An Elephant Sitting Still (1)

Un relato existencial

 

¿Adónde van esos seres a los que vemos caminar de espaldas, escapar, figuras nítidas que se recortan contra una suerte de espejismo, una realidad de pesadilla? La cámara los sigue de cerca, pero no de manera insidiosa sino determinada, con la misma fuerza y determinación extraordinarias que son necesarias para escapar de un lugar, de una vida, que no ofrece nada sino sufrimiento.

Preestrenada en España en el marco del festival D’A 2019, An Elephant Sitting Still (Da xiang xi di er zuo, 2018), la primera y última película del cineasta chino Hu Bo (Jinan, 1988 – Pekín, 2017), muestra las vidas cruzadas de cuatro personas a lo largo de un día en una ciudad industrial o postindustrial de la China contemporánea, una ciudad que parece un suburbio ilimitado, un inmenso lodazal de cemento, barro, deshumanización y completa falta de expectativas. Son vidas cotidianas donde la muerte y la violencia tienen una presencia constante: un suicidio, relaciones de pareja marcadas por el oportunismo y la desigualdad, padres que odian a sus hijos porque odian sus propias vidas e hijos que odian a sus padres porque los maltratan o porque no ejercen como tales, familias que echan al abuelo de su propia casa para poder venderla, seres inútiles e indignos que someten y extorsionan a los demás porque es falso que en ausencia de normas y principios triunfen los mejores y los más competentes…

Un hermano, un hijo, una hija y un abuelo. Dos adolescentes, un hombre joven y un hombre viejo. Shakespeare y Camus. Las grandes pasiones y el existencialismo concurren en un filme donde el drama es mostrado como en sordina, con tanta discreción como eficacia. Desolado y poderoso, en el filme de Hu Bo persisten los ecos de una épica de western crepuscular, un western urbano en el que cuatro individuos que aún conservan la dignidad y la autonomía avanzan a pie a través de paisajes suburbanos donde no hay caballos sino un elefante que espera sentado en algún lugar fuera de cuadro, metáfora quizá de una humanidad tan poderosa como frágil.

A diferencia de lo que sucedía, por ejemplo, en un filme como Rosseta (Luc y Jean-Pierre Dardenne, 1999) y en todos aquellos en los que, en su estela, la cámara adopta de algún modo el punto de vista de una sociedad que no da tregua al individuo, al distinto, al vulnerable (¿y quién no lo es?), la cámara es aquí una aliada. Porque a estas alturas de la crisis global en que vivimos inmersos ya sabemos que la sociedad, nuestra sociedad, es depredadora y hay que tomar partido. Partido por aquellos que tratan de salvarse conservando su humanidad y su libre albedrío. Y la cámara de Hu Bo toma partido. No de un modo burdo y maniqueo sino poniendo a esos seres en foco, permitiéndoles escapar de esa pesadilla indistinta e ilimitada en que se ha convertido la realidad. Aunque sea para echar un vistazo.

La cámara muestra a esos seres también de frente, en ligero contrapicado, agrandándolos, porque en ese marasmo gris y fangoso, carente de toda ética, belleza o idea de justicia, son auténticos héroes. Mientras, el resto de criaturas permanece fuera de foco, sin rostro, no individuadas, porque al fin todos con nuestra tragedia constituimos una gran masa indistinguible, figuras móviles en un panorama que se desdibuja como en un sueño. La presentación de los personajes en los primeros quince minutos de metraje de la película es ejemplar en este sentido y sitúa ya al espectador en una determinada estética y puesta en escena, marcada, pero orgánica y precisa. Arranca el filme con una sucesión de planos cortos de los protagonistas del drama para ampliar a continuación el cuadro y, sin perderlos a ellos en primer término, incorporar en segundo término a los otros, familia, amantes, grupo… en una perpetua dialéctica entre el individuo y un entorno que lo agrede o lo amenaza. Magistral es también el plano secuencia de los amantes en el túnel, de una extraordinaria belleza y elocuencia.

Las imágenes de Hu Bo, que se suicidó poco después de concluir el montaje de su única película con apenas veintinueve años, tienen un peso y una dimensión ética (y estética, por supuesto) infrecuente en el cine reciente y que lo emparentan con cineastas como Sharunas Bartas, Béla Tarr o su compatriota Jia Zhang-ke. Las cuatro horas de metraje de An Elephant Sitting Still contienen belleza y verdad, mucha verdad. Hay quien se asusta cuando se menciona la palabra trascendencia, pero no se trata de ninguna cualidad esotérica sino justamente de todo lo contrario. Las imágenes de Hu Bo son trascendentes porque permanecen, porque la verdad que contienen trasciende la pantalla y te alcanza, porque logra como raras veces lo consiguen las obras de creación –y solo en esas ocasiones deberíamos quizá considerarlas obras de arte– que los personajes que pueblan la película se incorporen a nuestra memoria sensible. Y lo hacen como si fueran miembros de nuestra familia: creemos conocerlos, nos importan. He ahí la grandeza del cine o la literatura cuando realmente son grandes, del arte en general: poner rostro al drama colectivo, aunque el rostro sea el de un actor, porque el drama que cuenta es verdadero, y así, a través de ello, de ellos, visibilizar a todos esos otros seres anónimos que, como en el filme de Hu Bo, como en la vida, permanecen fuera de foco.

An Elephant Sitting Still es un monumento; es decir, una obra que visibiliza y rinde tributo al ser humano con voluntad de permanencia. Una obra que mantiene vivo y pleno de sentido el arte cinematográfico.

 

© Eva Muñoz, mayo de 2019