Entrevista a Santiago Fillol a propósito de ‘Matadero’

“El fuera de campo es un lugar de ida y vuelta entre la película y el espectador”


Conversamos con Santiago Fillol en el marco de L’Alternativa, el festival de cine independiente de Barcelona en el que ha presentado Matadero, relato del tortuoso rodaje de un film en la Argentina de los años setenta que parte del cuento de Esteban Echeverría El matadero. Se trata de su segundo largometraje tras Ich bin Enric Marco (2009), que codirigió junto a Lucas Vermal.

La violencia está presente en toda la película, anida en todos los personajes, se hace patente en el momento histórico que recrea: ¿un rodaje está en sí mismo cargado de una gran violencia simbólica?

Para nosotros era importante pensar cómo representar la violencia y no solo cómo recrearla, nuestra película gira directamente sobre el eje de la representación. ¿Qué hacemos cuando representamos la violencia? Además, trabajando con un texto fundacional de la literatura argentina como es El matadero, que es ultraviolento y muy resentido porque hace un retrato muy sesgado, muy marcado: atribuye a las clases populares ser las portadoras de la violencia. El matadero es a la vez como un fantasma, un imaginario que ha ido dando vueltas a lo largo de toda la ficción argentina. Así pues, nos pareció que, justamente, trabajar con una película que se pone ante el problema de cómo representar esa violencia nos hacía pasar de un lado reactivo a otro más analítico; sin perder la tensión del género, ya que estamos en un thriller y hay una sensación de constante avance, inquietud, suspense. Pero digamos que la herramienta era esa, pasar a las problemáticas de la representación, donde la violencia adquiere otro grado. Al mismo tiempo que la padeces, la violencia representada te permite tomar una distancia y pensarla.

Vicenta, el personaje de la joven directora, parece el más honesto y el menos maleado, funciona a partir de una pulsión cinéfila que no es malsana, en contraposición al director norteamericano. ¿Qué representa para ti ese personaje?

A mí me parece que es siempre importante que todos los personajes tengan muchas capas y matices. O sea, no me interesa que un personaje sea una sola cosa porque todos tenemos matices y puntos ciegos, idas y vueltas. Luego trato de seguir a los personajes hasta el punto en donde hay algo que no entiendo de ellos y se me escapa. Que, además, me parece que es el momento en el que un personaje gana autonomía. Vicenta, en concreto, tiene el aura de los narradores, es el personaje que ha estado cerca de cosas muy intensas, muy densas, pero no se ha atrevido a dar el paso. No ha tenido ni siquiera el instinto o el coraje suficiente para dar el paso. Muchas veces, los personajes narradores son aquellos que se han quedado inmaculados, a salvo, sin haberse manchado las manos en el acto. Y con una historia pesada por contar, algo que Joseph Conrad, por ejemplo, enseña muy bien en sus novelas: esa especie de karma del personaje narrador que fue el que no participó, el que no se atrevió. Además, en una época como los años setenta, en la que actuar era una palabra con mayúsculas: dejar de escribir o dejar de representar para actuar, actuar en serio. Ese punto de Vicenta, su no paso o semipaso, me parece fundamental. Es un eje anímico de la película que creo que conecta con muchos espectadores que, en general, ante las grandes gestas de la historia, nos quedamos al otro lado de la ventana.

¿Qué peso tiene el cine clásico en esta primera ficción tuya? Salvando las distancias, la actitud de los actores militantes de Matadero recuerda al de aquella compañía de actores polacos de Ser o no ser (To Be or Not to Be. 1942). Si bien la película de Ernst Lubitsch es una comedia, Matadero comparte esa misma voluntad de que el arte, en este caso el cine, sea condición de posibilidad para llevar a cabo la revolución.

Para mí es importante mantener un diálogo con el cine todo el tiempo, lograr que la tradición circule con la historia del cine. Y creo que es difícil ir a dialogar directamente con el cine clásico. En cambio, a mí me parecía un poco más orgánico dialogar con el cine americano de los setenta que, a su vez, todavía mantiene un diálogo con el cine clásico. Michael Cimino dialoga todavía con John Ford, por ejemplo. Al ir a dialogar con el último que dialogó con el clásico, la tradición circula. Por eso, a mí me parecía importante estar cerca de Cimino, de Dennis Hopper o Francis F. Coppola, que todavía seguían pensando en esas grandes gestas de Ford, Howard Hawks, etc. Y, ahí, la compañía del grupo de actores idealistas que cree que puede cambiar la película me parece esencial porque es algo que va más allá de la tradición. Me encanta la mención que haces a Lubitsch y a Ser o no ser; es algo que, a veces, se siente en los rodajes. Quienes participan en un rodaje sienten muchas veces que podrían alterar algo, eso que el director no llega a ver del todo. Y empiezan a salir más películas que una sola película, o más películas en el interior de una película, como es el caso de Matadero, donde hay varias películas en su seno. Está la película del americano, que tiene la visión de una especie de serie B gore, sanguinaria y efectista. Está la película de los actores argentinos militantes que intentan emanciparse de eso y llevarla a otro lado, buscar una redistribución simbólica con esa forma de tomar la película del americano. Y está también la película de las chicas que, cuando se quedan a cargo de la película, convierten algo que era más vertical y pulsional en un rodaje más comunitario y horizontal; es uno de nuestros momentos favoritos. Es una pequeña primavera antes de la tormenta. Después, están todos los agujeros, todo ese horror que está en fuera de campo y que no vemos, pero que tememos. Matadero es todas esas películas juntas que se van solapando, haciendo eco entre sí: la que vemos, la que no vemos, la que imaginamos, la que nos hubiera gustado que esos actores y esas actrices se llevaran hacia otro terreno… En medio de todo ese palimpsesto, vive nuestra película.

En tu documental anterior, llevaste a Enric Marco a reconstruir su propia historia fundacional, la verdadera, la que le dio la oportunidad de crear a su alter ego ficticio. Para hacer Matadero, has elegido una obra fundacional argentina y has sido el único en llevarla al cine: ¿de dónde nace tu interés por llegar al germen de las cosas?

Creo que siempre es algo que genera vértigo y es muy excitante, ¿no? La palabra origen es una palabra muy cargada, muy densa. Es arque: archivo, arqueología. En el origen, como decía Walter Benjamin, se arma un remolino que te permite ver la superficie y el fondo del río a la vez. Como una opción de conectar por una espiral superficie y origen. Nunca un origen es un punto exacto en el tiempo sino un encuentro que permite releer algo de la historia. Como si un pasado necesitara un presente para poder activarse. O como si fuera la gota químicamente exacta para que ese pasado tome cuerpo de nuevo en el presente. Pero no se trata ni de que el presente relea el pasado ni de que el pasado relea el presente; los dos juntos generan esa chispa. Cuando hicimos el documental sobre Enric Marco, en la España de los años dos mil, era un momento en que la memoria histórica estaba sobreexplotada. Entonces, me pareció que el caso de ese falsario nos permitía releer un poco lo que había sido la vivencia de los verdaderos deportados y un cierto relato que se había, en cierta forma, industrializado. Nos permitía poner en crisis todo eso y revisarlo. Y, en el caso de Matadero, es una ficción que está en el origen de todas las ficciones argentinas, una especie de alegoría fratricida entre las clases ilustradas y las clases populares. Es algo que hablamos mucho con Edgardo Dobry, que es poeta y guionista de la película, y con Lucas Vermal, otro amigo filósofo y también guionista de la película (con Lucas compartí Ich bin Enric Marco). Son un poco mi familia de adopción de argentinos que vivimos fuera de Argentina desde hace un tiempo. Pensamos mucho sobre ese relato que flota por todas las obras y que no había sido adaptado, quizás por razones sensatas: porque es muy espinoso, tóxico incluso, representar la lucha entre las clases ilustradas humillando a las clases populares o viceversa. ¿A quién filmas primero? ¿A quién haciendo qué? En cambio, tratar de pensar cómo poner eso en escena nos daba tal vez una manera de repensarnos, de mirarnos ante esas formas tan complejas.

Aunque no vemos ninguna ejecución, tu película se abre con la decisión de proyectar Matadero más allá de su funesto proceso de construcción. ¿Hasta qué punto te influye la tesis de Georges Didi-Huberman sobre las imágenes pese a todo?

Me parce muy interesante, yo participé como un lector muy interesado en el debate entre Claude Lanzmann y Didi-Huberman. Es algo difícil de responder de una sola manera y genera una revuelta importante en tu imaginación: ¿tengo derecho o no tengo derecho a ver esas imágenes? ¿Qué es ver una imagen? ¿Qué es una imagen pese a todo? En una época en que las imágenes se han convertido en una inflamación selfática donde todo se transmite sin ningún tipo de concepción ni ritual, pensar si puedo o no puedo ver algo me parece un gesto importante. Respecto al fuera de campo, a mí siempre me interesó. Creo que toda buena imagen de cine es no solo lo que vemos sino también lo que no vemos. Y cómo lo que no vemos muchas veces condiciona, proyecta, trastoca o desestabiliza lo que vemos. Piénsalo en tu propia vida: hay un montón de cosas que entrevemos o que no llegamos a ver y terminan ocupando un lugar que desborda el cuadro de la experiencia. A mí me interesaba trabajar un fuera de campo que nos desbordara ante algo; algo que, a su vez, en una época tan complicada como esa, desbordaba la experiencia. Con lo cual, el fuera de campo es el espacio donde el espectador proyecta algo a partir de lo que ha ido viendo, que son los pliegues de una representación: siempre vemos cómo el cineasta americano está preparando una escena, armando las bambalinas de esa escena, pero no vemos directamente la escena; y, viendo esos bordes, esos pliegues de la representación, se empieza a proyectar en la cabeza de cada espectador una película nueva que muchas veces está tejida por los deseos y los temores de una época. Los setenta eran un tiempo de convicciones muy fuertes, un periodo que marcaba un antes y un después. La revolución, grandes películas que fueran más importantes que la vida misma… Nos pareció que una época de convicciones tan fuertes tenía que ser, seguro, una época de dudas a la altura de esas convicciones. Y tratamos de pensar nuestra película desde esas dudas: dar cuerpo a esas dudas, a esos temores. Muchas veces, ese fuera de campo en donde un espectador puede proyectar sus temores es un lugar de ida y vuelta entre lo que la película ha ido insinuando y lo que el propio espectador ha ido construyendo.

Teniendo en cuenta toda la atención que has volcado en el estudio del fuera de campo, ¿se puede decir que tus dos obras buscan visibilizar y dar relieve a lo que hay en el fuera de campo de las historias y no solo de las escenas?

Puede ser. No soy tan, digamos, consciente; no son cosas programáticas que esté buscando. Pero sí creo que, cada vez que te metes en problemas, aparecen formas buenas: cuando te enfrentas a los límites de una representación, las formas empiezan a emerger y a lo mejor te queda algo no tan perfecto, más cojo, con una manga más larga que otra… Pero es algo que nace de ese forcejeo entre las formas y las representaciones. Y me parece que el fuera de campo es un lugar donde chocan lo infinito y un motivo con los límites de una imagen. Además, cada época se enfrenta a los límites de algo que no termina de imaginar del todo, algo a lo que no termina de dar forma. Y creo que esos son los fuera de campo, los agujeros representacionales que más me interesan. En ese negro, en ese chapoteo, están las imágenes peleándose por emerger.

Estamos en un momento en que Argentina parece estar haciendo un proceso de recuperación de la memoria histórica: está Argentina, 1985 (Santiago Mitre), tu película… ¿A qué crees que responde?

Yo creo que Argentina siempre ha estado muy atenta al tema; en comparación, mucho más que España. Es infinita la escala en que Argentina ha estado revisando su pasado críticamente, de un modo ejemplar, desde los primeros compases de la democracia. Lo que creo que está pasando en estos últimos años es más bien que los que nacimos durante esa época, entre finales de los setenta y comienzos de los ochenta, estamos volviendo también nuestra mirada hacia allí. Pero Argentina ha estado constantemente revisando de un modo autocrítico, profundo y con mucha radicalidad su propia historia. Siempre ha sido una sociedad muy activa políticamente, en donde las militancias son parte de la vida política y la discusión es parte de la vida social. La conformación del ser argentino tiene que ver con esa discusión y con esa contraposición constante. Y yo creo que es parte de una necesidad. Cuando uno nace, lo nombran, y cuando lo nombran, le están marcando una serie de cosas; revisar esas marcas de origen es esencial para cualquier ciudadano. Lo veo totalmente consustancial a lo que ha sido la tradición argentina. Del mismo modo que los escritores de los años cincuenta revisaron el legado anterior y los de los setenta revisaron el de las generaciones anteriores, los que nacimos en los setenta y ochenta estamos repensando esa época para contarnos desde allí.

 

© Mireia Iniesta, diciembre de 2022