‘La mujer de Tchaikovsky’ o la pretendida belleza de lo informe

Contra la vanidad, lo verosímil y las no-imágenes

El cine de Kirill Serebrennikov siempre ha tendido a ser una antinatural mezcla entre teatralidad y virtuosismo. Desde los caricaturescos escenarios, los movimientos de cámara, la gala de los interiores decoradísimos y la vacuidad espacial hasta la construcción de personajes que llevan absolutamente todo el peso del aparato cinematográfico. Para los que estamos ya cansados de un cine que se mueve por los tortuosos caminos de la narrativa teatral teniendo por ley el abrazar las contradicciones psicológicas de sus protagonistas para lanzar mensajes moralizadores —a base de caras vestimentas, escenarios y ambientaciones— la última película del ruso es un auténtico suplicio. Y no es que Serebrennikov sea un director venido a menos, siempre fue mediocre por mucho que una parte de la crítica y el público se empeñe en ver una imagen embellecida y elegante en su obra, que a nuestro entender es más bien vacía y errática. Puede que La mujer de Tchaikovsky (Zhena Chaikovskogo, 2022) sea lo más parecido que ha llegado a concebir a Ragin (2004), uno de sus primeros filmes, si bien también tiene retazos formales de ese espanto que es La fiebre de Petrov (Petrovy v grippe, 2021). Sin duda, está muy lejos de la vagamente interesante Traición (Izmena (Betrayal), 2012) y también de la irritante y pendenciera El estudiante ((M)uchenik, 2016). En su afán por seguir el camino de la universalización estéril del cine —algo que responde a un globalismo liberal en el que se sustituye la idiosincrasia particular de un territorio por ideologías promovidas por las democracias capitalistas avanzadas— sus películas se abstraen de la Historia. Con ello no nos referimos a un desvío de los llamados “hechos reales” sino que hacemos alusión a una situación de limbo, alejada de cualquier tipo de relación con el pasado y con el presente en términos directos, pues se evita la resonancia visual mediante una recreación ultraverosímil de la Rusia del siglo XIX y también se promueve el moralismo actualista mediante los diálogos y los gestos. La mujer de Tchaikovsky es, de hecho, la muestra de una progresiva decadencia en el terreno formal, narrativo, estilístico e ideológico.

Teniendo muy claro que estamos ante una película psicologista que se presenta como una versión oscura del biopic —en lo relativo a generar confusión emocional— intentaremos explicar lo mejor posible porque resulta un fracaso estético monumental. No nos importa aquí lo que haya de cierto en La mujer de Tchaikovsky tanto a nivel visual como narrativo porque entendemos que una obra de arte parte de una subjetividad concreta y, por tanto, su realidad no es más que un constructo ficticio de duración limitada. Ante esto, curiosamente, está la objetividad de la obra acabada y las obvias limitaciones que ofrece de cara a su análisis —la película es lo que se ve y oye desde el minuto cero hasta el final y nada más— y es de ahí desde donde creemos que hay que partir para conseguir entender la subjetividad que la impregna. Al margen de la información contextual de la que podamos disponer sobre el filme y de las lecturas diferentes acordes a cada época, siempre existirá un objeto en común que es la película; las imágenes y sonidos planteados como un todo inalterable en el tiempo y que debe prevalecer sobre las conexiones externas. Y esto no es formalismo, sino análisis formal que también tiene en cuenta las ideas objetivadas en la forma, la relación de ideas y conceptos más allá de la forma en sí y también, si decidimos ir más lejos, la interpretación de esas ideas, el contexto histórico, la puesta en escena, las infraestructuras concretas de su producción, etc. Con esto lo que intentamos apuntar es que tenemos la Historia por un lado y que el cine no está ni para suplantarla ni para recrearla (porque es imposible de facto). Por eso se habla de ficción, un término que lamentablemente ha perdido su consistencia recientemente, pero del que cabe conocer sus cualidades para poder llevar a cabo un ejercicio crítico. 

Por otro lado, creemos que es un error equiparar la función del cine con el símil literario de “contar una historia”. Porque en realidad no se cuenta una historia, ni tan siquiera en la rama narrativa convencional que domina la mayor parte de la producción mundial. Lo que ocurre más bien es que se conectan imágenes que crean significados a partir del contexto y las situaciones, que ni tan siquiera se desarrollan siempre en orden cronológico —precisamente La mujer de Tchaikovsky es, mayormente, una serie de grandes flashbacks. Por sí solas, estas imágenes no significan nada, pero tienen una fuerte presencia debido a su composición, a su encuadre. El mayor problema de la última película de Serebrennikov, y en general de todo su cine, es la ausencia de imágenes entendidas como estratos individuales que deben unirse con otros para, en este caso, narrar. Lo visual en el director ruso es algo distinto —que no tendría por qué ser algo negativo, pero que lo acaba siendo por diversas razones—, una serie de no-imágenes que se basan en la recreación de espacios y situaciones con un resultado inane si nos fijamos en su montaje o incluso en sus movimientos. La narrativa convencional de Serebrennikov dista mucho de otras narrativas también convencionales dándose a la construcción de escenas comunes por el uso de planos sin atención a su propia necesidad, sin cabida para la sorpresa o el misterio intrínseco en ellos —y esto nada tiene que ver con una los giros narrativos de la trama. Su aparato visual está desnudo (en el peor de los sentidos) y sin embargo se muestra demasiado revestido de y en las ideas que objetiva. Paradigma de una forma informe, un segmento en el que los movimientos no dicen nada porque no se refieren a nada más allá de un seguimiento consciente de personajes concretos. La mujer de Tchaikovsky cae así en lo arbitrario y es un amalgama audiovisual con un hilo conductor sometido a la palabra que cuando se desliga de la misma resulta ridículo, pretencioso e incluso falso. Falso en su arrojo y mentiroso en su inclinación por la imagen que crea, que da lugar al despropósito estético y narrativo, como detallaremos al final de este texto.

Pero entonces, ¿qué es lo que hay en el último largometraje de Serebrennikov? Lo mismo que en un film televisivo alemán, turco o americano pero pasado por la estética de festivales correcta (por no decir cara) y bañado por un comentario sociopolítico de moda (que sale mal). Repetimos que la ideología del director (porque las películas carecen de ella) es irrelevante ya que, con el tiempo, desaparecerá y quedará tan solo su filme. No creemos que el cine deba ser moralizador, social o político —por mucho que pueda incluir referencias a estas cuestiones—, pero es imposible obviar la inconsistencia del machacón mensaje de La mujer de Tchaikovsky, que cae, al margen de muchos tópicos, en una total contradicción… Y podríamos hablar de misoginia, de homofobia, de inconsciencia y de inseguridad, de alegoría confusa del poder patriarcal y de enfermedad mental femenina reactiva, aunque dejaremos esas lecturas a los que gusten de hacer estudios culturales. Lo que aquí interesa principalmente es la imperdonable cualidad simultánea entre intencionalidad e insatisfacción que recorre casi todo el film. La mujer de Tchaikovsky se aproxima de manera grotescamente embellecida a casi todo, algo que es común en el cine ruso comercial y en algunos cineastas que comenzaron su carrera en este siglo. Serebrennikov está lejos de Aleksandr Zeldovich o de Aleksey German Jr., aunque sí tiene algunos puntos en común con ellos, como la estilización excesiva de sus películas y también la propensión al plano secuencia por obra y gracia del plano secuencia. 

En la película que nos ocupa hay una total falta de ritmo tanto en el desarrollo de los planos de larga duración como en las transiciones. Todo se basa en la visión de espacios, mayormente interiores, desaprovechados por la impronta presencia de los actores que ocupan casi la totalidad del encuadre —sobre todo, la protagonista. Para subsanar esta invasión, que no es más que una consecuencia de la mala planificación y de rendir pleitesía a los intérpretes, se opta por una tendencia focal actual de la televisión: un formato ancho, 2.35:1 concretamente, que no tiene otro sentido más allá que el de proporcionar un campo de visión ilusoriamente más amplio —porque, en realidad, no hay nada que ver a los lados. Esto es algo a lo que el espectador medio está acostumbrado y que cada vez se ve más en los festivales de clase A; algo contra lo que hay que combatir, dejémoslo claro. Son evidentes las diferencias entre películas que utilizan con sentido el formato conocido como scope y las que no y si se decide optar por él hay que aprovechar lo que te da y aceptar sus normas en relación con el encuadre. En este sentido, otro de los problemas de La mujer de Tchaikovski es que la gran mayoría de sus travellings son muestras de un virtuosismo fenoménico que pasa por alto la cantidad de elementos que la cámara registra porque, en realidad, no son útiles narrativamente. No diremos aquello de “es envoltorio” porque, objetivamente, no lo es, pero sí subrayaremos la incapacidad de los objetos e incluso de los figurantes de generar nada que no sea vulgaridad. En los movimientos se registra un espacio que entendemos como mayor (el set o la localización X) pero que no debería sentirse como algo inabarcable desde un prisma formal. Lo que condena la ejecución de Serebrennikov y vuelve caprichosas la gran mayoría de sus decisiones formales es su imposibilidad de mirar más allá de los muebles y los vestidos pulcramente situados para dar ese ambiente decimonónico. El director elabora escenas que obvian cualquier sentimiento más allá de lo impostado por la cara de una actriz o por el simple hecho de escuchar una melodía triste de piano (para más inri, cuando la protagonista está triste y no antes, dejando que la psicología guíe incluso a la música y no haya lugar para sugerencia alguna). 

Todo lo que La mujer de Tchaikovsky tiene de delicado lo tiene de histérico, todo lo bonito de aparatoso y todo lo elegante de sucio. Muchos dirán que lo que importa es lo que se nos cuenta sobre la pobre mujer de Tchaikovsky, pero yo me pregunto por qué a su director tan solo parece interesarle la parte psicológica de sus personajes y obvia la forma de su obra. Una circunstancia que da lugar a una narrativa desdibujada y ambigua, en la que las idas y venidas pretendidamente visuales no son más que reflejo de una inseguridad ideológica, comprensible pero desastrosa incluso para la trama. Aquí hay espacios diáfanos u oscuros iluminados tan solo para reiterar quién es la protagonista y con quién está hablando. Hay también decisiones de montaje erráticas, como cortar un plano porque urge saltar al siguiente, aunque estés metido en un tren, o perderse en planos alargados cargados de un onirismo petulante o de una coreografía sonrojante (como ocurre de cara al final del filme)… El juego plano/contraplano que plantea Serebrennikov acaba siendo la ilusión del avance temático; una herramienta de cobarde, de embaucador o de ignorante, mientras que la propensión a los planos de larga duración solo sirve para mostrar la pulcritud del decorado o los recorridos de una cámara perdida entre tanta luz inútil… No es nada nuevo, pero por cosas como esta los críticos solo hablan de actores y de historias. Acostumbrados ya a las no-imágenes tan solo queda destacar lo abstracto de la abstracción; lo crítica que es la película con determinadas ideas, lo aburrida que es, lo buena que es la fotografía (aludiendo, presuponemos, solo a su apariencia estética…), lo increíble de las coreografías… Ya es casi imposible ver por qué hay vileza en cortar de una paliza a un parto tal como ocurre en La mujer de Tchaikovsky, por qué la iluminación de época acaba dando lugar a un espectáculo aberrante e incluso ridículo en su aparente elegancia impoluta o por qué la profundidad de la cámara aleja cualquier elemento visible de una realidad tangible. Todo ello constata que la película de Serebrennikov es ajena a lo real aun siendo verosímil.

 

© Borja Castillejo, mayo de 2023