayoría de veces desbocada e incoherente; del puro dinamismo del cine de aventuras pasamos bruscamente al melodrama o a la comedia para después volver de nuevo a la acción sin apenas ningún tipo de filtro. Sin embargo, esto no ha de confundirnos, ya que no deriva de una mala escritura de guión sino de un cuidado proceso de simbiosis de la forma con el contenido.

Es de nuevo la mirada de un niño de nueve años la que sostiene el peso de las imágenes y por tanto su ordenación es casi siempre caótica y precipitada. No es el uso de cámaras en mano o el hecho de filmar siempre a la altura de los ojos del pequeño protagonista de esta historia lo realmente novedoso sino la capacidad (y también el atrevimiento) del director americano para ser consecuente con las dinámicas propias de los juegos infantiles de Max en lugar de serlo con las de un guión pulido y bien acabado en donde toda la información estuviera perfectamente dosificada. Esta es una obra que desconcierta por ello y que exige ser examinada considerando parámetros de coherencia y no de estructuras dramáticas como hasta ahora venía siendo habitual en el cine de este autor debido a su colaboración con el todopoderoso Charlie Kaufman.

Spike Jonze, liberado de las exigencias de la palabra escrita (recordemos el hecho de que el cuento homónimo de Maurice Sendak (1) en el que se basa este filme tiene apenas diez líneas de texto), ha sido capaz de articular un relato en el que lo principal no reside en los hechos narrados, sino en la perfecta transmisión de la intensidad con la que un niño percibe todo aquello que día a día le rodea.

Como ya sucedió con Death proof (Quentin Tarantino, 2007), donde lo evidente de sus intertextos casi consiguió ocultar lo radical de su apuesta narrativa (una obra sin argumento basada por completo en las explosiones de violencia), en Donde viven los monstruos se presenta de nuevo esta problemática. Debemos, por tanto, estar alerta para que esta vez no vuelva a suceder lo mismo ya que esta película merece mejor suerte, aunque solo sea por el subversivo placer que provoca ver un trabajo de este tipo precedido por el sello de una de las grandes majors del cine norteamericano.

 

(1) SENDAK, Maurice: Donde habitan los monstruos, Alfaguara Infantil y Juvenil.