Abel Ferrara: ‘The Funeral’ + ‘The Blackout’

“La autorrevelación es la aniquilación del propio ser”.
Kathleen Conklin (Lili Taylor) al final de The Addiction.

Dos visiones de la autodestrucción

 

Las dos tendencias del cine de Ferrara

Aunque la repercusión que la obra de Abel Ferrara tiene hoy en día es mínima, muy probablemente a causa de su temperamento rabiosamente individualista y poco dado a las concesiones de tipo comercial, es justo reconocer que su desigual filmografía siempre ha sido estimulante por mucho que en ocasiones se haya hecho necesario relativizar la imperfección de algunas de sus propuestas. Y si bien es cierto que desde New Rose Hotel (1998) hasta Pasolini (2014) esa inestabilidad no ha hecho más que agravarse, razón por la que tanto esas dos películas como las otras cinco de ficción que el realizador consigue filmar en el mismo período —Un cuento de Navidad (‘R Xmas, 2001), Mary (2005), Go Go Tales (2007), 4:44 Last Day on Earth (2011) y Welcome to New York (2014)— no son ni mucho menos tan determinantes para el cine de su época como en su momento lo fueron, para el de la década de los noventa, obras tan viscerales como Teniente corrupto (Bad Lieutenant, 1992), Secuestradores de cuerpos (Body Snatchers, 1993), Juego peligroso (Snake Eyes, 1993), The Addiction (1995), El funeral (The Funeral, 1996) o Blackout (Oculto en la memoria) (The Blackout, 1997) [de ahora en adelante, para referirme a esta última emplearé su título original], no deben despreciarse los destellos de buen cine que casi todas ellas ofrecen en mayor o menor medida. De ahí que, sin ir más lejos, una película como Go Go Tales merezca ser considerada un valioso ejemplo de cómo puede uno apropiarse de un estilo ajeno —el de John Cassavetes, y especialmente el de su El asesinato de un corredor de apuestas chino (The Killing of a Chinese Bookie, 1976)— sin necesidad de renunciar al propio, ofreciendo por el camino una especie de reverso cínico —y sin atisbo alguno de redención, a pesar de la ironía que destila su final— del recorrido argumental de Teniente corrupto, filme ayer tanto como hoy paradigmático de su cine.

Abel Ferrara

Sea como fuere, las siguientes líneas estarán dedicadas a dos películas considerablemente diferentes del realizador, El funeral y The Blackout, que, aunque comparten una misma y desesperanzada visión del ser humano, ejemplifican las dos líneas creativas que Ferrara ha seguido desde el rodaje de Juego peligroso. Por un lado, aquella que parece respetar una ortodoxia narrativa clásica (o que, al menos, se encontraría próxima a lo que ese concepto suele implicar), representada por Killer: El asesino del taladro (The Driller Killer, 1979), Ángel de venganza (Ms .45, 1981), Ciudad del crimen (Fear City, 1984), China Girl (1987), El cazador de gatos (Cat Chaser, 1989), El rey de Nueva York (King of New York, 1990), Secuestradores de cuerpos, The Addiction, Un cuento de Navidad, Welcome to New York y Pasolini. Por el otro, la que, sumándose a ciertas corrientes del cine contemporáneo, intenta difuminar la noción tradicional de relato a base de minimizar (o directamente anular) el contenido argumental, o, bien al contrario,  de expandirlo por medio de la sugerencia, del metacine o de los juegos con el montaje; es decir, experimentando con la narración.

Si en el primer caso nos encontraríamos con Teniente corrupto Go Go Tales, en el segundo tendríamos a Juego peligrosoNew Rose HotelMary y 4:44 Last Day on EarthThe Blackout, por supuesto, estaría encuadrada dentro de este último grupo mientras que El funeral sería algo así como la quintaesencia del estilo clásico en Ferrara. Admitiendo, claro está, que la inclusión de cada una de las películas en una u otra de las clasificaciones siempre admitiría matices y excepciones. De hecho, una obra de madurez como Teniente corrupto ya se construye sobre una base argumental tan mínima como la que sirve de sostén a las alucinadas imágenes de Killer: El asesino del taladro o a Ángel de venganza, dos filmes todavía primerizos que sin embargo  contienen lo esencial de la personalidad de su artífice: el primero de una forma todavía tosca y vulgar y el segundo de un modo sin duda más estilizado y atractivo.

Teniente corrupto

Go Go Tales

 

La sobriedad y la furia

Extrañamente situada entre Juego peligroso y The Addiction, por un lado, y The Blackout y New Rose Hotel por el otro, El funeral correría el riesgo de ser considerada un capricho de su autor —allá donde en las filmografías de otros cineastas menos dados a los experimentos esa condición recaería sobre las demás— si no fuera porque, a pesar de todo, Ferrara también ha coqueteado de vez en cuando con cierto tipo de sobriedad formal, como bien demuestran Un cuento de Navidad, Welcome to New York o Pasolini, tres películas que, a mi modo de ver, y admitiendo que en todas ellas existen elementos de interés, ni mucho menos representan lo mejor de su obra.

En el caso de El funeral podríamos decir que son varios los aspectos que contribuyen a crear esa impresión de sobriedad. La reposada cadencia narrativa de la película —es decir, su ritmo— consigue dotar al metraje de una solemnidad y una circunspecta gravedad dramática que poco tiene que ver con sus imágenes —elegantes, sí, pero mucho menos sofisticadas (o exquisitas) que las del cine de gánsteres de Coppola, Scorsese, Cimino o De Palma— y sí, en cambio, con la caracterización y la evolución de los personajes, a los que en muchos instantes la cámara se entrega por completo. Pero otros elementos devienen igualmente fundamentales para que la seca y concisa puesta en escena de Ferrara alcance su esplendor. Me refiero a la férrea (y en este caso nada excéntrica) dirección de actores, a la reconstrucción naturalista y costumbrista pero también notablemente sombría de una época muy concreta —apartado que brilla gracias a la magnífica fotografía de Ken Kelsch, cuya labor se concentra de manera especial en trabajar los claroscuros y la espesa negritud de los ambientes— y, en último pero no menos importante lugar, a la concienzuda recreación de un afligido estado de ánimo que define el apesadumbrado tono dramático y que, de manera tan hipotética como precaria, podría quedar situado entre el tormento y una furia a duras penas contenida.

El cadáver de Johnny Tempio (Vincent Gallo) en El funeral

 

Un asunto de familia

Todo ello con objeto de retratar un interminable círculo de violencia, heredado de sus ancestros, al cual los hermanos Tempio parecen rendir pleitesía, como si los tres, Ray, Chez y Johnny, fueran siervos de un determinado ritual social que exige continuos sacrificios de sangre. De ahí que la muerte (la de los demás) sea siempre la única opción posible para unos personajes que parecen convivir con ella. Y la autodestrucción, la aniquilación, la única alternativa a semejante inercia vital, pues se convierte en un medio con el que poder poner fin a una determinada (y angustiosa) condición (la de uno mismo). Y de ahí también que, frente a un universo en el que el pensamiento masculino parece copado por la violencia, Ferrara y su guionista, Nicholas St. John, opongan la actitud de unas mujeres que, convertidas en testigos impotentes de sus acciones, se erigen en los únicos referentes morales del espectador. Una opción dramática que emparenta a su obra con una firme tradición del cine italiano que comprende títulos como Rocco y sus hermanos (Rocco e i suoi fratelli, 1960), de Luchino Visconti, o Calabria. Mafia del Sur (Anime nere, 2014), de Francesco Munzi.

Como no podía ser de otro modo en una película con un título tan revelador, en El funeral es una muerte, la del joven Johnny Tempio (Vincent Gallo), la que determina el ansía de venganza por parte de sus hermanos Chez (Chris Penn) y Ray (Christopher Walken), una reacción que precipita la consumación de una tragedia, al parecer, inevitable. Si, en un primer momento, Ray sospecha que su socio Gaspare (Benicio Del Toro) podría ser el responsable de la muerte en cuestión —no por casualidad, el individuo habrá asesinado previamente a un tal Ghouly (Paul Hipp), amigo del fallecido—, tras haber desestimado esa posibilidad, pero haber decidido eliminar igualmente al gánster, descubrirá que el verdadero culpable no es otro que un joven mecánico (Patrick McGaw) a quien Johnny había dado una paliza delante de sus amigos y novia. A pesar de que el muchacho intentará hacerle entrar en razón explicándole que si no dispara contra él tendrá la “ocasión de hacer algo bueno en vez de malo. Y eso es mejor que la justicia”, antes de presionar finalmente el gatillo Ray reflexionará que, si actuara de ese modo, su “sentido de la justicia” quedaría en entredicho. Sin embargo, una vez muertos Johnny, Gaspare y el mecánico, el iracundo Chez, preso del tormento, no podrá evitar reaccionar de manera fulminante: tras disparar a Ray, al cadáver de su fallecido hermano y a otros dos hombres,  se descerrajará un tiro en la boca.

Johnny, Chez y Gaspare, los tres hermanos Tempio en El funeral

Semejante conflicto dramático, catalizador de un discurso sobre el modo en que la violencia engendra más violencia, encuentra en la sencillez expositiva y en la inequívoca concreción dramática de sus imágenes a dos aliados clave para impedir que su contenido pueda ser interpretado de manera ambigua. Dentro del cine de Ferrara el aparato formal de El funeral se situaría en el polo opuesto al del sugerente territorio que el realizador pisaba en, por ejemplo, la fiesta de Halloween con la que concluía Ángel de venganza , un fragmento durante el que su protagonista, Thana (Zoë Lund), desataba todo un infierno de violencia cuya extrañeza quedaba reforzada por el uso de ralentíes y la intimidante presencia de un imaginario visual apropiadamente terrorífico; o incluso en Teniente corrupto, un filme en el que un policía adicto a las drogas (Harvey Keitel) investiga la violación de una monja mientras, en ocasiones, experimenta visiones protagonizadas por el mismísimo Jesús (también encarnado por Paul Hipp).

Por esa razón, el realizador, más allá de emplear en un par de ocasiones la cámara en mano para capturar los estallidos más explícitos de violencia —el instante en que un esbirro de Gaspare clava a Ghouly un cuchillo en el estómago; o el sufrimiento de Johnny tras haber sido tiroteado a las puertas de un cine por el susodicho mecánico—, apenas se permite filigranas visuales o conceptuales, apoyándose por lo general en las reacciones de los personajes (en sus miradas o palabras) o en sencillos movimientos de cámara que evidencian un determinado sentimiento —como ocurre de manera muy sutil cuando Johnny observa cómo Chez brinda con Gaspare, contrario como es a la asociación que este último ha logrado establecer con sus hermanos— o elevan la intensidad de un momento, sirviéndose, eso sí, del montaje para crear contrastes o reforzar su discurso. De ahí que, poco antes de que Chez decida suicidarse tras haber disparado contra Ray y también sobre el cadáver de Johnny, Ferrara muestre a los hermanos, juntos y abrazados, compartiendo un instante de concordia y felicidad; todo ello después de que el mismo Chez, a solas en su bar, haya dirigido su mirada hacia el espacio vacío que la ausencia de Johnny ha terminado dejando en aquel lugar de la barra que el personaje solía ocupar en vida.

Chez, a solas en su bar, antes de suicidarse en El funeral

 

Tan lejos, tan cerca

El funeral y la inmediatamente posterior The Blackout son, qué duda cabe, dos propuestas muy distintas. Tanto, de hecho, que mientras la primera es capaz de concitar el consenso de la crítica, la segunda, en cambio, posiciona de manera radical a su favor o en contra. Transcurridos más de veinte años desde sus respectivos estrenos, no tengo nada claro que esto haya cambiado. Pero, en cualquier caso, antes de pasar a analizar la segunda, me parece interesante señalar algunas conexiones que, por mucho que parezcan anecdóticas, acercan de forma más estrecha de lo que uno podría imaginar el (nihilista) universo de ambas películas.

Para empezar, justo al inicio de El funeral Johnny contempla en una pantalla las imágenes de El bosque petrificado (The Petrified Forest, 1936), un clásico del cine negro dirigido por Archie Mayo. En concreto, la secuencia en la que un individuo al que Duke Mantee (Humphrey Bogart) amenaza con un arma pide a este que le de su póliza de seguro porque, según él mismo confiesa, espera morir en cualquier momento. Acto seguido,  mientras los créditos de su filme desfilan por la pantalla, Ferrara muestra el traslado de un féretro hasta la casa de los Tempio. Se trata, por supuesto, del cadáver de Johnny, a quien como más tarde descubriremos la muerte habrá sorprendido a la salida del cine. El (premonitorio) fragmento de película, por tanto, habrá insinuado el destino que aguardaba al personaje. Más avanzado el metraje, justo después de que Johnny haya observado cómo Ghouly fornicaba con Bridgette (Amber Smith), la novia de Gaspare, un mafioso que le repugna, el más joven de los Tempio habrá expresado su profunda opinión sobre el cine diciendo que “Tal vez la radio y el cine nos mantienen vivos. La vida no tiene mucho sentido sin las películas”.

Johnny contempla en un cine a Bogart en El bosque petrificado

Dejando a un lado que en un momento posterior el medio cinematográfico volverá a desempeñar un papel relevante cuando Johnny y Ray, acompañados por otros hombres y mujeres, asistan en privado a una proyección de (primitivo) cine pornográfico —secuencia que evidenciará la catadura moral de unos personajes para quienes la fidelidad matrimonial no significa nada a pesar de que los símbolos religiosos adornan sus casas o incluso complementan su indumentaria—, ambas circunstancias permiten traer a colación que en The Blackout el cineasta Mickey Wayne (Dennis Hopper) es quien recuerda al actor Matty (Matthew Modine) que Godard dijo que “el cine es la verdad 24 veces por segundo”. Esta cita no está escogida al azar porque, como luego veremos, él mismo utilizará esa verdad, capturada en forma de cintas de vídeo, para recordar a su colaborador, o tal vez sería mejor decir desbloquear, ciertos (y turbios) acontecimientos que su mente habrá intentado relegar al olvido —una estrategia no muy diferente de la que Annie 1 (Béatrice Dalle), la novia de Matty, habrá seguido para testimoniar con cintas de casete que fue él quien la indujo a abortar—.

De hecho, al igual que ocurría con El bosque petrificado, serán las imágenes de otro filme clásico, en este caso francés, Nana (1955), de Christian-Jaque, las que evidenciarán de manera recurrente el particular interés (u obsesión) que el tal Mickey parece sentir por el crimen de tipo pasional. No por casualidad Ferrara, deslizando la imagen a modo de pista subliminal, incidirá en el instante en que el conde Muffat (Charles Boyer) estrangula con sus manos a Nana (Martine Carol) tras haber sido rechazado por la cortesana. Una inspiración que, unida a lo que sugiere la frase de Godard, llevará a Mickey a orquestar otro crimen —en su rol de perverso metteur en scène al estilo del Mark Lewis (Karlheinz Böhm) de El fotógrafo del pánico (Peeping Tom, Michael Powell, 1960)— consistente en manipular subrepticiamente a Matty para que, de ese modo, logrando que, por una vez, consiga actuar de verdad, asesine a la inocente Annie 2 (Sarah Lassez) —de forma equivalente a la mostrada en la ficción— aprovechando que la paranoica confusión experimentada por el intérprete le hará creer que la chica a la que está asfixiando, pertinentemente disfrazada, es en realidad Annie 1, la amante que, efectivamente, le rechazó tiempo atrás.

La película Nana tiene un papel relevante en The Blackout

En otro orden de cosas, existen al menos otros dos elementos que, presentes en ambos filmes, permiten seguir conectándolos. Por un lado, la importancia que tanto en El funeral como en The Blackout adquiere la muerte de una persona joven: Johnny tiene 22 años cuando es asesinado a balazos frente a un cine, mientras que Annie 2 tiene tan solo 17 cuando muere de manera trágica durante el rodaje de una película supuestamente improvisada por Mickey. Si bien el cine se encuentra presente de un modo u otro en los dos casos, lo que verdaderamente importa es que la desaparición física de los personajes propicia en los vivos el surgimiento de la culpa y de los remordimientos, dos cuestiones muy afines al ideario de Ferrara. Y, por el otro, cómo a través del proceso anterior se manifiesta la imposibilidad de olvidar y/o de perdonar —esto último tan solo en el caso de los hermanos Tempio, dado que, durante el velatorio, el cadáver de Johnny se encarga de materializar de manera obsesiva la idea de su muerte—, lo cual genera toda una catarata de recuerdos (o de pensamientos) que, según sea el caso, se desplegará de una forma más o menos ortodoxa.

Más en el caso de El funeral, donde los diferentes flashbacks quedan justificados por la necesidad que Ray o Chez tienen de evocar un determinado proceso de aprendizaje (como ocurre con el primero, quien recuerda cómo su progenitor le transfirió una determinada herencia ancestral que le ha marcado de por vida) o aquellos instantes que les distanciaron o acercaron a sus hermanos (el segundo). Un modo de apelar al subconsciente que, como veremos, resultará mucho más intenso —y, por tanto, menos convencional en su relación con el montaje— en The Blackout y que Ferrara y su guionista solo parecen evitar cuando, a partir de una imagen del cadáver en el féretro, introducen un largo flashback que, saltándose la cronología temporal, abre un paréntesis de veintidós minutos con el que ofrecen un completo retrato de Johnny y, de paso, aclaran las circunstancias que rodean a su muerte. El hecho de que dicho fragmento finalice con Chez asestando una paliza a Johnny —porque este se ha presentado en su casa acompañado de la novia de Gaspare y con ánimo de provocar— es convenientemente aprovechado para retomar entonces el presente narrativo con un plano en el que el personaje, llorando mientras recuerda lo sucedido, recorre con su coche el tramo de calle en el que su hermano  fue asesinado. Consciente de que los Tempio necesitan expulsar de algún modo a sus demonios internos, en un momento dado Sali (John Ventimiglia), uno de los hombres de Ray, dirá al cura (Robert W. Castle) que se ha acercado a ver a la familia que “olvide los santos óleos” porque lo que sus miembros necesitan de verdad es “un exorcismo”. Exactamente lo mismo que también podría decirse del atormentado Matty de The Blackout.

Sin embargo, en lugar de encontrar una vía hacia la expiación, tanto los Tempio como el actor solo hallarán una hacia la autodestrucción, dándose la circunstancia de que en el cine de Ferrara es posible que ambas cosas hayan sido siempre lo mismo. En cualquier caso, el oscuro y desesperado destino que encuentran estos personajes se encuentra probablemente más próximo del que afrontan los protagonistas de Killer: El asesino del taladro, Ángel de venganza, El rey de Nueva York, Go Go Tales o Welcome to New York que de la redención que, de un modo u otro, parecen alcanzar los de Ciudad del crimen, Teniente corrupto, Un cuento de Navidad, Mary o 4:44 Last Day on Earth, lo que no evita que en este último caso la consecución de la paz interior se logre a base de aceptar con resignación la extinción colectiva. Siendo como son China Girl o Secuestradores de cuerpos películas trágicas o pesimistas por razones bien distintas —aunque entre la primera y El funeral existen parecidos más que evidentes—, la excepción a semejante regla ferrariana tal vez la constituirían los ambivalentes finales de The Addiction o de Pasolini, películas en las que, tras haber fallecido de una manera trágica, sus respectivos protagonistas parecen encontrar un posible (y extramundano) camino hacia la luz.

 

Cabeza borradora

Al margen de cualquier otro tipo de consideración, o de lo que guste o no guste la película, The Blackout es la constatación casi definitiva de que Ferrara (al igual que Paul Schrader) es un cineasta eminentemente romántico por su idealizada visión del amor que, como no podía ser de otro modo, queda vinculada a un impulso, el afectivo, cuya frustración puede activar la capacidad autodestructiva del ser humano, deviniendo por tanto en pulsión de muerte —se trata, en todo caso, de un romanticismo negro, cuasi necrofílico, lo cual se ajusta bastante al verdadero significado del término romántico, que no es otro que aquel que Edgar Allan Poe,  E. T. A. Hoffmann o Goethe definieran con sus novelas o relatos—. Además, el metraje del filme se convierte en terreno abonado para que su responsable dé rienda suelta a sus impulsos creativos más salvajes, a su necesidad de libertad expresiva, lo cual, sin duda, constituye un ejemplo de otro tipo de romanticismo: el que se erige en fuerza motriz de la pasión artística.

Rótulo con el título de The Blackout

De ahí que, en esta ocasión, el discurrir narrativo resulte deslavazado, fragmentario, entrecortado; que el constante, fascinante y absorbente trabajo con la música y con la banda de sonido (en la que las atmósferas inquietantes y saturadas evocan sentimientos y sensaciones no muy diferentes de los habituales en el cine de David Lynch) devenga tan caótico (en apariencia) como decididamente orgánico; y que la mezcla de formatos (cine, vídeo) y de texturas (color/blanco y negro; imagen definida/imagen granulosa o desenfocada; estilización vs. tosquedad visual) se antoje pertinente porque, como en un determinado momento de la película el cineasta Mickey Wayne dirá a Matty: “el vídeo es el futuro”. Un vídeo que en The Blackout es también el medio, cuya importancia ya viene señalada en el propio rótulo con el título de la película, por el cual el trágico acontecimiento olvidado por el protagonista —a causa de ese apagón mental que sufrirá tras haberse dejado llevar por sus impulsos— podrá ser recuperado para evidenciar su crimen.

Todo ello con objeto de recrear un torturado mundo interior, de trazar un recorrido dramático, oscuro y tenebroso, capaz de exteriorizar de forma exclusivamente audiovisual la deriva (o naufragio) emocional del susodicho Matty, convirtiendo por momentos la sucesión de imágenes en un auténtico collage de impresiones visuales en el que las texturas y los colores contribuyen a señalar un progresivo deslizamiento hacia la onírico y, con ello, a plasmar la mortificante y agobiante sensualidad de una pesadilla recurrente en la que lo femenino deviene una presencia enigmática e inalcanzable. Se origina así una de las más perturbadoras inmersiones en los fantasmas de la mente (masculina) que, con el permiso de Lynch, haya entregado el cine contemporáneo, alineándose de esa forma la obra de Ferrara con una numerosa estirpe de películas surgidas a la sombra de la capital Vértigo (De entre los muertos) (Vertigo, 1958), de Alfred Hitchcock: desde El muelle (La jetée, 1962), de Chris Marker, o Fascinación (Obsession, 1976), de Brian De Palma, hasta Caníbal (2013), de Manuel Martín Cuenca, pasando por Doce monos (Twelve Monkeys, 1995), de Terry Gilliam, Carretera perdida (Lost Highway, 1997), de David Lynch, En la ciudad de Sylvia (Dans la ville de Sylvia, 2007), de José Luis Guerin, o incluso la reciente First Reformed (Paul Schrader, 2017), película en la que el milagroso reencuentro final del reverendo Toller (Ethan Hawke) con la viuda Mary (Amanda Seyfried) también se produce, al igual que el de ‘Scottie’ Ferguson (James Stewart) con el de la verdadera Madeleine (Kim Novak), al amparo de un significativo (y envolvente) movimiento de cámara que gira en torno a la pareja casi abrazándola, un plano en el que Schrader prácticamente yuxtapone, dentro de una misma imagen, a Bresson y Hitchcock con algunas e inequívocas referencias religiosas —esa Mary…— y con las constantes propias de su imaginario fílmico.

Varios planos de The Blackout

Tampoco sería descabellado traer a colación el desarrollo de un par de filmes de Martin Scorsese, posteriores al de Ferrara, en los que sus respectivos protagonistas masculinos se ven asaltados por sendas muertas que se resisten a abandonarles. Me refiero a Shutter Island (2010) y a Al límite (1999) película esta última con guión de Schrader que no por casualidad se titula en su versión original Bringing Out the Dead y en la que el paramédico Frank Pierce (Nicolas Cage) halla la paz interior dejando reposar su cabeza en el regazo de otra Mary, en esta ocasión interpretada por Patricia Arquette. Si al final de Al límite asistimos a una extraña conversación a tres bandas durante la que Pierce habla con Mary mientras la chica le contesta indistintamente con su propia voz o con la de la joven Rose (Cynthia Roman), una paciente a la que no pudo salvar y cuyo fantasma (mental) atormenta ahora sus días y sus noches, en The Blackout Matty hablará con Annie 2 (Sarah Lassez) mientras por boca de la chica escucha la voz de Annie 1 (Béatrice Dalle) o incluso mantendrá una conversación telefónica con su nueva pareja, Susan (Claudia Schiffer), al tiempo que la mujer se corporeiza repentinamente ante él para, en cualquier caso, seguir pronunciando las mismas palabras que su destinatario ya podía escuchar a través del auricular… Drogas, alcohol, esquizofrenia, insomnio, remordimientos, obsesión, desdoblamientos femeninos, son las diferentes variables de una ecuación que por defecto conduce hacia la locura… y que casi siempre logra evocar al fundacional cuento de Edgar Allan Poe El corazón delator (1843).

En cualquier caso, y aquí termino mi repaso por semejante constelación de películas interrelacionadas (1), en The Blackout el susodicho Mickey Wayne, de profesión cineasta, exhibe una actitud casi tan ambigua como la del Mystery Man (Robert Blake) de Carretera perdida —si bien su presencia, en principio, se antoja mucho más real—, una conexión entre los dos personajes que no solo existe porque ambos utilicen una cámara de vídeo para registrar acontecimientos sino porque su función dramática no parece ser otra que la de erigirse en sendos Pepito Grillo empeñados en torturar al protagonista recordándole algo que su mente ha intentado borrar pero que su subconsciente, definitivamente, se resiste a olvidar.

 

A star will drown

Si bien durante sus primeros 35 minutos de metraje The Blackout avanza de una manera lineal, es a partir de que Matty se somete en un cuartucho a una intensiva sesión de drogas cuando el filme alcanza de manera inequívoca un punto de inflexión en su discurso audiovisual, coqueteando a partir de ese momento y hasta el final con un cierto tipo de experimentación formal que permite a Ferrara emplear casi cualquier recurso imaginable (ralentíes, aceleraciones, fundidos, sobreimpresiones, veladuras o destellos en la imagen, yuxtaposiciones de música y de ambientes sonoros) para, con ello, saturar las imágenes y dotarlas de una cualidad hipnótica que por momentos bordea el territorio de la abstracción: la mente escindida del personaje, así como su percepción alterada, distorsionada, por efecto de las drogas y el alcohol, se lo permiten. Conforme avanza el metraje, la impresión que recibe el espectador es la de estar penetrando en las diferentes y superpuestas capas (o pliegues) de un aparato memorístico en cuyo epicentro, por supuesto, se encuentran la fijación sexual de Matty y el aborto no deseado de Annie 1. La simpleza narrativa es manifiesta, pero la acumulación de pequeños pero sugerentes detalles dramáticos contribuyen a dotar al filme de una riqueza conceptual que expande sus significados.

El acercamiento de Ferrara a la abstracción en The Blackout

Sin ir más lejos, la construcción circular del relato evidencia una cualidad narrativa críptica muy acorde con un personaje que, al fin y al cabo, siempre ha estado atrapado en su propia tela de araña. Pero, además, el espacio de la playa, que permite relacionar de manera directa a la primera secuencia con la última, tiene una cierta resonancia simbólica de tipo psicoanalítico —además de remitir, por razones más que evidentes (el suicidio de un actor por ahogamiento), al famoso final de cualquiera de las tres versiones de Ha nacido una estrella (A Star Is Born): la de 1937, dirigida por William Wellman y Jack Conway; la de 1954, filmada por George Cukor; o la de 1976, realizada por Frank Pierson—. Básicamente porque el flujo y el reflujo de las olas se erigen en representación de la fluctuante (y caprichosa) memoria de Matty (2), quien olvida o recuerda en función de su estado de ánimo. De hecho, cuando se produce la fractura que pone en evidencia el trauma —el citado instante en que el protagonista se droga, siendo además filmado por la cámara de Wayne—, Ferrara inserta de manera estratégica imágenes de tipo acuático, dentro de un montaje considerablemente entrecortado que elude la continuidad en el raccord, como si los jump cuts que consigue al montar de esa forma —que sin serlo exactamente funcionan como ese tipo de corte— no hicieran otra cosa que reproducir unas ausencias temporales acordes con el estado del actor, insinuando con ello que el personaje, efectivamente, está lidiando con su subconsciente, de ahí que la cámara se sitúe bien por encima bien por debajo de la línea de flotación.

Si antes ya he hablado de la confusión que provoca en Matty oír la voz de Annie 1 por boca de Annie 2, o de la repentina aparición de Susan en el apartamento en el que se está emborrachando —la chica se encuentra en realidad al otro lado del teléfono—, así como de la importancia que adquiere la recurrente presencia de imágenes de vídeo para insinuar un posible choque entre la realidad y la ficción, entre lo que el personaje recuerda y lo que verdaderamente ocurrió, tampoco merece obviarse el convincente uso que Ferrara hace de unos temas musicales abiertamente cool para, por un lado, retratar unos ambientes pijos, sofisticados, glamurosos, propios de Miami —empleando también el cineasta con notable pertinencia la extraña sonoridad, aletargada, repetitiva y poco accesible, del tema Miami, de U2, editado justamente el mismo año en que se estrenó el filme—, y por el otro expresar el excitado estado de ánimo del personaje cada vez que retoma su adicción al alcohol, un sentirse bien que, por supuesto, nunca tarda en ceder su lugar al malestar existencial. La coherencia del conjunto, considerable a pesar de alguna que otra escena innecesaria, como por ejemplo una en blanco y negro que hacia el final del metraje muestra a Matty y a Annie 2 en la playa para aclarar ciertos aspectos de su relación, permite decir que Ferrara alcanza por la vía del exceso (y de la pesadilla onírica) el mismo propósito dramático que en El funeral lograba por la vía de la contención (y del realismo descarnado) —una contención que, eso sí, a duras penas contrarrestaba la rabia de sus personajes—: retratar el radical proceso que conduce a la aniquilación de uno mismo. Ya lo decía Kathleen Conklin (Lili Taylor) al final de The Addiction: “La autorrevelación es la aniquilación del propio ser”.

La playa es el escenario de varios momentos relevantes de The Blackout 

 

 

© Óscar Navales, mayo de 2018

 

(1) Si se hecha un vistazo al listado de películas y, sobre todo, de realizadores preferidos por Ferrara, pronto se descubre que, como siempre, nada es casual: http://www.bfi.org.uk/films-tv-people/sightandsoundpoll2012/voter/848

(2) La memoria, por cierto, también juega un importante papel dramático en otras obras del cineasta, caso de Ángel de venganza, Ciudad del crimen, Teniente corrupto, Juego peligroso, New Rose Hotel, Mary o Secuestradores de cuerpos. Con excepción de la última, donde la anulación de los recuerdos y los pensamientos deviene clave para una invasión extraterrestre, en todas las demás su presencia suele ser sintomática de un trauma o delatar una obsesión.