SEFF 2015: The Sky Trembles and the Earth Is Afraid and… / Dead Slow Ahead / Berserker / Pozoamargo / L’ombre des femmes / Transeúntes

El cine que resiste (2ª parte)

 

“Penetrar donde se agota el lenguaje…”

La frase la pronunciaba el director gallego Oliver Laxe, en el coloquio posterior a The Sky Trembles and the Earth Is Afraid and the Two Eyes Are Not Brothers, y remite a ese ejercicio de abstracción que Ben Rivers realiza para traspasar lo etnográfico y abandonarse al delirio ficcional. Un delirio que tiene poco que ver con discursos profundos desde un simbolismo dudoso y mucho que decir respecto a la materialidad de las imágenes, respecto a la propia filmación como acto que subvierte el paisaje desde la imaginación.

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The Sky Trembles and the Earth Is Afraid and the Two Eyes Are Not Brothers, de Ben Rivers

Ante los 16 mm de Ben Rivers, el rodaje de Las mimosas de Oliver Laxe se dibuja como documento sensorial de la ficción que trata de emerger en el paisaje incierto de Marruecos. Un escenario ideal para el celuloide, que recoge las texturas de la luz ocre y la profundidad de los rostros en un retrato distanciado, alucinado. Retrato del cineasta en su búsqueda del instante, de la imagen que extraer ante la cámara. Retrato también del relato que nace, antes en los ojos del cineasta que en la propia imagen –es fascinante observar el rostro de Laxe maravillándose ante la escena que tiene lugar ante él, y que no vemos–. Hasta que las carreteras se desvían de su camino y la ficción devora al demiurgo, entregándolo a una experiencia privada de los sentidos por las entrañas del propio mundo que trata de filmar.

Es deslumbrante rendirse como espectador a la libertad y la simple entrega al acto de filmar que respira la película de Ben Rivers, desdoblada en esas dos maneras de mirar –the two eyes are not brothers– que componen una misma experiencia fílmica ante un mundo extraño y fascinante. Como en un reverso descontrolado del cine-trance de Rouch, la etnografía se revela como experiencia imaginaria, como pulso contra un relato salvaje que emerge del paisaje y se extiende hasta sus confines. Ya no queda el territorio, ni siquiera el mapa, sino sus rasgaduras esparcidas sobre el vacío, la ficción imposible que se transforma en un laberinto al que Rivers y Laxe simplemente se entregan con pasión.

También desde la no concreción, y posiblemente desde esa misma idea de agotamiento del lenguaje que apuntaba Laxe, Mauro Herce plantea un viaje en un buque de mercancías donde el extrañamiento y la distancia crean una experiencia inmersiva y contemplativa para el espectador. En Dead Slow Ahead apenas hay palabras, y cuando las hay, se ven entrecortadas en una edición que impide su sentido; en su lugar, el filme se entrega a las imágenes como una materia que es a la vez huella y eco maleable de lo real. Herce concibe esa idea de documental de ciencia ficción que le permite filmar el buque como si se tratara de una monumental nave que cruza un mar de paisajes inasibles. Con su cámara interpone una distancia donde, por un lado, se oculta el cineasta y se difumina su relación con lo filmado; por otro, se magnifica la belleza salvaje de las imágenes para plantear una experiencia difusa del mundo, una desfamiliarización ante el hombre, la máquina y el paisaje, tres elementos que constantemente colisionan en un filme, a su vez, profundamente construido.

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Dead Slow Ahead, de Mauro Herce

No es casual que ambos filmes contengan más de un primerísimo primer plano de un rostro sobredimensionado, ya sea de un marino del carguero o de uno de los marroquíes que trabaja en el rodaje de Laxe. Este último lo recuerdo vivamente, ocupando toda la pantalla de cine y cantando en árabe, como un ser enorme que se abre ante los que ocupamos las butacas. Ambas obras desentrañan el mundo –y se cuestionan por lo humano– a través de imágenes entregadas a la abstracción, a una determinada experiencia contemplativa donde cada espectador está invitado a encontrar sus asideros, a sentirla de un modo determinado. Y sí, también el rostro puede ser un paisaje extraño e inasible.

 

“Bloqueo del escritor pero en la vida real, ¿no?”

Ante la pantalla, Hugo Vartán, escritor desesperado magistralmente interpretado por Julián Génisson, trata de dar forma a una historia que no tiene sentido. Los agujeros en la trama los acaba llenando desde la especulación y la obsesión se va difuminando ante una realidad confusa. Así es como Pablo Hernando explora la fascinación ante el enigma en Berserker, una película que parece tomar el planteamiento clásico del thriller y llevarlo a lo cotidiano a través de un personaje adalid de esa crisis generacional que asola a la juventud española. Daniel de Partearroyo acertaba al señalar cómo “la desorientación vital y el estado de crisis continuo” laten durante todo el filme, condicionando los derroteros de un noir improbable y, finalmente, interrumpido. Así, entre pisos decorados con IKEA, solitarias calles de extrarradio, descampados perdidos y gente rara –un reparto a la altura, especialmente Ingrid García Jonsson y Lorena Iglesias– se mueve un improvisado detective que no duda en abandonar su pesquisa y esconderse en cuanto su vida parece peligrar. La ficción literaria sigue entonces su camino y el enigma se desvanece en un relato que se encuentra con la propia incapacidad de relatar.

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Berserker, de Pablo Hernando

El certero video promocional de Berserker, que firma el propio Julián Génisson, comienza con una secuencia de Tristana: un hombre echa a un perro de la habitación de una mujer y cierra la puerta. Como el perro, también la cámara se queda fuera. ¿Qué hacer, entonces, con esa imagen que no vemos? La locución añadida al video nos da tres posibilidades: esperar, abrir la puerta e interrumpir la escena o mirar por la cerradura. Solo que entonces sabremos que ya no están actuando para nosotros, que no es la imagen que debería ser. Esa última posibilidad es la que, según el video, define a Hugo Vartán, que cuestiona lo que ocurre a su alrededor ­­a pesar de sentirse un extraño profundizando en vidas ajenas. El filme adopta, así, un tono que recuerda al vaciamiento de Antonioni, o al teatro del absurdo; en cierto punto, ya no estamos seguros de lo que ocurre en torno a Vartán. Nos encontramos ante un thriller que, de tanto ponerse en duda a sí mismo, se acaba imaginando al desvanecerse. Al fin y al cabo, como enuncia Génisson en aquel video, ya no quedan cerraduras de esas, de las que permiten ver el otro lado.

 

“Todos tenemos una sombra, y lo mejor es llevarse bien con ella”

La inteligencia y la sutileza de un filme como Berserker encuentra su némesis en Pozoamargo, cuya estrategia discursiva pasa por generar incomodidad: desde sus primeras imágenes, el largometraje de Enrique Rivero se esfuerza por impactar al espectador, por golpearle con imágenes agresivas, descarnadas. Nada nuevo y nada contra lo que reaccionar de manera airada si no fuera porque el dispositivo fílmico descansa en el moralismo y la sobrexplicación. La película no acaba de entregarse a lo corporal, a lo sensorial, pero tampoco deja fluir el relato: en vez de ello, una sucesión de causalidades lleva a Jesús al límite hasta volver al punto cero. Resulta curioso cuando uno descubre que el actor, Jesús Gallego (maravilloso en un papel tan difícil), también emigró desde Madrid a Pozoamargo. Quizás en su obstinación por una ficción moral Rivero se haya dejado lo más interesante en el tintero.

Con L’ombre des femmes Philippe Garrel se permite desentrañar los misterios que unen (y separan) a una joven pareja desde una sencillez y una maestría apabullantes. Es paradójico que un filme tan transparente y conciso (apenas supera la hora) explore las sombras de una relación desde un registro que parece haber desbrozado el relato hasta reducirlo a sus momentos esenciales. La voz (Louis Garrel) que comenta los pasos de la trama, el blanco y negro nouvellevaguiano, el vaciamiento dramático, el desequilibrio de los personajes y sus encuentros y desencuentros descarnados chocan para construir una pieza donde el amor se dibuja como una necesidad, y la oscuridad de cada personaje sale a la luz con naturalidad.

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L’ombre des femmes, de Philippe Garrel

 

“Eso que pasa, que pasa de largo, soy yo…”

En los coloquios y entrevistas sobre Transeúntes, su realizador Luis Aller suele hablar del caos y de esa sensación de unidad que cada uno imprime en sus experiencias diarias. “¿Qué tal te ha ido el día?”, y rememoramos entonces todo un cúmulo de fragmentos que conforman nuestra jornada. Si uno los mira de cerca, posiblemente veamos un batiburrillo de momentos arrancados al caos, pero cuando los relatamos se unifican, adquieren sentido en nuestra narrativa.

El también crítico y docente catalán ha confeccionado este largometraje durante dos décadas, engarzando más de siete mil planos en un montaje frenético que traspasa las historias que pueblan las calles de Barcelona para hablar, finalmente, de una determinada experiencia del mundo, de la ciudad y la vida moderna. Recuperando la tradición de las sinfonías urbanas de los años veinte, Aller se aproxima al constructivismo cinematográfico para situar las diversas narraciones que forman su filme en un mundo fragmentario. El cine –la mesa de montaje– como método para difuminar el velo que nuestra percepción impone al caos de lo real.

Transeúntes se hizo recuperando un método de trabajo común en el cine mudo, ya desaparecido: filmar parte de la película, editarla y continuar filmando a partir del trabajo realizado. De este modo es la propia película la que va guiando al cineasta. En su película-búsqueda, Aller intercala gags visuales, pequeñas historias que repentinamente encuentran un contraplano ajeno que las desplaza hacia otra trama, sketches de un humor profundamente político, pequeñas moralejas inciertas, fragmentos que parecen documentar la vida urbana… Todo ello insertado en un montaje godardiano que enfrenta las imágenes a todo tipo de contrapuntos: canciones, texto, voces de locutores que hablan sobre guerras lejanas y un sinfín de inputs que podrían conformar ese caos simbólico en el que cada uno de nosotros vive, más o menos anestesiado.

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Transeúntes, de Luis Aller

La frontera entre planos se difumina y el montaje es capaz de construir un discurso propio que atraviesa las historias e imágenes sin banalizarlas, sin romper su autonomía y su fuerza. Muy al contrario, en el filme de Aller las imágenes golpean, parpadean y se combinan en esa sinfonía, constituyendo una experiencia intensa y estimulante para el espectador que se enfrente a ella. Una experiencia que, finalmente, trata de hablar de cómo las vidas se organizan desde el desorden, desde el tránsito incierto –“eso que pasa, que pasa de largo, soy yo”, afirma un personaje–. La herencia de Vertov, Ruttmann o el propio Godard es palpable y evidente, pero Transeúntes lleva el estilo a una estimulante fusión con lo narrativo, el humor político y el gag más depurado que no solo recupera una experiencia cinematográfica prácticamente perdida –me resulta difícil imaginar esta película en una pequeña pantalla; es uno de esos filmes que pertenece de forma natural a las salas de cine, al cine como experiencia inmersiva–, sino que parece hablarnos de la gestación de una contemporaneidad donde no son ya las historias que nos forman, sino nosotros mismos los que vivimos en una fragmentación constante cada vez más problemática e interesante.

Para muestra de ello, un festival de cine.

 

© Bruno Hachero, diciembre 2015

 

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Primera entrega de la cobertura del SEFF 2015: El cine que resiste (1ª parte)

 

* Bruno Hachero formó parte del jurado FIPRESCI del SEFF 2015.