La jungla interior

La intimidad como espectáculo

 

Aunque la naturaleza, de rojo colmillo y garra
con el desfiladero, gritó contra su credo
Alfred Tennyson

En mí hay alguien que sólo se ocupa de deshacer ese mí
Maurice Blanchot

 

Habitualmente, cuando hablamos de nuestra intimidad, en realidad queremos hacerlo de nuestra privacidad. Por lo general confundimos estas palabras cuando hacemos referencia a aquellos recuerdos, vivencias o historias que queremos mantener fuera de una esfera de visibilidad, de la mirada de los otros. Las fotos de familia, los vídeos eróticos que hemos grabado con nuestras parejas o cada uno de los secretos que hacen posible la convivencia en el hogar no conforman nuestro universo íntimo, sino que son parte de de aquello que conocemos como lo privado: un código, que al igual que lo público, es fuente de derecho y objeto de protección. Pero la intimidad es algo bastante diferente y no puede estar ligada a la privacidad porque entonces “sería patrimonio de los individuos que fueran sus dueños, para quienes estaría siempre disponible, y para cuya conservación tendrían que guardarla celosamente de las miradas ajenas como si se tratase de una naturaleza de carácter privado que debe mantenerse a salvo de su corrupción en la vida pública.”

Estas palabras son de José Luis Pardo, uno de los pensadores que más se ha preocupado por saber de qué hablamos cuando hablamos de intimidad. En su célebre ensayo La intimidad, después de bosquejar un puñado de confusiones y contradicciones como la presentada más arriba, consigue acotarla alrededor de seis axiomas para definirla finalmente de la siguiente manera: “La intimidad es lo que hace imposible que el hombre exista bajo ese modo de ser clausurado sobre sí que los filósofos siempre han llamado ‘sustancia’ (lo que puede existir por sí mismo, lo que no necesita de otra cosa para existir)”. Por tanto, la intimidad tampoco debería confundirse con una identidad natural, como lo propio del hombre que se tiene a sí mismo.

La jungla interior (Juan Barrero, 2013) es un estudio ejemplar de la intimidad alrededor de la relación que mantienen Juan (el propio director) y Gala (su compañera), una pareja que espera su primer hijo, que parte de esas figuras con las que suele ser confundida. Juan no cesa de registrar imágenes con su videocámara. Se trata de imágenes de su privacidad encargadas de articular todo el punto de vista de la película. No hay narración más allá de ellas. Su actitud aparece también para diluir las fronteras de su profesión como cámara de documentales antropológicos en un medio natural (tanto en la vida real, como en la propia película). Él está apunto de separarse de su pareja por un periodo de tiempo de cinco meses, ya que debe desplazarse a una isla costarricense e intentar conseguir las imágenes naturales de una orquídea y un mosquito descubiertos por Darwin en su primer viaje a ese lugar en 1835, y que a día de hoy se creen extinguidos. Tras dos meses de estancia allí, recibe la noticia de que Gala está embarazada y queda instalado en una especie de shock. Se pregunta cómo ha sido posible si él no quería tener un hijo, mientras hace memoria de lo que pasó en sus últimos días juntos, durante la visita a la casa de su tía Enriqueta en el pueblo donde vivió algunos momentos importantes de su infancia. Una casa completamente abandonada después de que se llevarán a su familiar a un asilo, pero que, aún así, permanece llena de recuerdos, de figuras de la privacidad que sirven a la pareja para hacerse una idea de cómo vivió su tía.

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Juan regresa a casa a los cinco meses, pero todo ha cambiado de una manera un tanto desigual. Gala está muy hinchada por el embarazo y su piel parece un cuadro dibujado por centenares de estrías. Continúa mirándola a través de su cámara, pero casi no habla con ella. Lo que antes era un diálogo fluido en un agradable ambiente de pareja, ahora se ha convertido en un silencio que se muestra como el fiel síntoma de su intimidad. Gala le dice que no está, que aún no ha regresado de su viaje, que su conciencia se ha quedado en la jungla donde ha estado rodando el documental, pensando cómo se produjo el embarazo y por qué ella no ha abortado sabiendo que él no quería ser padre. Ella recapitula los motivos sobre por qué Juan ha vuelto si en realidad no quería regresar a casa. Como si todavía estuviera allí, en medio de la naturaleza, intentando encontrar su naturaleza, su identidad.

Su silencio es tan demoledor que consigue provocar que aflore la intimidad de Gala. Llora de manera desconsolada ante la actitud de Juan. Seguramente piensa en qué hacer con la relación que mantiene con la persona a la que aún quiere, en cómo seguir viviendo con ella de esta manera. Sus lágrimas afloran y no son neutras para Juan: por primera vez tiene que desenfocar las imágenes que registra. Sin duda, no puede mirar directamente a su amada. Pero en la intimidad no cabe psicología, ni siquiera un atributo que consiga adjetivarla como buena o mala. La intimidad es un acontecimiento que arrebata, que atraviesa los cuerpos para desbordarlos. Antes del embarazo, Juan y Gala hablaron de tener hijos en casa de su tía. Él le repitió que no quería ser padre. Ella sostenía un violín y un arco en sus manos. De repente, se puso a tocar violentamente y de manera repetitiva. Juan dejó de mover su cámara, de escrutar su cuerpo y sus movimientos.

La intimidad no es otra cosa que la verdad acerca de uno mismo.

 

La jungla exterior

La ópera prima de Juan Barrero me parece una película importante por lo que trae de novedad en la representación de la animalidad en el cine contemporáneo. Porque la intimidad, como apunta Pardo en uno de sus axiomas, también “es la animalidad específicamente humana”. En los últimos años, hemos visto una ingente cantidad de filmes que se preguntan por esta animalidad que parece perdida o a punto de su extinción. Ahí están los ejercicios melancólicos de un Apichatpong Weerasethakul y su curiosa utilización de los animales de la selva para narrar a través del simbolismo y la sublimación de la naturaleza en un rencuentro con las emociones perdidas. O el impacto de algunas escenas del cine de Bruno Dumont, para intentar hablar de la animalidad presuponiendo que es algo similar a aquello que imaginamos como la fiereza en un animal. Es decir, una forma de actuar directa, inmediata o brutal. Dejémonos de tonterías: la animalidad del hombre nada tiene que ver con la de los animales, sino que le es tan propia como su racionalidad. Por lo tanto, no se debería pensar en ella como una figura perdida. Quizás por esta razón La jungla interior huye de la utilización de la selva en su forma más tradicional, como la incursión de un personaje dentro de un entorno metafórico en busca de lo que le falta, aunque buena parte del metraje se desarrolle entre árboles frondosos. Aquí la jungla se ve desde fuera: no hay incursiones o caminatas a través de ella. Todo son imágenes descontextualizadas, tomadas desde un exterior lejano o, en el mejor de de los casos, de un interior en el que solo apreciamos un trocito de suelo que no evoca nada en concreto. Incluso, para llevar aún más lejos su gesto, Barrero sustenta la narración del fragmento del viaje costarricense en una voz en off en alemán que no se corresponde con la de ninguno de los dos protagonistas. Para rizar el rizo, incluso las emociones de la pareja, su intimidad, aunque sumamente intensas, aparecen contenidas.

Pero en La jungla interior no todo es iconoclastia. La animalidad encuentra una nueva forma de representación en la fiesta de Los hombres de Musgo, que se celebra en la localidad salmantina de Béjar durante la procesión del Corpus Christi. Estos hombres (y mujeres) se cubren con esas plantas porque, según cuenta la leyenda, en una batalla contra los árabes durante La Reconquista, los bejaranos les tendieron una emboscada cubiertos de musgo para mimetizarse con el entorno, lo que les llevó a la victoria. Al ver que se aproximaban, y temiendo que fueran bestias, los musulmanes huyeron del lugar, a pesar de que superaban en número a quienes trataban de recuperar el territorio.

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Esos cuerpos cuya carne ha sido sustituida por plantas verdes, además de por su gran presencia visual, funcionan como una potente metáfora tanto de la intimidad como de la forma en cómo esta se manifiesta. “El hombre siente sus emociones, es decir, las oye sonar en ese doblez interior en que se alberga a sí mismo” (José Luis Pardo). O lo que es lo mismo: donde se experimenta el límite de lo que somos y lo que podemos sentir. Y donde al mismo tiempo se hace ver a los otros. En el fondo, la intimidad es una forma de publicidad que guarda un estrecho parecido con la fiesta del Corpus Christi, en donde se celebra la Eucarística con la principal finalidad de proclamar y aumentar la fe de los católicos al convencerles de la presencia real de Jesucristo en ese Santísimo Sacramento.

 

Tu amor

El regreso da Juan al hogar no solo trae el silencio, también una forma de registrar sus imágenes de una manera completamente desafectada. Filma a Gala como si fuera un trozo de carne cualquiera, como si no se pudiera ver nada especial en ella. Las imágenes de su silencio son algo así como el documento de un cuerpo por el que ya no consigue encontrar una mínima empatía. Estamos ante uno de los misterios a los que se enfrenta toda pareja en algún momento de su  relación. ¿Qué ocurre cuando se consuma el amor? ¿Qué ocurre cuando se llega más allá del límite material de la relación? Este es, sin duda, uno de los mayores temores a los que se enfrenta una pareja cuando aparecen los hijos en el horizonte (hayan sido buscados o no): descubrir que ya no serán más que cuerpos para el otro en el sentido estricto de la palabra. Solo carne, huesos, piel, fluidos excretados. Que para el otro, en definitiva, se dejará de ser algo especial.

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Los hijos se presentan como intrusos, como extraños en la vida de una pareja para cambiarla de manera radical. Se dice que son fruto del amor. Pero tendríamos que añadir que también lo son de la intimidad. De la intimidad que ha conseguido llegar a tejer y compartir la pareja. Son, por tanto, la encarnación de esta intimidad. Si su llegada provoca un efecto tan radical en la pareja, no solo es porque necesitan la dedicación exclusiva del tiempo de los padres, sino también porque su nacimiento viene a recordar a los progenitores que el tiempo íntimo no es un tiempo disponible y cuantificado. Desde que nace un niño, los padres han de moldear un nuevo tiempo para él en el que quepan las vidas de los tres. El nuevo ser único reclama la edificación de otro tiempo pleno formado por dos temporalidades inconmensurables. Porque los progenitores, al engendrar a su hijo, le otorgan un tiempo que escapa por completo a los límites de su presencia. Es otro tiempo que ya no es ni puede ser suyo porque se trata de un porvenir que está más allá de ellos. ¿Cómo inventar entonces la medida de esta nueva temporalidad que ha traído consigo el efecto de la intimidad? ¿Cómo construir la nueva intimidad cuando un miembro del grupo todavía no puede tener conciencia de su vida, de que está conviviendo con sus progenitores?

Filmar debería ser siempre plantear un problema, para intentar respirar cuando el ambiente está demasiado cargado.

 

© Ricardo Adalia Martín, octubre 2014