Punto de Vista 2020

Crónica en dos tiempos

1

Es jueves y escribo, como es habitual en mí, desde el aula de informática de una universidad. Quizá la prudencia aconsejaría no hacerlo. Puede que la semana que viene, o hoy mismo, decreten también aquí el cierre de las universidades hasta nueva orden. Pero todavía me resisto a la idea de ponernos en cuarentena. Un amigo con el que iba a desayunar esta mañana me ha comunicado su intención de no salir mucho de casa durante las próximas semanas; otro, sin embargo, mantiene la cita para comer y hablar de unas proyecciones de cine que queremos urdir a partir de abril. El mantra de los teóricamente sensatos, teóricamente porque la duda es algo que siempre hay que llevar de fábrica, es el hacer el caso justo y necesario a lo que digan las noticias y, simplemente, tomar las precauciones lógicas. Cuidarse y ser empáticos. Aquí en Transit puedo escribir según me salga, no tengo que atender a limitaciones de espacio ni de forma, y por eso empiezo este texto sobre la última edición de Punto de Vista tratando de poner en palabras o entre las mismas una cierta sensación de tranquilidad. De que, pese a todo, resistiremos.

Cartel del Festival Punto de Vista 2020

2

La vida sigue, como siguió en Minamata, la localidad japonesa en la que se originó en los años cincuenta del siglo pasado un grave envenenamiento por mercurio a través de la ingesta de pescado contaminado. Aunque la enfermedad empezó a cobrarse vidas en 1953, el gobierno japonés tardó todavía tres lustros en admitir la causa de la tragedia: ello obligó en 1968 a la petroquímica Chisso, que llevaba vertiendo catalizador de mercurio en la bahía de Minamata desde 1932, a anunciar que dejaría de utilizar ese material. Aunque en modo alguno pretendo establecer paralelismos entre situaciones que nada tienen en común, el sentimiento apocalíptico de estos días me hace volver a las imágenes de The Shiranui sea (1975), el documental de Noriaki Tsuchimoto que pudimos ver en la retrospectiva An oceanic feeling, a través de la cual su comisaria Erika Balsom reunía filmes que se acercaban, desde distintas ópticas y estrategias, al mar.

Tsuchimoto dedicó parte de su obra —diecisiete películas, tanto para la televisión como para el cine— a dar voz a las víctimas de Minamata y a registrar el paso del tiempo en el área afectada. The Shiranui sea empieza con un hombre que, de pie sobre unas rocas junto al mar, advierte con una especie de resignada alegría que la vida sigue, que bajo sus pies se ven cada vez más peces, aunque como luego descubriremos, muchos de ellos presentan ciertas deformidades. Los vertidos contaminantes de Chisso dejaron secuelas patentes en la población afectada, que desarrolló deformidades osteomusculares y discapacidades motoras que también podían heredar sus descendientes. A través de su película, Tsuchimoto quiere no solo dejar constancia de cómo la enfermedad ha repercutido en los cuerpos y en los gestos de estas personas sino también permitir que se expresen. Hay un travelling especialmente elocuente: el equipo de rodaje se introduce por el pasillo de una escuela y vemos un rótulo que indica que los padres prefieren que no se tomen fotografías; los afectados por la enfermedad no tenían simpatía hacia unos medios de comunicación que durante años habían evitado mirarles de frente atendiendo a los intereses del gobierno y de Chisso, por lo que ese movimiento de cámara hacia adelante por parte del equipo de Tsuchimoto puede traducirse en la voluntad de romper el tabú para mostrar la parte ignorada de la historia. Algo que, por otra parte, el realizador japonés ya llevaba años haciendo.

«The Shiranui sea», de Noriaki Tsuchimoto

En la que quizá es la escena más poderosa, a nivel emocional, de la película volvemos a estar en unas rocas junto al mar. Tsuchimoto registra la conversación entre un neurólogo y una joven afectada por la enfermedad, a la que vemos de espaldas. La conversación desemboca en aquello de lo que es difícil hablar, la tristeza, la incertidumbre, la incapacidad para ver el futuro con esperanza. Ante la inmensidad del océano, bajo la luz del sol, la joven admite que le cuesta experimentar la felicidad. Y en esas palabras que se resisten a emerger, en ese cuerpo que el cineasta filma a una distancia prudencial, percibimos el dolor del presente eterno, el dolor de estar vivo.

3

Es sábado por la tarde y hace algo más de un día que el gobierno decretó el estado de alarma. Con Genís acabamos de improvisar una especie de despacho, muy resultón, para trabajar o escribir estos días de cuarentena. Mi lugar está junto a la puerta corredera que da a la terraza; a pocos centímetros de mi cuerpo, un cristal nos separa del mundo exterior con el que, durante los próximos días, vamos a tener que relacionarnos de otra forma.

4

Regreso también a las límpidas imágenes que abren La espada me la ha regalado (2019) de Miriam Martín, la primera película que vi en Punto de Vista. Una suave panorámica nos muestra lo que una vez fueron unas gradas. Oímos cantar a los pájaros y, conforme se nos muestran otros parajes de la Casa de Campo de Madrid, observamos hilos de sol posándose sobre la hierba o una vía de agua que corta en dos un plano frondoso. Un tronco partido introduce el ruido de ametralladoras que romperá bruscamente la travesía, hasta entonces plácida, por esta enorme extensión verde que fue dominio y coto de caza exclusivo de la realeza española hasta que, en 1931, tras la proclamación de la Segunda República, fue devuelta al pueblo de Madrid. La inminente Guerra Civil, sin embargo, le daría una nueva connotación aciaga al lugar, puesto que se convirtió en frente de guerra y fue, de hecho, el punto desde el que empezó la toma de la capital por parte del bando fascista.

«La espada me la ha regalado», de Miriam Martín

En el coloquio posterior a la proyección, Martín decía que la derrota de 1939 configuró el mundo en el que vivimos hoy. Engarzando material sonoro de archivo —proyectiles, inicialmente, pero también canciones y otras grabaciones que nos descubren algunos aspectos de lo que ocurrió durante la guerra— con la cotidianidad de la Casa de Campo en la actualidad, la cineasta abre una brecha en el tiempo para que vislumbremos otra realidad posible, una que pudo ser y no fue.  En el último plano del corto, una voz nos revela que, en los tensos meses de la contienda, el frente republicano llegó a montar cursos de formación cultural para combatir el analfabetismo y hasta un cine al aire libre. Estos apuntes desde la trinchera también nos permiten preguntarnos qué ocurre cuando el tiempo del trabajo y el del ocio se diluyen, cuando no se puede hacer otra cosa que seguir con vida. La narración termina enumerando las pertenencias de un campesino desplazado desde Extremadura, entre las que se cuentan dos guitarras, una de ellas rota, que me hacen pensar en Woody Guthrie. En ese último plano es de noche y tan solo algunas luces lejanas y un tren que pasa se oponen a la oscuridad. Anochece, y volverá a ser de día, y todo seguirá siendo posible.

5

En In die Erde gebaut (2008), las manos de Ute Aurand filman la construcción de un edificio adyacente al Museo Rietberg de Zúrich. Según contó al presentar la película, no tenía previsto empezar a documentar el proceso ni pretendió seguir ningún tipo de dirección preestablecida: la película surgía, se hacía, a la vez que el edificio. En sus filmes, Aurand suele registrar instantes de dicha, constelaciones fugaces de belleza pasajera, frecuentemente asociadas a su mismo entorno: su familia, sus amigos, sus viajes. Pero en realidad esta no es tan distinta del resto de sus películas. Su cámara sigue moviéndose ligera y veloz, atenta tanto a las formas como a los colores: una obra es un lugar en el que es fácil descubrir patrones, como juegos geométricos tomando cuerpo, pues ahí donde no hay nada tendrá que alzarse un edificio. Un hombre con camisa y unos tirantes rojos hace algo junto a un muro, o es el amarillo de algún edificio el que genera un contraste con los colores más apagados de la construcción. El color y el blanco y negro se relevan espontáneamente, atendiendo únicamente a la intuición de la cineasta. Al principio de la película, lo que vemos son las flores que habitan un parque junto a la construcción, y habrá un par de momentos más, a modo de pequeños interludios o desvíos, en los que Aurand abandona la construcción para filmar a gente paseando por el parque cercano o a unos niños que se deslizan en trineo.

Varios fotogramas de «In die Erde gebaut», de Ute Aurand

El título de la retrospectiva conjunta que Punto de Vista dedicó a Ute Aurand, Helga Fanderl, Jeannette Muñoz y Renate Sami es Meditaciones del presente, y mientras escribo tengo al lado del ordenador el libro sobre ellas, hermoso a la vista y al tacto, que editó el festival. Ahora que precisamente el presente va a precisar de un cierto espíritu meditativo, en el que habrá que ralentizar el ritmo y redistribuir el tiempo, me consuela la posibilidad de atrapar entre las páginas del libro estelas, retazos de sus películas fugaces, que celebran el tránsito y la inexorabilidad de la vida y hacen poesía de las formas sencillas y complejas que nos rodean. Filmtagebuch 1975-85 (2005), el filme de Renate Sami que acompañaba a In die Erde gebaut en esa sesión de la retrospectiva, también nos recuerda que el tiempo es caprichoso, se contrae y se expande, como en los momentos en los que suena alguna canción que solidifica y añade una capa de dicha melancólica a un viaje en tren o a una reunión espontánea en la calle. Hacia el final de la película, una mujer lee a Cesare Pavese en una habitación, en Turín. Afuera, la ciudad sigue aguardando a los que se han ido y a los que volverán.

 

© Toni Junyent, marzo de 2020