Entrevista a Andrés Duque a propósito de ‘Monte Tropic’
«La subjetividad es lo que te permite construir una verdad»
Andrés Duque, director de Iván Z (2004), Color perro que huye (2011), Oleg y las raras artes (2016) y otros films que transitan entre el cine documental y lo experimental, ha presentado su último largometraje en la 29ª edición de L’Alternativa, festival de cine independiente de Barcelona: Monte Tropic (2022) parte de la filmación de un grupo de jóvenes marroquís afincados en Cataluña para poner sobre la mesa estimulantes cuestionamientos políticos y formales.
Carelia es un lugar transfronterizo. ¿Se pueden establecer ciertas concomitancias entre Carelia: internacional con movimiento (2019), tu largometraje anterior, y Monte Tropic? ¿Cuál fue el punto de partida de Monte Tropic?
Carelia es una película que yo fui a buscar; Monte Tropic es una película que parte de una colaboración con la Universitat Pompeu Fabra. Viene de un proyecto llamado Transgang y tu pregunta viene muy a cuento porque es un proyecto pensado para ser abordado desde una perspectiva social. El objetivo era tratar la idea de bandas y migrantes. Y sí que hay relación entre las películas, por supuesto; una acaba influyendo en la siguiente. Tiene que ver, primero, con el título: Carelia es un lugar que sí existe pero está invisibilizado políticamente, un territorio repartido entre Rusia y Finlandia y que un día quiso ser una república. En cambio, Monte Tropic es una isla subterránea, rica en telurio y otros materiales, que hoy en día tienen un valor importante y está en disputa entre Marruecos y España. Esa montaña es un lugar invisible que a mí me sirve como metáfora para ponerle un nombre a ese espacio que ocupan los inmigrantes, los protagonistas de la película: un lugar que transita entre un apartamento y un espacio más, digamos, mental donde los vemos representando su memoria en Marruecos a través de gestos, ejercicios de teatro. Se genera así un mundo más complejo que sale de lo puramente real. Y me he dado cuenta de que ya no es solo Monte Tropic o Carelia sino que Paralelo 10 (2005), por ejemplo, es otro lugar que, siendo una coordenada real, me sirve también como metáfora. En ese sentido, hay una cierta manera de entender la película desde un paisaje que, de alguna forma, me viene dado con la lógica y con los personajes, y me sirve para ponerle un nombre a lo que filmo.
¿También Oleg y las raras artes te llevó a Carelia: internacional con movimiento, no? Y también fue un poco mágico.
Totalmente. Sí, Oleg me llevó a Carelia y debo decir que la COVID-19 ha supuesto una ruptura de ese hilo mágico del que voy tirando para que una película me vaya llevando a otra. Como sabes, la pandemia nos detuvo a todos pero hubo esa convocatoria de la Pompeu Fabra y comencé a buscar a los protagonistas. Me pasé meses yendo en moto por todo el Maresme porque era la zona donde apuntaba todo el foco mediático, hablando pestes de esos chavales que me parecían el colectivo más vulnerable (no está bien utilizar el término MENA porque actualmente es despectivo). Cuando cumplen la mayoría de edad, se quedan sin nada, sin ningún tipo de apoyo. Así que tenía en mente ir a buscar ex menas que de alguna forma me explicasen su vida e intentar encontrar una conexión con ellos. Esa conexión vino dada a través de la mediación del cine.
Conocí a Osama en Canet de Mar, después de varios intentos frustrados de plantear la película en otros sitios. De entrada, ya había por su parte interés por trabajar en cine, aunque no tenía ni idea de lo que era. Poco a poco, su círculo cercano se fue acercando a lo que estábamos haciendo, un ejercicio con cámara una vez a la semana. Y esos ejercicios con cámara acabaron llevándonos al propio plató de la Pompeu Fabra, donde empezamos a trabajar teatro. Esa es otra metodología que me está empezando a interesar mucho y que ya empezó en Oleg: con el protagonista, Oleg, tenía que preparar muchísimo todo para que él estuviese en un estadio inspirado, loco, y poder filmarle desde allí. Para ello, tuve que recurrir mucho al teatro. Lo hacía de una forma muy intuitiva pero me gustó mucho. Y, sobre todo, me permitió tener una estrategia cuando no sabía qué iba a hacer. También me ayudó a soltarme mucho en la manera de relacionarme con las personas. Eso lo apliqué también en Carelia pero fue demasiado fácil porque estaba trabajando solo con niños y, cuando llegué con una serie de ejercicios de teatro, me dijeron: ¿por qué vamos a hacer esto si nosotros tenemos nuestro propio juego? Tiré el guion a la basura y dije: “venga, vamos a jugar a vuestro juego”, y eso fue lo que grabé. Con los personajes de mi última película, como no tenían experiencia ni eran niños, empezamos a hacer lo del teatro. Es la primera vez que lo hago evidente en una película. Y ahora está volviendo a ocurrir en mi próximo proyecto.
La COVID-19 y la policía fueron mis peores enemigos. Tuve muchísimos problemas para filmar. Hubo muchos intentos de filmar situaciones que había planificado y que no se pudieron materializar porque no se daban las condiciones: no podíamos reunirnos en grupos de más de cinco, no podíamos trabajar en espacios cerrados… No podía filmar. Ese personaje maravilloso que es Agadiri, el que duerme en la película, entró en prisión y tuve que esperar un mes a que saliera. Curiosamente, la película empieza cuando él vuelve de prisión. Agadiri y Osama ya tenían conciencia plena de que estaban haciendo una película y de que era importante filmar un momento clave para entender la vulnerabilidad en la que viven. Lo primero que hizo Agadiri al salir de prisión fue decir: “llama a Andrés, que venga”. Entonces Osama me llamó y me dijo: “vente a casa, Agadiri está conmigo y te está esperando”. Llegué y me encontré con Agadiri totalmente destruido, ese cuerpo de un niño adulto tirado en el sofá, rendido. Ahí supe que ese era el comienzo de la película y me di cuenta también de que tampoco tenía que elaborar mucho más que esa filmación de dos días en el apartamento, el retiro que supone estar atrapados pero también un refugio. Para mí, ese era el Monte Tropic. Creo que fue una buena decisión elegir ese punto de partida y dar tres pinceladas sobre sus vidas: cómo ese apartamento se transforma también en un lugar de socialización donde los chavales comienzan una nueva familia que no sabemos cuánto durará, pero que, en ese momento, es la familia.
Como has comentado, la primera parte del documental se desarrolla en lo más profundo de la intimidad de las casas de tus actores: podemos ver cómo viven y oír conversaciones privadas acerca de sus vicisitudes. Ya conviviste con la familia de Carelia pero, en este caso, la realidad de tus personajes es mucho más compleja. Salvando las distancias, recuerda un poco a En el cuarto de Vanda (No Quarto da Vanda, 2000), de Pedro Costa. Ellos se refieren a ti como “el chico que graba”. ¿Cómo fue esa convivencia?
La relación con mis personajes tiene que basarse en un acuerdo que no es un contrato firmado. Mencionas a Pedro Costa y resulta que leí hace poco una entrevista donde decía que él nunca firmaba contratos con sus actores porque para él lo más importante era la complicidad de saber que están haciendo algo importante. Cuánta razón le di cuando lo leí: yo nunca he firmado un contrato con la gente porque lo que va a ocurrir es tan importante para ellos como para mí. Siempre estoy allí, soy el hombre de la cámara, pero estoy invisibilizado. Ocupo un lugar desde el cual no intento establecer diálogos ni nada; soy el mediador en ese Monte Tropic, en ese espacio cinematográfico, intentando construir secuencialmente lo que ocurre. Más allá del acuerdo, acaban convirtiéndose en familias, y esto es algo que te tiene que gustar. Respeto que haya personas que saben cuándo hay que cortar los lazos afectivos con alguien a quien filmas y es cierto que, cuando acaba un rodaje, hay una cierta distancia. Pero, en mi caso, es muy difícil cortar, y eso es algo que viene mi parte. Oleg murió, Zulueta y mi padre también. Pero los chicos de Monte Tropic son jóvenes y mantengo la relación con ellos. Hace un mes y medio supe que Ayub había hecho una película en la que cuenta su vida de inmigrante con sus herramientas, con su idea de lo que es cine y sin ningún tipo de imposición, con libertad. Fue una sorpresa y me pareció el mejor regalo que me podía hacer. La programamos en L’Alternativa en el mismo pase de presentación que Monte Tropic, fue una manera de poder ver una misma realidad desde dos puntos de vista. Y para mí es la continuación de una gran amistad que sigue adelante y se mantiene viva.
¿Qué crees que les ha ofrecido a tus personajes este acercamiento al cine que les has brindado tú?
Empoderamiento, la conciencia de que no son marcianos que han aterrizado en otro territorio sino vecinos y vecinas. Creo que es una tarea importante aquí en España porque tenemos una historia de la inmigración muy reciente: los grandes procesos migratorios empiezan a mitad de los noventa. No es lo mismo que la cultura de la inmigración que hay en Londres, por ejemplo, una ciudad que lleva doscientos años lidiando con el tema, o en Estados Unidos. Aquí es bastante reciente y una de las cosas que más sufrí haciendo Monte Tropic fue encontrarme con la xenofobia común en la gente cercana. Personas del barrio que, por lo que leen en la prensa, condenan no solo a un colectivo sino a toda una cultura y a todo un país. Tenemos la tarea pendiente, como país colonialista que fuimos, de mejorar, acercarnos y crear una cultura de diálogo. Los procesos de integración en España son totalmente idiotas porque tienen una mirada colonial: te piden que seas como ellos. Pero traemos -también yo como inmigrante- una maleta con cosas. Si no hay esa posibilidad de diálogo, no se puede exigir a una persona que viene de fuera no solo aprender un idioma sino integrarse en una cultura que ya de entrada le excluye. Y los latinoamericanos tenemos un poco más de suerte porque hay un poco más de afinidad, pero un marroquí es alguien que está siendo constantemente asediado por la policía. Yo lo viví: acompañé un día a uno de mis personajes a comprar el pan y fuimos detenidos tres veces.
Hasta ahora decías que tus películas no hablaban de temas políticos ni geográficos sino más bien de emociones, pero todos tus trabajos tienen un trasfondo político. En el documental, haces uso de unas imágenes de archivo del Congreso de los Diputados en las que un representante de Vox niega la realidad que tú denuncias. ¿Cómo piensas que está condicionando el auge de la ultraderecha a la creación audiovisual?
Yo creo que para bien. Nos está haciendo políticamente más activos, más conscientes de las historias que estamos contando y, sobre todo, nos empuja a no repetir los errores del pasado. En líneas generales, siento que en España está ocurriendo ya desde el 15M. Cuando se habla de la ultraderecha lo fácil es señalar a Vox, pero la verdad es que está en muchos lugares y eso puede acabar destruyéndonos como sociedad. Vengo de un país, Venezuela, donde los discursos políticos se han polarizado a tal punto que solo han creado enemigos, odio, guerra y desastres. No debemos permitir que los discursos populistas y divisorios acaben con una sociedad. Es cierto que, en mis películas, intento poner en primer término las emociones porque es lo que más me interesa contar; para mí, si no hay piel, no hay cine. Como dijo Stanley Kubrick, “toda película innegablemente es política”. Y tampoco es que yo lo disfrace, siempre hay en mi cine un momento en que se contextualiza lo político porque es necesario. Se puede asumir una posición política desde lo emocional; con otra entonación, digamos. Cuando se habla de cine documental, se tiende a pensar en algo objetivista, político. Para desmarcarme un poco del lugar común, a mí me gusta plantear algo que tiene que ver más con la experimentación, incluso con cierto enrarecimiento del mundo. Y, sobre todo, la subjetividad es muy importante para mí, es lo que te permite construir una verdad.
¿Qué valor tiene en la película la visita a las ruinas de los chavales en su país de origen? ¿Puede ser un momento análogo al descubrimiento del memorial Sandarmoj en Carelia?
Sí, ¡qué bonita asociación! Los cineastas necesitan inevitablemente trabajar con un concepto clave del cine. Por ejemplo, Jean Epstein trabajaba con el movimiento, con esos ralentís para intensificar emociones. Hay cineastas que trabajan con la luz o con la oscuridad. Y los hay que trabajan con algo que tiene que ver con el cine mismo. En mi caso, empiezo con el documental, donde lo real es lo que manda -la objetividad, la construcción basada en testimonios, en información veraz-, me rebelo contra eso y empiezo a manipular las imágenes, a subjetivizar. Eso tiene que ver con el cine ensayo, desde luego, y con la idea de experimentar y, a la vez, construir una verdad. Lo cual está relacionado con un concepto clave del cine: la noción de que toda imagen, tanto fija como en movimiento, tiene una doble naturaleza. Por un lado, es registro de lo real; y por otro lado es ficcional, un truco, una construcción. A mí me gusta mucho jugar con esa dualidad de la imagen. Hacer presente algo real pero, desde allí, conducir al espectador a un mundo onírico, a un documental de lo onírico. Es a lo que siempre aspiro. Ese lugar que es como una kasbah abandonada o el cementerio de Sandarmoj funcionan como lo que yo llamo umbrales: lugares que te llevan de algo real a otro lugar misterioso, oscuro, mágico o sagrado. Qué bonito lo que dices porque, cuando vi esa imagen que había filmado Osama -él entrando por una especie de cueva a una kasbah, un espacio arquitectónico laberíntico y abandonado-, pensé: “este es el umbral que necesito para pasar a ese mundo”, que es un mundo más corporal, casi sin diálogos, donde ellos están en un espacio oscuro trabajando con su memoria, sus cuerpos y sus gestos, recordando su pasado en Marruecos.
Probablemente este documental sea el menos experimental de todos tus filmes; sin embargo, tu voluntad ensayística y tu huella siguen resultando identificables. Hacia el final decides usar la cámara lenta y esa ruptura espacio-temporal provoca una sensación de discontinuidad. El uso de ese recurso recuerda un poco a Salve quien pueda, la vida (Sauve qui peut [la vie], 1980), de Jean-Luc Godard. ¿Cuál fue tu intención?
Yo experimento en la medida que los materiales me lo piden. Esta película es muy minimalista. Prácticamente lo que cuenta es “un día en la vida de…” con derivas que nos llevan a otro tipo de momentos en relación con eso que hablamos sobre el umbral, lo onírico e ir hacia un documental más subjetivo. Y luego está ese momento de ruptura del que hablas. Ves a ese niño que va a trabajar en su primer día y encuentra un jardín artificioso, raro, donde hay un conejo gigante que nos recuerda a Alicia en el país de las maravillas. El chico se sienta allí y, en ese momento, surgió una idea muy curiosa. No sé cuándo leí el origen etimológico de la palabra España, que significa “tierra de conejos”. Yo planteé ese plano como una imagen de lectura libre pero, de repente, se convierte también una metáfora del lugar donde él empieza a trabajar, la tierra de los conejos. Dicho esto, debo decir también que el sonido es quizás lo que menos me ha exigido: es totalmente diegético, prácticamente no hay música. Solamente hay un momento de ruido en el que utilizo nuevamente la música de Éliane Radigue, una artista sonora que adoro y que me parece la mejor artista de vanguardia del siglo XX en cuanto a experimentación sonora. La utilicé en Carelia y la vuelvo a utilizar aquí para invocar un estadio de sentimiento enrarecido. Lo que he hecho en Monte Tropic es sencillamente poner ese segmento sonoro de Radigue que va in crescendo y luego baja durante veinte minutos. No hay más trabajo que ese a nivel de audio.
¿Qué crees que ha perdido el cine con las muertes recientes de Godard y de Jean-Marie Straub?
Pues ha muerto una manera de entender el cine que consiste en hacer un cine siempre político o, como decía Godard: “no es hacer cine político, es hacer cine políticamente”. A Straub, lo podemos asociar a esa idea también. No quiero ser arrogante ni victimista, pero creo que me estoy quedando solo. Otros cineastas de mi generación y de las generaciones siguientes están ya muy casados con unas lógicas de cine de entretenimiento o consumo donde hay siempre elementos autorales pero no la noción de radicalidad que es muy importante seguir defendiendo: la radicalidad, lo artesanal, el amateurismo. Alejarse de la noción del cineasta como profesional es algo que yo seguiré defendiendo hasta morir. Y creo que va muy en la línea o es consecuencia de lo que he aprendido de Godard o de Straub. Y, ya que mencionas a Straub, curiosamente estoy haciendo una película de homenaje a él por cuanto es una película de teatro, es decir, un film donde el teatro dialoga con el cine. Es un proyecto muy en la estética straubiana de planos secuencia con un personaje que hace lecturas dramatizadas de textos del teatro del absurdo para construir una película que, de alguna forma, habla sobre el tirano como arquetipo. Me he valido de textos de Alfred Jarry (Ubú rey), de Nikolái Gogol (Diarios de un loco), de Samuel Beckett (Rockaby) y otros. Y el protagonista es nada más y nada menos que Robert Wilson, uno de los grandes directores de vanguardia, que ha aceptado este ofrecimiento que le he hecho. Estamos rodándolo poco a poco, ya tengo tres secuencias montadas y estoy bastante feliz con el material. Ahora que ha muerto Straub, creo que esta película se la dedicaría a él.
© Mireia Iniesta, diciembre de 2022