An Elephant Sitting Still (2)

El elefante, aún

 

Retrato del cineasta Hu Bo (1988-2017)          

Un velo rosado, donde el designio de amor se ha posado, es el que cubre la película entera de Hu Bo con su espeluznante luz. Hu Bo ha convertido la luz de la contaminación atmosférica en algo benéfico. Parece imposible. Creo que Hu Bo no se ha dado cuenta. Empecinado en exorcizar el mal consigue en An Elephant Sitting Still (Da xiang xi di er zuo, 2018) trocar el abanico de colores con sus movimientos de cámara bajo una luz chata que siempre ayuda para el cine. Oh Dios, la capa de polución gris se va volviendo rosa bajo su batuta. Las lágrimas brotan de los ojos de los personajes sin lugar a melodramas, gota a gota. Los corazones se cuartean como pedruscos de hielo. La dureza obliga. Es algo casi mágico, inexplicable, ¿cómo demonios en un paisaje tan opresivo las desgracias se suceden con ritmo, no se acumulan, no te hunden en la butaca, no se repiten? Es por la luz. La luz que irradian los ojos del director ha empañado la silueta de los personajes; un director que ha sabido hacer el guion inteligible a los actores solo con su mirada. El mismo autor afirma en una entrevista: “si admitimos mirarnos con un poco de perspectiva a nosotros mismos, aunque solo fuera un par de segundos al día, nos daríamos cuenta enseguida de que estamos acostumbrados a ver la vida de color de rosa”. El rosa de Hu Bo es la pura tristeza, es la tristeza del elefante imaginario del que solo oímos su barrito, un alarido agudo que nos agita en la magistral escena final recordándonos que somos la cuarta pared. Bendita debilidad que nos hace revolucionarios, bendita humildad, bendita tristeza que esquiva la melancolía, arrojando bilis a cada suicidio y a cada muerte, una bilis que se tiñe de moral. La moral no existiría en esa ciénaga devastadora si no cupiera la posibilidad de reaccionar. “Salgamos a echar un vistazo” propone finalmente uno de los personajes persistiendo en su intento de mejorar. Esa es la verdadera moral. Obrar con una conciencia vital. Actuar creyendo en el cambio. Mover. Y conmover lo justo y por dentro, y sin aspavientos. En este páramo devastador que describe Hu Bo en su película se ha perdido todo, excepto la tristeza.

Al arrancar la película nos dan un pequeño apunte sobre un elefante, y al levantarnos de la butaca resulta que el paquidermo ha atravesado un desierto entero y que los personajes lo han seguido hasta su destino, y nosotros a ellos, amparados por una luz natural y alterante que amanece rosa y anochece trazando un arco. Y bajo ese arco de triunfo, el rosa de la pantalla remite como el dolor. Y llega la noche curativa, donde reluce todo lo que se alumbra. Y se oye un elefante.

El elefante, lo invisible representado mediante la visión del artista, crece cada vez más a medida que se construye la película. Es una imagen muy poderosa a nivel simbólico. Es la insulina del afecto lo que crece con esa imagen imaginada, el elixir que nos aúpa conforme lo absorbemos sutil y subliminalmente, como el perfume acre de la flor más rara que eclosiona de noche mientras dormimos. Y al despertar lo entendemos todo.

Todo va en aumento: el sentido relacional del hombre, la capacidad de la humanidad para hacerse benigna, la necesaria levedad del ser que se experimenta en la escena final cuando, acariciados por el airecito nocturno, suena el estremecedor alarido del elefante mientras los personajes patean un plástico formando un corro amorfo; la rebelión contra la idea de sufrimiento como algo endógeno del ser humano.

La esperanza no es posible porque no hay nada que esperar. Aun así, subyace una suerte de empatía intuitiva entre todos y cada uno de los personajes, sean suicidas o malogrados, porque todos ellos están tocados por el mismo dolor y la misma claridad existencial. Se perciben entre ellos como los animales, se husmean, viven en los mismos lodos y, en el fondo, aunque se traicionen, lo saben. Es una ciénaga vieja y ancestral, la conocen. Algunos personajes, los que sobreviven a ese estado de sitio, se instalan en la desesperación con la honra debida armados con su barra de pan uno y el taco de billar el otro, como luchadores del arte más marcial. Como cuando eran chiquillos. Y así se creen fuertes y avanzan como soldados. En situaciones de peligro estallan pequeñas sonrisas parasimpáticas y asoma la distensión, los nervios se agudizan. Como las ramitas esparcidas sobre la nieve blanca del camino de Hu Bo. Como las cuerdas que resuenan, los trenes que braman, el grito del joven todavía inocente bajo el tren que barre el plano, los portazos, el berrido del elefante.

¿Cómo se produce la transformación? Se produce porque no hay catarsis griega. Porque no hay ni piedad ni refugio. Ni redención. Ni purificación posible. No hay orgullo desmedido, ni héroes, ni pasión. El alma es la atmósfera, es la capa que cubre la ciudad y las casas, es el aire de devastación que respiran. Todos están poseídos por ella y todos tratan de arrojarla por la boca, de escupirla como un lapo. Es densa como la contaminación. Por eso interviene Hu Bo. Su cometido es transformar el alma. Y así lo hace, con tesón y fidelidad. Coge la cámara por los cuernos y la retrata.

No hay caída espiritual del hombre porque no hay interferencia alguna de la autoestima del director en su relato, es decir, la película queda victoriosa. Tampoco hay cinismo. No hay occidente ni oriente. Lo que manda es la luz. Una luz que todo lo une. Una luz social. Diría que este director es más un astro que un mortal. Los contrapicados que retratan a los personajes no están destinados a hacer héroes de todos ellos, sino simplemente personas, a dignificarlos como seres humanos. La devastación que los asfixia ha hecho de ellos unos seres indignos, miserables, mezquinos. La cámara se arrastra por los suelos y los engulle desde abajo, los persigue insistentemente por detrás. Los acosa, los espolea, los interpela para que sientan vergüenza de estar vivos y para que den la cara, para que se muestren y dejen de esconderse. ¿Es nacer acaso un delito? Y ellos andan, salen, huyen, buscan recursos que no encuentran. Andar, la metáfora más apropiada para cobrar existencia. Ir de un lugar a otro y respirar mientras el destino les persigue sin saber hasta dónde ni hasta cuándo. Y ellos andan, y siguen andando estoicamente confiando en que hay algo más, en que algo distinto les espera en otra parte. Lo intentan Hu Bo, ellos sí lo intentan, porque lo escribiste tú en tu novela y en tu guion. “La vida se basa en escoger el tipo de pesares con los que quieres cargar”, dijiste también. Ellos escogen ir a ver un elefante. Creen en la leyenda urbana. El elefante sabe cómo resistir, contempla la injusticia sin padecerla. Y además percibe la presencia de los cuatro cuando se acercan. Y los recibe con un saludo. El dolor ha movido montañas y ha unido a un grupo con amor propio en la aventura de la vida más absurda.

Qué experiencia. Una película tan eficaz como real. Qué noción tiene Hu Bo de la diégesis, solo es posible en su manera de mirar, la manera en que relata, en que entreteje los caminos de sus personajes. Es un cine narrativo a más no poder, y muy sonoro. Los tendones de esos adolescentes ahogados en su propia sangre son las cuerdas que suenan pidiendo auxilio. Y el grito de distensión con timbres discrepantes del mamífero que rompe el aire. Eso sí es educación del oído. Y no solo eso. Gracias Hu Bo porque además del oído nos has afinado el iris, irisado nuestras lentes, el corazón, y la mente.

¡Qué viaje tan humilde y elefantiásico a la vez!  ¡Cómo danza la cámara alrededor de los cuerpos que nos han sido robados para volver a poseerlos, redibujarlos, adecentarlos! ¡Cómo se espejan esos rostros recortados a contraluz, y cómo encajan entre ellos sus perfiles en cada hueco de humillación individual!

Así Hu Bo ha hecho su película, acumulando potencia en las alas para poder reaccionar a tiempo, como el murciélago que permanece alerta boca abajo colgado de su rama, con el menor gasto energético posible, preparado para huir cuando toque. Un control exhaustivo del peso. Nada sobra, nada falta. Y dos músculos por ojos.

Hu Bo, un hombre que ficciona viviendo en sí y que muere porque muere. El peso acumulado en las alas de Hu Bo le vence. Cae preso de las bestias que se arrastran por el suelo de la sociedad. Pero su lucha no ha sido en vano.

Viva Hu Bo y su elefante en el cielo de nuestros paladares.

 

 

© Elena Vilallonga, mayo de 2019