La Biennale di Venezia 2011

Fin de fiesta en el ojo del huracán

 

Empiezo por el final: este año se anunció que Marco Müller, el hombre que ha ejercido de director artístico de la Mostra de Venecia con gran habilidad y acertado criterio durante los últimos años, dejaba su cargo. Aunque se respiraba cierto aroma a despedida en el Lido, sobre todo observando algunos gestos de Müller en encuentros y presentaciones, también circulaba el rumor de que su posible marcha era a su vez un rumor. En todo caso, el compañero Carles Matamoros se extiende más y mejor sobre las aportaciones del romano en este artículo, así que mejor pasar directamente a los comentarios sobre algunas de las películas vistas en Venecia entre el 1 y 10 de Septiembre de 2011. Por desgracia, algunos títulos muy interesantes quedarán, por cuestiones de espacio y tiempo, fuera de la crónica, aunque esperamos volver sobre ellos pronto en un contexto más relajado.


– Un été brûlant (Philippe Garrel)

La nueva obra de Philippe Garrel deja entrever en algunos tramos un leve tono irónico y, particularmente, dudo que impensado, contrariamente a lo que me sugería un compañero mientras comentábamos la película a la salida de la sala Darsena. Quizá estemos ante un caso comparable al de Bertrand Bonello en De la guerre (2008), que también es susceptible de ser tomada como una película más seria, incluso solemne, de lo que en realidad puede ser. Pero volvamos a Garrel, que en esta ocasión introduce en su universo más reconocible un elemento extraño en forma de estrella (Monica Bellucci) que se interpreta a sí misma, o más bien a un estereotipo en el límite de lo autoparódico. De este choque surge una película que discurre por apasionantes meandros narrativos, propiciando reflexiones sobre el concepto de amistad hoy en día, sobre los afectos en general, y también sobre la crisis del lenguaje como medio de expresión político, o directamente de su fin, algo de lo que Godard lleva advirtiéndonos desde hace un tiempo. Quizá no sea casual que una de las mejores secuencias de la película (otra sería una impresionante aparición final que prefiero no desvelar aquí), consista en un plano antológico en el que los personajes se limitan a bailar. La música y el movimiento corporal logran así traducir emociones abstractas, en perpetua contradicción, al lenguaje intuitivo de la contemporaneidad, donde las palabras, incluso cuando reflexionan sobre la renovada necesidad de una revolución, no terminan de encontrar su noúmeno.


– Whores’ Glory (Michael Glawogger)

Tras dedicar los últimos años de su carrera a filmes que no por menos ambiciosos resultan despreciables (de hecho uno de ellos, Slumming -2006- es reconocido por él como su película propia favorita), el austriaco Glawogger vuelve a rodar un documental global que completaría, por el momento, una monumental trilogía junto con Megacities (1998) y Workingman’s Death (2005). Su nuevo trabajo aborda la prostitución sexual en tres lugares del mundo, sumergiéndose en cada microuniverso durante el tiempo justo para llegar a conocer el funcionamiento interno de cada uno de ellos, sin impostar además sordidez, algo muy de agradecer dada la temática. En el primer episodio, situado en Tailandia, se retrata el funcionamiento de una casa de citas en la que los clientes masculinos escogen a su acompañante entre las chicas que, numeradas como si fuesen objetos, posan encerradas en una urna de cristal. También nos muestra la cotidianeidad de ellas fuera de su centro de trabajo. El segundo segmento, que tiene lugar en Bangladesh, muestra otro tipo de prostitución, más condicionada por el encasillamiento social y la pobreza, así como sometida a una serie de tradiciones que incluyen ceremonias de purificación y otras particularidades. En el último tramo, quizá el más impresionante, Glawogger nos presenta “La zona de la tolerancia”, un alucinante emplazamiento mexicano cercano a la frontera con Texas donde los clientes en busca de un servicio carnal se desplazan por la main street mientras observan y son observados desde los apartamentos donde se realizan las transacciones. Inolvidable resulta el testimonio de una locuaz ex-prostituta en cuyo repaso de anécdotas los clientes salen peor que mal parados, exactamente igual que cuando son entrevistados a bordo de sus vehículos en un tránsito que parece que nunca tendrá fin.


 

A Dangerous Method (David Cronenberg)

Hay quienes son de la opinión de que el cine del canadiense David Cronenberg ha ido perdiendo señas de identidad, sobre todo en lo concerniente a las mutaciones fisiológicas y demás aspectos “orgánicos” de muchas de sus películas. Personalmente, creo que ello ha tenido que ver, por lo general, con un proceso de depuración de su estilo hacia la esencialidad narrativa, más que con cualquier clase de concesión espuria. De hecho, a medida de que, con los años, ha aumentado el consumo de imágenes a nuestro alrededor y estas se han ido haciendo cada vez más explícitas, su cine parece haber ganado en capacidad de abstracción y elipsis. Sin embargo, no creo que deba confundirse esto con un recurso al clasicismo imitativo, pese a que, como en A Dangerous Method, parta de un texto de Christopher Hampton (adaptado a su vez de un trabajo anterior a cargo de John Kerr), nombre asociable a cierta tradición de cine británico de estirpe literaria/teatral y con cierta pátina de qualité. No solo por los detalles “indecorosos” que contiene (como los relatos y prácticas sadomasoquistas a las que era propensa Sabina Spielrein -Keira Knightley-), sino también por la forma en que introduce continuamente, bajo la serenidad de sus elegantes composiciones y desplazamientos de encuadre, un discurso sobre la escisión resultante de combinar la actividad intelectual con los aspectos puramente animales, aquellos que la civilización se encarga de reprimir pero continúan presentes hasta el punto de contaminar la vida de los más prestigiosos científicos (Jung -Michael Fassbender- y Freud -un Viggo Mortensen de nuevo excelente junto a Cronenberg-). Esplendorosa obra de madurez creativa, trata también sobre un mundo que ya no existe, al que es fácil reconocer como más adulto que el actual, y en el que las formas comunes de convivencia humana se encontraban mucho más separadas de las apetencias del ámbito íntimo (mental y físico). Pero todo iba a cambiar muy pronto. De hecho, estaba cambiando ya, pues a lo largo del film encontramos referencias a los embriones del nazismo que inoculan una apreciable carga de inquietud a las imágenes, en realidad solo aparentemente relajadas.

 

– Cut (Amir Naderi)

Sin duda una de las mayores rarezas vistas en el festival, la nueva obra del director de la reputada Vegas: Based on a True Story (Sección Oficial en Venecia 2008) es una alegoría frontal, deliberadamente trazada con brocha gorda, a favor del cine entendido como arte, y también una loa al esfuerzo que conlleva realizar películas como vehículo de expresión personal. Shuji, el joven cineasta protagonista (suerte de trasunto nipón del Cecil B. Demented ideado por John Waters, al que vemos visitar la tumba de varios grandes del cine japonés -Kurosawa, Ozu y Mizoguchi, para más señas-, cuyo nombre invoca en busca de coraje e inspiración), se ve obligado a devolver a un clan yakuza el dinero que su hermano, asesinado por dicho gang, pidió en préstamo para ayudarle a financiar sus películas. La forma que elige para saldar la deuda es, desde luego, poco ortodoxa: dejarse golpear por quien desee desahogarse a su costa en el mismo lugar donde su hermano perdió la vida. Mientras tanto, continua adelante con el cine-club que dirige, en el que programa algunos clásicos universales, lo que permitirá, a quien vea la película en pantalla grande, gozar de secuencias tan emblemáticas como el desenlace de Centauros del desierto (The Searchers, 1956. John Ford) o el de Mouchette (1967. Robert Bresson), entre otras. Parece discutible la duración de la película, dado que se empeña en insistir una y otra vez en el sufrimiento físico del protagonista sin añadir nada nuevo a un argumento quizá demasiado estirado. Además, la cinefilia a la que alude podría acusarse de tópica, si bien en la lista de títulos que, intercalados en forma de ranking, acompaña a la gran somanta final, se incluyen algunas películas y cineastas que se salen de los cánones de este tipo de selecciones.

– Photographic Memory (Ross McElwee)

Bucear en la memoria particular, hablar de uno mismo en primera persona, sin apenas filtros, es algo complicado si no se encuentra el tono adecuado. Parece que McElwee hace tiempo que ha conquistado una manera de hacerlo sin resultar forzado, pedante o narcisista, y es capaz de presentar reflexiones de gran calado sin amplificarlas. Dos de ellas: lo mucho más sencillo que resulta ahora mantenerse en contacto con el resto de personas, hecho que ha propiciado que las nuevas generaciones prácticamente no conozcan lo que supone no saber qué ha sido de alguien, perder su rastro por completo. Otra: la importancia y el valor único de la fotografía y su relación con el cine, aquello que los une y los separa, algo que con el tiempo también se ha ido banalizando llegados los nuevos soportes digitales (de los que McElwee dice desconfiar pero a los que termina inevitablemente recurriendo para aprovechar sus ventajas) . La película se escinde en dos vertientes principales. Por un lado la relación del director con su hijo adolescente (punteada a su vez por la suya con su propio padre), de quien le aleja un hueco generacional que asume sin ningún complejo. Es un hecho que ya no se comprenden mutuamente, pues se han distanciado hace tiempo, como prueban las imágenes que ha ido recopilando durante toda su vida. Por otra parte, McElwee viaja a Saint-Quay-Portrieux, en Bretaña, con objeto de tomarse un descanso de su descendiente, pero también para intentar reencontrarse con lugares y personas que conoció mientras vivía en la zona casi cuarenta años atrás, y que dejaron en su memoria una huella imborrable. El material, ensamblado de forma magistral, hace circular corrientes de emociones sinceras que se superponen entre sí, y en las que no falta el sentido del humor.

 

– Snow Canon (Mati Diop)

El criterio de selección de Orizzonti da oportunidades a obras de duración ajena a los estándares comerciales, por exceso o por defecto. En este caso, se trata de una obra de treinta y tres minutos cuya historia requiere exactamente ese tiempo para poder desarrollarse a un ritmo conveniente. Una adolescente llamada Vanina recibe con agrado la visita temporal de Mary Jane, que se encargará de cuidar de ella. La actriz Mati Diop (vista en 35 rhums, de Claire Denis) consigue mantener el pulso y evitar los excesos concupiscentes al retratar la atracción que se establece entre ambas, consiguiendo plasmar toda la intensidad de los impactos sensuales en la adolescencia. En los mejores momentos de esta apreciable obra, la sensualidad y el erotismo refinado hacen pensar en la relación entre Betty Elms y Rita planteada por David Lynch en Mulholland Dr. (2001).

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“Cada vez deberían gustarnos más las películas que no entendemos. Las demás, esas que nos bailan el agua y nos dan exactamente lo que esperamos de ellas, pueden satisfacernos o defraudarnos, pueden ser “buenas” o “malas”, por decirlo del modo más grosero posible, pero nunca nos dejan al borde de eso que podemos llamar el abismo del sentido. ¿Qué acabamos de ver? ¿De qué se trata? ¿Cómo voy a hablar o escribir de ello?” (1)

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– Alpis (Giorgos Lanthimos)

Hay humor, bastante humor, en la nueva película del firmante de la celebrada Canino (Kynodontas, 2009). Por supuesto, también volvemos a toparnos con secuencias gratuitas (o prescindibles, como se prefiera), cuyo objetivo no parece ser otro que epatar al espectador. Pero no conviene perder la perspectiva sobre el filtro del humor, pues el argumento es de lo más descabellado: Un grupo de personas ha fundado una organización, cuyo nombre da título a la película, sometida a una fuerte disciplina interna por parte de su líder, quien se hace llamar a sí mismo Mont Blanc. El grupo se dedica a suplir a personas fallecidas en su vida diaria, actividad tras las que, después de todo, puede rastrearse cierta intención, si no crítica, sí descriptiva de un mundo, el actual, en el que el dinero compra todo, cualquiera es sustituible, nada trasciende y las personalidades mutan y se construyen según las necesidades a cada momento. Pero, sobre todo, la historia da pie a un insospechado discurrir de secuencias que a menudo no guardan relación entre sí, no acaban de conducir a ninguna parte, y en las que los diálogos se recitan y pierden todo su sentido original, si es que aún es posible que cualquier diálogo cotidiano lo tenga. La dislocación especular es tal, que el sentido del absurdo alcanza cotas delirantes (¡esa secuencia de petting ante la mujer ciega!), si bien la tajante sequedad de la narración de Lanthimos anuncia el carrusel final de viñetas tremendistas en las que lo imprevisible acaba por convertirse, como también le ocurría, por ejemplo, a Quentin Tarantino en la supuestamente genial conclusión de Malditos bastardos (Inglourious Basterds, 2009) en su reverso complaciente (para con cierto público y para consigo).

 

– Hail (Amiel Courtin-Wilson)

Hace seis años, el director Amiel Courtin-Wilson conoció al ex-convicto Daniel P. Jones, cuyo cuerpo, curtido por las inclemencias de una vida difícil y ya larga, ocupa el lugar central de este proyecto. Co-protagonizada por Leanne Letch, novia de Jones en la vida real, la película parte de la destilación de lo que ha sido la vida de ambos tras su salida de prisión. Aunque recurre a algunos tics formales identificables desde hace ya mucho (demasiado) tiempo con cierta idea de cine de autor, no le falta interés a este relato engañoso, que en un primer momento puede hacer pensar en la tierna historia de reencuentro entre una pareja de cierta edad, pero que pronto revela a sus protagonistas como seres oscuros y desequilibrados, Peter Panes degradados, de vuelta de todo y capaces de robar, insultarse y tratarse con desatada violencia, pero a la vez de hacer lo que sea el uno por el otro. Sin duda lo más interesante del film es su segundo tramo, alucinatorio y visualmente arrollador (las inmejorables condiciones técnicas de la sala Perla, con gran nitidez de imagen y el sonido en su justo punto ayudaron lo suyo), trufado de imágenes perturbadoras, y situaciones en las que el personaje deambula por algún pasadizo entre la realidad (o sea, la ficción), el sueño y la locura. Un descarrilamiento narrativo que, aunque tal vez no es asumido hasta las últimas consecuencias, consigue perturbar al espectador desde el momento en que le hace perder cualquier referente orientativo dentro del relato, que dinamita de forma hermanable a lo propuesto por Olivier Assayas en los planos que culminan Irma Vep (1996) o, por poner un ejemplo más reciente, Darren Aronofsky en el angustioso blackout discotequero de Cisne negro (Black Swan, 2010).

 

– Himizu (Sion Sono)

La anterior película de Sono, Cold Fish, supuso una bocanada de aire fresco en la programación de Orizzonti de Venecia 2010, por su capacidad de introducir, en un producto cercano al extreme, un firme discurso sobre la naturaleza depredadora de un sistema socioeconómico cada vez más virulento en su agonía. De ahí pasamos, en su última (por el momento: su ritmo creativo es infernal) obra, a un planteamiento mucho menos brutal. En esta ocasión, los ramalazos extremos salpican una propuesta que, aunque a ratos pueda parecer lo contrario, suele dar la impresión de disparar con balas de fogueo a la hora de describir las desventuras de un joven al que su entorno parece impedir una y otra vez llevar una vida “normal”. No termina de mezclar bien lo poético con lo cruel, lo superficial con lo pretendidamente profundo, lo serio con lo grotesco. También da la sensación de que Sono trata de narrar “demasiadas cosas” e introducir excesivos cambios de tono que acaban por resultar repetitivos. Es interesante, no obstante, que los protagonistas sean ciudadanos afectados por el reciente terremoto en Japón, que carecen de un techo en el que vivir y están abandonados a su suerte y condenados a la auto-organización (algo que, en el caso de los adolescentes, se trataba de forma más desnuda en Wakaranai -2009, Masahiro Kobayashi-). Y la película, justo es decirlo, gana en el recuerdo gracias al innegable poder concreto de varias de sus ideas (si bien algunas de las mejores, como la recolección de piedras por parte de la compañera de clase del protagonista, son manoseadas en exceso y dotadas de un quizás innecesario “sentido” dentro del relato) y al acierto en su translación a la pantalla (buena parte de los escenarios, por ejemplo, resultan muy poco identificables con cualquier película anterior).

– Shame (Steve McQueen)

Se puede señalar cierto nivel de moralismo en esta película, pero ¿de qué hablamos cuando hablamos de moralismo? Y lo que es más importante: ¿es el hecho de ser moralista un óbice para que una creación sea apreciable? La culpa y su redención son temas inherentes al cine de directores como Abel Ferrara, Martin Scorsese o, sobre todo, Paul Schrader, cuya injustamente olvidada película Desenfocado (Auto Focus, 2002) guarda numerosos puntos de contacto con la última obra del director de Hunger (2008), no por casualidad ambientada en New York. Michael Fassbender interpreta a un impoluto yuppie en la Gran Manzana obsesionado con el sexo, que practica con avidez y en sus más variadas modalidades. El film, como el de Cronenberg aunque de forma mucho más explícita (en secuencias extraordinariamente ejecutadas en lo cinematográfico), gira entorno al modo en que se puede conciliar la vida cotidiana formal, lo específicamente humano, con los instintos bestiales. Esa lucha se encarna en el personaje de su inestable hermana, interpretada por Carey Mulligan, protagonista de otro de los grandes momentos musicales del festival, en el que interpreta una estremecedora versión de New York, New York que la convierte en una oda al fulgor dionisíaco de la ciudad, e incluso al de toda una civilización en pleno derrumbe. La relación entre ambos está sujeta a cierta ambigüedad, a una tensión enfermiza que permite leer entre líneas (McQueen se guarda de subrayarlas) algunas decisiones del protagonista, arrastrado en una vorágine final autodestructiva en búsqueda de un placer físico (o un dolor: algo que haga sentir algo, en definitiva) que no logra paliar esa comezón insaciable.

 

 

– Accidentes gloriosos (Mauro Andrizzi & Marcus Lindeen)

En la última edición del imprescindible Festival Internacional de Cine Documental de Navarra – Punto de Vista, se estrenó en España una de las películas más fascinantes, refrescantes y, creo, importantes del cine reciente. Me refiero a Color perro que huye de Andrés Duque, que encadena imágenes que dan lugar a una libérrima (y liberadora) concatenación de micro-relatos. Si excluimos el elemento de diario narrado explícitamente en primera persona, el film de Duque puede relacionarse con la nueva obra del argentino Mauro Andrizzi, co-dirigida por el sueco Marcus Lindeen en esta ocasión. Ganadora del premio al mejor mediometraje de la sección Orizzonti, se trata de una reflexión irreflexiva (espontánea hasta el punto de dar la impresión de escritura automática surrealista o dadaísta -lo que puede conducirnos, en lo fílmico, a Buñuel o a Jordà y Esteva, entre otros-) sobre el poder de la imagen y el sonido. Una sola imagen genera una historia. Acompañada de una voz en off y yuxtapuesta a otras imágenes, la historia de desdobla en una mitosis narrativa que, además, se expande o vuelve sobre sí misma con total emancipación. Cine de fuerte aliento onírico, con un punto lisérgico, realizado desde una absoluta fe en la imagen, en el control que puede ejercerse sobre ella desde el montaje sin renunciar por ello a la ruptura con todo molde preconcebido.

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En el Lido reinaba la calma aparente. Se preveía una edición gloriosa, todo apuntaba a una de las más brillantes de los últimos años, y ello fue confirmándose pese a que hubo días concretos en los que surgieron ciertas dudas. Pero contagiándolo todo flotaba una sensación de inestabilidad, de encontrarnos en el ojo del huracán, a la espera de algo. No solo por la temática apocalíptica de ciertas películas (que se unen a otras recientes al tratar directamente en el argumento el fin de los tiempos), sino también por todos los cambios que Internet ha traído consigo y han propiciado una crisis sin precedentes en los modelos tradicionales de consumo y circulación del cine. Venecia se hizo eco de ello, de forma que en su programación pudimos encontrar, desde películas hechas por el cineasta casi en solitario, a otras dirigidas al gran público, con gran presupuesto y caras conocidas. A este respecto cabe apuntar que las estrellas, los nombres que arrastran la atención mediática, parecen seguir siendo aquellas que adquirieron dicho estatus hace varios años. Cierto es que hay incorporaciones -como la de la magnífica Jessica Chastain, que se dejó ver en dos de los títulos estadounidenses incluidos en la programación-, pero parece que ninguna termina de alcanzar el mismo nivel de popularidad de los actores que lo lograron antes de la eclosión de Internet y el fin del control férreo en la distribución del cine y en la información sobre aquello que uno “debe ver”. Esa es una de las causas de la falta de generación de nuevas estrellas sólidas, globales y masivamente impuestas como iconos, y la otra podría ser el hecho de que la facilidad para realizar cine digital ha conseguido de algún modo rebajar el halo mítico que antaño adquiría quien podía ser visto en la gran pantalla a nivel mundial, ahora que cualquiera está o puede estar en cualquier pantalla, y además en calidad full HD. Algo estrechamente relacionado también con la, llamémosle, desacralización del acto de hacer y visionar cine, la cual conduce fácilmente a la nostalgia, seguramente engañosa, por tiempos pasados.

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– Wuthering Heights (Andrea Arnold)

No soy particularmente admirador del trabajo anterior de Andrea Arnold, cuya forma de dirigir había encontrado hasta ahora más aparente que otra cosa. Quizá por ello su adaptación de la novela de Emily Brontë haya constituido para mí una de las más agradables sorpresas de la Sección Oficial de este año. La británica ha arriesgado mucho con la desnudez del planteamiento de su película, que apuesta por diálogos mínimos, elipsis despiadadas, trabajo de cámara radical, fotografía brumosa de gran inmediatez, y un diseño de producción magnífico precisamente por su renuncia a lo ornamental. La historia de Heathcliff y Catherine permite además una lectura en relación al momento histórico en el que nos encontramos, a través de la perplejidad, de las premoniciones del abismo que anuncian algunas de sus inquietantes imágenes (cf. esos perros ahorcados que remiten a Pasión -En passion, Ingmar Bergman, 1969-, con la que el film de Arnold comparte atmósfera nebulosa, enfermiza y sensual a un mismo tiempo). También hay en ella brillantes secuencias musicales: las canciones que Catherine entona por petición de su familia y ayudan a mitigar el miedo y la desazón. Su planteamiento de ribetes terminales, con las emociones entremezclándose de forma fugaz y el tiempo escurriéndose entre los dedos de los personajes, cuerpos torturados, patéticos, que se mueven entre tinieblas, acercan la película a The Turin Horse (A Torinói ló, 2011, Béla Tarr), pues a ambas se podría aplicar las sabias palabras que Àngel Quintana dedicó (en Facebook) a la obra del cineasta húngaro: “Es obscura, apocalíptica, pero acaba remitiendo a todo nuestro mundo: la crisis, el miedo al otro, la soledad, el abandono de Dios, la ausencia de futuro”.

 

– 4:44 Last Day on Earth (Abel Ferrara)

4:44 Last Day on Earth también comparte elementos con la última película de Tarr, pues Ferrara demuestra que el fin de los tiempos puede ponerse en imágenes casi únicamente con dos personajes encerrados en un loft neoyorquino (estrategia, la de emplazar la mayor parte del film en una única habitación, ya ensayada por él en New Rose Hotel -1998-, una de sus obras de referencia). Sin duda, no hay mejor forma de afrontar el Apocalipsis que permanecer en casa en buena compañía y utilizando las imágenes de «internet» (y el skype) como ventana abierta al mundo que, sin embargo, no consigue informarnos verdaderamente de la situación de las cosas (aunque esto en realidad es lo de menos). Pero sí que hay una salida: el personaje interpretado por Willem Dafoe (que, intuimos con especial fuerza esta vez, constituye un álter-ego del propio Ferrara) abandona el estudio para dar un paseo durante el cual el cineasta filma su ciudad natal, su luz, su arquitectura y sus viandantes lunáticos, como si fuesen los años setenta y, quien se desplazase por ella, Jon Voigt o Robert De Niro. La película crece y crece a medida que avanza hacia su sublime final, demostrando que es posible realizar un film que no gire la cara a la realidad del mundo en que sobrevivimos, y a la vez recree o incluso reconstruya el espíritu transgresor del cine underground del que procede su realizador y que, en realidad, nunca ha llegado a abandonar. Y es que el ejemplo de Ferrara resulta hoy inspirador (como lo pudo ser el de Rossellini para los “jóvenes turcos”) en tanto demuestra que las mejores películas pueden hacerse con muy poco, pues las telecomunicaciones actuales permiten obtener casi cualquier imagen que uno necesite, sin que el resultado desmerezca en comparación con proyectos concebidos a través de procesos de producción tradicionales. En este sentido, Ferrara vuelve a postularse como un cineasta esencial y revolucionario.

 

– Die herde des herrn (Romuald Karmakar)

No es la primera vez que me sucede con el cine de Karmakar algo que traté de explicitar en un artículo publicado en el número 3 de la revista Lumière (p. 66-67) relativo a Villalobos (2009), su anterior documental: nunca consigo estar seguro de cuál es su posición respecto al material que maneja y a sus objetos de estudio. Es evidente, después de ver su nueva película (que carece, por cierto, de título internacional en inglés; en castellano sería “el rebaño del Señor”), que a Karmakar le gusta indagar en el funcionamiento interno de fenómenos que arrastran a una cierta masa social, como pueda ser la música electrónica o, en este caso, la congregación de peregrinos en la Plaza de San Pedro con motivo del fallecimiento de Juan Pablo II, y también las reacciones de las gentes de Marktl, lugar de nacimiento de su sucesor (ordenados ambos hechos temporalmente a la inversa por Karmakar). La primera parte tiene un punto más susceptible de ser identificado con cierta mordacidad (no me atrevo a asegurarlo tratándose de este director), pues documenta la pronta comercialización de los más variopintos productos asociados al nombre del Papa entrante (como el té o los pasteles “oficiales”, realizados como presuntamente le gustan a él). Incluso el tono de las preguntas de Karmakar da la impresión de ser, algunas veces, algo más insidioso de lo normal, aunque sin rebasar nunca su autoimpuesta ambigüedad. La segunda parte incluye imágenes pocas veces vistas sobre la organización de los fieles durante los fastos funerarios, cuyo esfuerzo físico por formar parte de la experiencia colectiva se ve correspondido por una planificación estoica que puede hacer pensar en los documentales de Leni Riefenstahl.

 

– Faust (Aleksandr Sokurov)

Hubo quien abandonó la proyección a los cincuenta minutos de la que concluyó por ser la ganadora del máximo galardón de esta edición, si bien la mayoría de los presentes en la atestada sala Darsena aguantaron hasta el final y coronaron el pase con una sonora e interminable ovación. Sokurov agrega una nueva pieza a la que era su trilogía sobre el Poder, en este caso una versión libre de la archifamosa (aunque quizás no tan bien conocida) obra de Johann Wolfgang von Goethe. Si Klaus Mann adaptó el asunto del pacto mefistofélico a la Alemania inmediatamente pre-nazi, Sokurov logra que trascienda como alegoría de nuestra era. Concebida con un extraordinario sentido de la continuidad, como si se tratase de una única secuencia (aunque los cambios de plano -y juegos con el aspect ratio- sean una constante), la película resulta densa en su arranque (la logorrea de los personajes genera un overflow de subtítulos que casi no deja tiempo para ver las imágenes), el cual prepara el terreno para introducir más adelante algunas secuencias de una potencia arrasadora (la actriz alemana de raíces rusas Isolda Dychauk protagoniza varias de ellas) y un halo romántico comparable al de la adaptación de Cumbres borrascosas presente en Sección Oficial. Sokurov no rinde cuentas a nadie y rueda con total confianza en su modo de entender el cine una obra que maneja texturas (e incluso olores) con la fuerza del mejor David Lynch y, en sus imágenes finales, transita paisajes lunares que podrían haber sido extraídos de una película de Herzog.

 

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Durante una de las conversaciones entre proyección y proyección, el compañero Manuel Yáñez (cuya crónica para Otros Cines se puede consultar aquí) propuso el juego de buscar algún director medianamente prolífico sin malas películas en su haber. Al final acabé sugiriendo (aunque no lo tenía en mente en aquel momento) el nombre de David Lynch. Hace tiempo que no rueda un largometraje, desde 2006. También Godard ha disminuido de forma insólita su ritmo de trabajo en los últimos años, aunque en su caso puede aducirse el asunto de la edad, o tal vez a la muerte del lenguaje del que él mismo habla. En el caso de Lynch, que presenta ahora su primer LP musical, parece que simplemente no está siendo capaz de aplicar el método creativo que le ha caracterizado desde Eraserhead (1977): Enamorarse de una idea y a partir de ella ir atrapando y adhiriendo más ideas hasta conformar el largometraje. Sus últimos trabajos audiovisuales, Lady Blue Shanghai y The 3 Rs, son encargos (como lo fue Six Figures Getting Sick -1966-, que está en el origen de todo) de formato corto y particularmente desquiciados. Lynch parece, como Buñuel en sus últimos años creativos, estar cerrando el círculo en su filmografía, volviendo a la intuición más pura y experimental. Pero, ¿será una decisión consciente? ¿O será tal vez el contexto histórico en el que nos encontramos ya no le permite enamorarse de las ideas con la fuerza suficiente como para que cuajen en formato largo?

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– Texas Killing Fields (Amy Canaan Mann)

Se aguardaba algo más del debut como realizadora de la hija de Michael Mann, pues la factura visual (mucho más “B” de lo esperado) y el pulso narrativo de esta, su primera película, no resiste la comparación con la mayoría de títulos firmados por su progenitor. Tampoco destaca especialmente su guión (obra de Don Ferrarone, ex-agente de la DEA y colaborador habitual del casi siempre temible Tony Scott), si bien dicha circunstancia sí resulta algo más habitual en las películas dirigidas por Mann padre, quien ejerce aquí labores de productor. Pero, con todo, está lejos de ser una película despreciable y se vio seguramente perjudicada por comparación con otras obras de la Sección Oficial. Cierto es que el film disuelve poco a poco sus mejores hallazgos en un convencionalismo conformista, pero no sería justo negarle algunos puntos de interés que le sitúan por encima de la media de este tipo de productos. Me refiero a su invocación, mejor o peor conseguida, del gótico americano en algunos pasajes, a sus conexiones, no solo argumentales, con películas como Zodiac (David Fincher, 2007) y, claro está, a las reformulaciones de elementos lynchianos (visto el plano del cadáver de la chica metido en plástico, no sorprende la presencia en el reparto de Sheryl Lee, reencarnada ahora en uno de los retorcidos personajes adultos de Twin Peaks), aunque carece del lado surreal. Por otra parte, resulta paradigmático como muestra de una tensión entre el recurso a cierta estética procedente del cine y las series de temática policial, así como al empleo de muchos de sus clichés, y el loable intento de constituir una película de genuino cine negro contemporáneo, o lo que es lo mismo, que permita entrever aquello que la sociedad oculta (cada vez menos) en la trastienda.

– La désintégration (Philippe Faucon)

Una película muy seria (quizás los actores fuerzan un poco este tono circunspecto en algún instante: este sería su mayor y casi único handicap), narrada sin florituras visuales y sin música. A través de los distintos miembros de una familia de raíces musulmanas asentada en Lille, el ya veterano Faucon (cineasta de origen marroquí que comenzó como asistente de dirección de, entre otros, Jacques Demy y Leos Carax en los ochenta), analiza los diferentes grados de integración social (o no) de sus miembros. Uno de ellos, tras ser una y otra vez rechazado por un sistema laboral y de convivencia cada vez más blindado para dificultar a ciertos sectores de la población el acceso al mismo, pierde la paciencia y elige el camino fácil del resentimiento, lo que le conduce a relacionarse con un grupo de integristas islámicos radicales. Poco a poco el relato se concentra más y más en él y en el modo en que lo programan. Todo muy prosaico (puede recordar al Laurent Cantet más en forma), y con un importante crescendo de tensión en su tramo final, coronado por la consabida vuelta de tuerca, levemente efectista, pero pese a todo legítima y resuelta con el mismo grado de sobriedad que preside el resto del metraje.

 

 

– Life without Principle (Johnnie To)

Algunos realizadores cuyo nombre está irremediablemente asociado con el cine de género contemporáneo (y sus múltiples mutaciones) están consiguiendo indagar en las causas de la bipolaridad socioeconómica que caracteriza a los últimos años. Como quien no quiere la cosa, Johnnie To ofrece en su última película un tratado casi didáctico sobre el modo en el que los inversores de pequeñas cantidades de dinero (comparadas con los beneficios de las grandes empresas) son seducidos por la codicia, el sueño de dar el salto al “otro lado” de aquellos cuya existencia está dedicada al disfrute del poder que promete la conquista de un elevado caudal monetario. To advierte de que entre unos y otros media en realidad un abismo insalvable. También de que en el mundo de las finanzas a alta escala no existen los golpes de buena suerte (aunque estos a veces puedan llegar a suceder por puro azar, sin pretenderlo), y las compañías superestructurales apuestan siempre sobre seguro, enseñan el anzuelo y luego no ofrecen más que unas formularias palabras de aliento a quien se queda por el camino. Pero no es maniqueo: El banco apenas intenta disuadir al cliente temerario y se cubre las espaldas en todo momento, pero dicho cliente también peca por codicia. Lo que parece va a ser un film de episodios sobre la crisis sin relación entre sí, acaba por interconectarse de modo brillante (casi a lo De Palma, y a veces a lo Hitchcock) con otras líneas narrativas mafiosas en las que no faltan ni el humor ni los arrebatos de violencia, conformando un todo plenamente disfrutable, además de perspicaz.

– Damsels in Distress (Whit Stillman)

La película de clausura fue el esperadísimo regreso del estadounidense Whit Stillman, su cuarto largometraje en algo más de dos décadas de carrera y exactamente trece años después de su anterior trabajo, The Last Days of Disco (1998). Se trata de una película burbujeante y profundamente subversiva pese a que sus apariencias son las de cualquier frívola comedia de instituto, particularmente recatada, además. Sin embargo, su humor, que demuestra de nuevo que lo demodé y lo ultramoderno vienen a ser lo mismo, se cimenta en situaciones y parlamentos cuyo absurdo es digno heredero de las más memorables intervenciones de Groucho Marx, algo en realidad no tan habitual en una comedia reciente. De algunas películas de los hermanos hereda también la anarquía de su secuenciación, y puntualmente Stillman introduce venenosos aguijones satíricos relacionados con el análisis de distintas relaciones y psicologías humanas en ciertas clases sociales. El cinismo, por ejemplo, es puesto de manifiesto cuando uno de los personajes lleva a cabo acciones ontológicamente idénticas a las que le hacen vituperar a terceros, y se niega a admitirlo con hilarantes justificaciones. La mayoría de secuencias, embebidas de ideas a menudo racionalmente erróneas, encuentran sin embargo una particular “lógica intuitiva” que fascina, emociona y, sobre todo, agrada a los sentidos y al entendimiento, conformando una (otra) segura obra de culto para Mr. Stillman. Su desprejuiciada forma de dar una nueva vuelta de tuerca al género de la comedia (que, si bien sigue ofreciendo buenos títulos cada año, da síntomas de agotamiento) la hace digna candidata a ser la Zoolander (2001) de esta década, al menos hasta que Stiller estrene la secuela oficial, prevista para el año 2014.

– Notes sur nos voyages en Russie (Angela Ricci Lucchi & Yervant Gianikian)

Un último comentario para esta película minúscula, destinada (como todas a medio o largo plazo) a perderse en la inmensidad del audiovisual y de la que, al menos en un rastreo superficial en google, nadie parece haber escrito nada más allá de la sinopsis oficial. Aunque queda lejos de los mejores trabajos de la pareja de cineastas, era difícil no emocionarse al verles sentarse juntos en la butaca para presentar una obra de quince minutos en la que reconstruyen recuerdos personales a través de acuarelas (sencillos dibujos inanimados) escoltadas por una voz en off. Un film-recordatorio que seguramente solo ellos dos puedan comprender en su complejidad (o simpleza). No la entendemos, pero nos gusta porque es secreta.

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Concluyo también por el final: Acabado el festival, la sensación general fue la de una profecía autocumplida que nos transporta al fin esperado sin demasiados sobresaltos. En Separator, último corte de The King of Limbs, el monumental último álbum de Radiohead, se escucha a Thom E. Yorke cantar: “like I’m falling out of bed from a long and vivid dream”. Así nos sentimos al volver a Asturias: como recién despertados de un sueño que nos dejó exhaustos y vigilantes. Pero, siguiendo la letra de la misma canción, es posible que quien piense que todo esto ha terminado se equivoque.

(1) Carlos Losilla sobre Oki’s Movie, de Hong Sang-soo. Cahiers du cinéma – España, nº 46, Junio 2011.