The Saga of Anatahan

La película japonesa de Josef von Sternberg


Artesanado y experimentación

Pese a que con Amor a reacción (Jet Pilot, 1957) Josef von Sternberg puso punto y final a su trayectoria cinematográfica, no es en absoluto descabellado considerar su filme anterior, The Saga of Anatahan (1953) —también conocido como simplemente Anatahan—, adaptación de una novela japonesa de Michiro Maruyama, como el auténtico testamento fílmico del cineasta austríaco. Desde luego, la radical independencia creativa que destilan las imágenes de esta producción netamente japonesa, su intuida (y en ocasiones manifiesta) escasez presupuestaria, el reparto formado mayormente por actores japoneses no profesionales, o la concentración narrativa de la mayor parte del metraje en un único decorado —que simula un pedazo de la isla de Anatahan (1)—, la alejan considerablemente, gracias a sus extraordinarios hallazgos creativos, del mucho más convencional, y no del todo despreciable, filme presupuestado en nueve millones de dólares que protagonizaron John Wayne y Janet Leigh para RKO.

Película elaborada por Sternberg —que en ella desempeña las funciones de guionista, realizador y director de fotografía— con un afán tan artesanal como rabiosamente personal, de atmósfera extraña y enigmática, de narrativa densa, compleja y un punto críptica, pese a la aparente y engañosa sencillez de su argumento. Por momentos, las imágenes de The Saga of Anatahan parecen incluso concebidas por un cineasta genuinamente japonés, pues Sternberg parece compartir con colegas de profesión coetáneos, como Kenji Mizoguchi o Mikio Naruse, tanto una rendida admiración por la feminidad de la mujer como una singular capacidad para describir con precisión la idiosincrasia que caracteriza a un pueblo, el japonés, que en su caso particular le resulta culturalmente ajeno, así como el rigor y la precisión de la puesta en escena, en la que los movimientos de cámara, la recargada composición del plano o la densa atmósfera visual desempeñan un papel fundamental, o la singular inclinación por dotar de una dimensión simbólica o ritual a ciertos gestos o acciones de los personajes.

 

Doce hombres (y un marido) alrededor de Keiko

Catorce son los personajes del filme. Trece hombres y una mujer encerrados en una isla. En realidad, poco más se hace necesario añadir acerca del argumento, pues el nimio resumen anterior debería bastar por sí solo para que cualquiera con un poco de imaginación pudiera llegar a completar lo esencial. En cualquier caso, el día 12 de junio de 1944 —es decir, en plena Segunda Guerra Mundial—, y diecinueve días después de haber abandonado Yokohama, un grupo de pescadores, acompañados por varios soldados se dirigen, en un convoy compuesto por cinco barcas, a reabastecer de víveres a algunos destacamentos militares sitos alrededor de la isla más grande de Saipan, en el Océano Pacífico. Un ataque aéreo del enemigo coge por sorpresa a los marineros y, en consecuencia, las embarcaciones quedan destruidas. No sin esfuerzo, los supervivientes consiguen llegar sanos y salvos a Anatahan. Uno de ellos, un suboficial del ejército, consigue llevarse consigo una ametralladora. Todos juntos se reúnen en la isla, en la que también viven Kusakabe (Tadashi Suganuma) y su esposa Keiko (Akemi Negishi), con la esperanza de que la Marina Imperial acuda presta a rescatarlos. La espera será en vano. Los que sobrevivan tardarán siete años en regresar a sus hogares. Mientras tanto, los hombres, armados tan solo con una ametralladora, se dispondrán a defender la isla de cualquier ataque enemigo, pese a que la guerra, en realidad, llegará a su fin apenas un año más tarde (2).

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Evidentemente, al principio del filme Kusakabe ejerce de obstáculo natural, convenientemente armado con una horca de dos puntas, entre los recién llegados a la isla de Anatahan y su sensual y voluptuosa mujer; pero la apacible convivencia inicial de todo el grupo empieza a tambalearse ostensiblemente cuando algunos de ellos, inducidos por el instinto animal inherente al ser humano, dejan de lado el comportamiento civilizado para empezar a disputar una serie de luchas intestinas por el poder. Un poder que, dada la escasez en la isla, consiste principalmente en disfrutar de los favores sexuales de Keiko y de otros placeres mundanos como el vino de palma; fruslería esta última que, eso sí, hará reconocer al narrador que “bebiéndolo, olvidábamos quiénes éramos y dónde estábamos”.

Dos son los elementos que, nada más empezar la película, llaman poderosamente la atención del espectador. Por un lado, los títulos de crédito vienen acompañados por unas imágenes que parecen insinuar que la mirada que arrojará Sternberg sobre los personajes y sus motivaciones se va a situar bastante próxima a la de un antropólogo. Se trata de varios planos de peces nadando en el mar —probablemente filmados en un acuario artificial—, y que el cineasta encadena mediante bonitas cortinillas que van precedidas visualmente por la formación de ondas en el agua. Por el otro, el relato de los acontecimientos recae principalmente sobre la voz en off (y en primera persona del plural) de un narrador omnisciente —interpretado por el propio Sternberg— cuyas palabras tienen sobre el espectador un efecto tan evocador y sugestivo como, en ocasiones, turbador. Al arribar los supervivientes a Anatahan, esta voz declara que la isla “era un caos geológico de coral y de volcanes” y, en relación a las funestas consecuencias que el ataque enemigo ha tenido sobre los pescadores, manifiesta: “Un solo segundo basta para transformar en una ruina a un ser lleno de dignidad”.

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Durante aproximadamente la primera mitad de The Saga of Anatahan —de noventa minutos de duración—, tanto el desarrollo del relato como la puesta en imágenes de Sternberg hacen especial hincapié en el espíritu de comunidad, de colectividad, que adoptan los supervivientes para vivir en la isla. En consonancia con esta idea, predominan los planos de conjunto que muestran a todos o a una gran parte de los personajes compartiendo diferentes situaciones cotidianas. En algunas ocasiones se trata de planos fijos y, en otras, de travellings que, con su desplazamiento, ponen en relación a los diversos miembros del grupo. En este sentido, tal vez uno de los movimientos de cámara más paradigmáticos que existen en la película, mediante el cual Sternberg expresa a la perfección la conciencia colectiva que parecen compartir los personajes —o, si se quiere, la mente colmena, pues no por nada en los susodichos títulos de crédito Keiko es considerada la “abeja reina” mientras que varios de los individuos masculinos son denominados sus “zánganos”—, se encuentra precisamente en el momento en que la atractiva muchacha hace su primera e inesperada aparición ante los recién llegados: un travelling lateral que, en su desplazamiento de izquierda a derecha, recoge en plano medio las miradas de asombro casi infantil que, ante la presencia de Keiko, muestran todos los hombres. Una aparición cuya fuerza simbólica, además, consigue modificar significativamente el tono de la banda sonora que hasta ese momento acompañaba las imágenes del filme —debida a Akira Ifukube, compositor para realizadores y películas tan importantes del cine japonés como Duelo silencioso (Shizukanaru kettô, 1949), de Akira Kurosawa; Los niños de Hiroshima (Genbaku no ko, 1952), de Kaneto Shindô; Japón bajo el terror del monstruo (Gojira, 1954), de Ishirô Honda; El arpa birmana (Biruma no tategoto, 1956), de Kon Ichikawa, o Tres tesoros (Nippon tanjô, 1959), de Hiroshi Inagaki—. Si anteriormente esta conseguía poner el acento, con su sonoridad típicamente japonesa, en la extrañeza e inquietud que se adueñaba de la nueva vida de los hombres en la isla, con la aparición de Keiko la música, sin dejar de ser misteriosa, se abrirá por un instante a lo maravilloso y seductor de lo femenino, pues la chica será ahora para ellos “La Mujer, la única mujer de la Tierra”.

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A lo largo del metraje Sternberg utilizará un símil efectivo —y de eficacia probada en el cine— para poner en relación de forma visual el erotismo que desprende el cuerpo de Keiko con las cualidades húmedas y sensuales que emanan del agua de mar o la derivada de la lluvia. Una metáfora recurrente, y fundamentada en el elemento telúrico, que adquiere gran fuerza dramática en determinados instantes del filme, pese a que, como advertirá el narrador en una secuencia en la que la isla se verá azotada por un tifón: “Para el mar, el hombre y sus problemas no son nada”. Excelente es el momento en el que, en mitad de la noche, Keiko sale corriendo de su cabaña para reunirse en medio de la jungla con uno de sus pretendientes más jóvenes. Ambos se miran con intensidad y seguidamente se abrazan, y entonces Sternberg, con gran sentido de la oportunidad, intercala una imagen del mar embravecido que deviene ambivalente. Si bien esta puede interpretarse al principio como una alegoría de la pasión de la pareja, al poco —en el plano siguiente, de hecho— también parece corresponderse con la impetuosa aparición en el lugar de un celoso Kusakabe, el cual irrumpe en la selva con la intención de disuadir de sus intenciones a su rival amoroso y con ello poner fin a la infidelidad de su mujer, a la que, como castigo, abofeteará con contundencia. En un par de planos entreveremos, a través de una red de pesca o de una persiana de madera, los golpes que el hombre propina a Keiko mientras la densa vegetación de la jungla, en alianza con la luz de la luna, proyecta sobre los rostros y cuerpos de ambos una sombras que volverán la imagen más turbia y tensa si cabe.

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La rama dorada

El tercio final de The Saga of Anatahan, que resulta tan brillante en hallazgos de puesta en escena como el metraje precedente, puede ser entendido como una reinterpretación o paráfrasis visual del mito de la rama dorada; grosso modo, una leyenda que versa en torno al momento en que el rey o sacerdote de una comunidad es ritualmente asesinado por su sucesor, gesto que se repite de forma periódica e incesante. Un mito sobre el que el antropólogo James George Frazer escribió largo y tendido en La rama dorada: un estudio sobre magia y religión, publicado en 1922, y que se convirtió en la principal fuente de inspiración, reconocida por Francis Ford Coppola, para el inolvidable clímax dramático de Apocalypse Now (1979). En el filme de Sternberg, el germen de la lucha por el poder —“Como el vino, el poder embriaga”, dirá la voz del narrador en un momento determinado— se encuentra en el hallazgo fortuito, por parte de los hombres llamados Nishio y Yananuma, de un par de revólveres en el interior de un avión enemigo derribado y engullido por la selva tiempo antes de que el grupo llegara a la isla. El descubrimiento, que no permite augurar nada bueno, coincide de forma significativa con el momento en el que los habitantes de la isla experimentan el mayor de los aburrimientos. En el mismo aparato también son hallados otros objetos de interés: un tal Semba, conocido por sus dotes de seductor, encuentra una sortija, “la llave que abre el corazón de las mujeres”; Keiko descubre un paracaídas, con cuya tela tal vez pueda llegar a confeccionar una prenda de vestir; y Maruyama, el músico, localiza un alambre enmohecido con el que poco después construirá de forma artesanal un shamisen, instrumento musical tradicional de Japón.

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El hallazgo de los objetos en el avión resulta totalmente relevante para los acontecimientos posteriores que tendrán lugar en la isla, pues a partir de ese instante la violencia y la armonía entre los hombres quedan respectiva y simbólicamente representadas por los susodichos revólveres y por el shamisen. Mientras que las armas tienen una función puramente destructiva, el instrumento musical ejemplifica la voluntad constructiva y edificante del ser humano. Por alguna misteriosa razón, la mayor parte de los numerosos momentos musicales que tienen lugar a lo largo del filme quedarán inexplicablemente ligados a la aparición de la violencia. En consecuencia, los momentos más distendidos que experimentan los náufragos terminan derivando, en primer lugar, hacia la tensión y, posteriormente, hacia la crueldad. Como dice en un momento dado el siempre atinado narrador, “el día comienza con las canciones, preludio de violencia”; unas canciones y una violencia que en gran medida quedan vinculadas a la sexualidad de Keiko, que será codiciada y admirada a partes iguales por sus numerosos pretendientes y, en consecuencia, terminará propiciando una verdadera espiral de muertes.

Tres son los momentos musicales que evidencian una progresión dramática en este sentido. En una secuencia que tiene lugar antes del descubrimiento del avión, los hombres manifiestan su alegría cantando a capela una popular canción de Okinawa cuya letra dice: “Tú y yo, como un huevo. Yo lo blanco, tú lo amarillo, yo te abrazo”, la cual es rápidamente modificada por uno de los presentes con la intención de darle una orientación sexual inconfundiblemente dirigida, como no podía ser de otro modo, a Keiko. El inicio de la canción se vuelve ahora explícito, “Keiko… ven aquí, ven aquí”, y la muchacha no puede evitar sentirse visiblemente halagada ante lo que a un nivel simbólico parece indicar su entronización como reina de la isla. Presa de los celos, Kusakabe agrede a su esposa, y a continuación planta cara al resto de los hombres.

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Más avanzado el metraje, Maruyama pone a prueba su recién fabricado shamisen, tocando en versión acústica la anterior canción, en una secuencia sensacional en la que los hombres cantan entusiasmados ante la posibilidad de poder disfrutar del sonido de la música instrumental por primera vez en mucho tiempo. Y algunas secuencias después de esto, Keiko, atraída por el sonido del instrumento, demanda a Maruyama clases para aprender a tocarlo —no por casualidad, el shamisen era y sigue siendo muy popular entre las geishas—. El genuino acercamiento emocional que se da entre los tres —con ellos se encuentra también Kuroda, el decano de la comunidad— propicia la belicosa intervención de Nishio y Yananuma, pues con las “dos viejas pistolas” que tienen en su poder ahora pueden erigirse en los “dos nuevos jefes” de la isla.

Por último, en el que se convierte por derecho propio en el mejor momento musical de todo el filme, los hombres y Keiko se reúnen para celebrar una fiesta, en la cual se bebe vino de palma con profusión y se canta, una vez más, la susodicha canción. La situación tiene bastante de ritual o de celebración primitiva —en todos los sentidos, pues los participantes van vestidos con auténticos andrajos— de los bajos instintos del ser humano. Un magnífico plano general resume a la perfección la situación: Keiko aparece sentada en lo más alto de la composición, de acuerdo con su rol de reina, mientras el conjunto de los hombres están, o bien sentados escalonadamente por debajo de la muchacha, o bien bailando alrededor de una mesa al son de la canción. En un momento dado, la abeja reina Keiko desciende de su trono con una botella de vino en las manos y, a continuación, sube a lo alto de la mesa, donde baila sensualmente mientras los abejorros se afanan en conquistarla. En determinados instantes de la secuencia, Sternberg individualiza pertinentemente, mediante varios planos medios, a los tres hombres que, pese a participar en la fiesta, no se sienten parte íntegra de la misma: Kusakabe, Yananuma (rey de la isla al estar en posesión de las pistolas) y el suboficial del ejército. Los tres codician el cuerpo de Keiko; los dos primeros morirán por esa razón.

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Desafortunadamente, el afán destructivo del ser humano termina ganando la partida al esfuerzo constructivo. Semba regala a Keiko la mencionada sortija que encuentra entre los restos del avión y con su gesto logra seducir a la chica con la misma intensidad con la que provoca los celos de Nishio. Este, dejándose llevar por fuerzas sobre las que el ser humano no ejerce ningún control, apuñala mortalmente a su rival amoroso. A continuación, Nishio se disputa con Yananuma el cuerpo de Keiko y el segundo consigue eliminar al primero disparándole varias veces por la espalda. Poco después, Kusakabe ensarta con un cuchillo a Yananuma, recuperando momentáneamente con ello los derechos que, como marido, tiene sobre su esposa. A su vez, Kusakabe muere atravesado por su propia horca (o eso se deducirá de una elipsis que directamente nos escamoteará el sangriento acontecimiento), a manos del cocinero Yoshiri, quien, como no podía ser de otro modo, disfrutará asimismo de un reinado extraordinariamente corto de apenas veinticuatro horas, muriendo de forma inesperada a manos de la propia Keiko, que se vengará de ese modo del asesinato de su marido. La propia supervivencia de la abeja reina pasará por aprender a seducir y manipular a los hombres cuando crea oportuno, pero tras deshacerse convenientemente de los revólveres lanzándolos al mar y comprobar como, a pesar de todo, el resto de hombres se siguen disputando con juegos de azar la posesión de su cuerpo, ella misma decidirá desaparecer, al atisbar un barco en el horizonte, lanzándose desnuda al agua (3) y nadando hacia él.

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Todo lo anterior —que ni mucho menos es todo lo que puede encontrarse en el interior de este filme, rico en lecturas y significados— certifica que The Saga of Anatahan es, qué duda cabe, una exótica rara avis cinematográfica. Y también una de las mejores películas de un realizador extraordinario y aquí en estado de gracia, a quien se deben joyas absolutas de la historia del cine como La ley del hampa (Underworld, 1927), La última orden (The Last Command, 1928), Los muelles de Nueva York (The Docks of New York, 1928), El ángel azul (Der blaue Engel, 1930), Marruecos (Morocco, 1930), Fatalidad (Dishonored, 1931), Una tragedia humana (An American Tragedy, 1931) o El expreso de Shanghai (Shanghai Express, 1932). Tan solo cabe lamentar que, debido precisamente a la ausencia en el reparto de estrellas con glamour, a su nacionalidad y a su excepcional enfoque artístico, tan inusual y arriesgado, esta sea una obra, pese a su pletórica y densa creatividad, tan desconocida y poco divulgada entre los cinéfilos ávidos de rarezas. Carne de cañón, en definitiva, de pases esporádicos en filmotecas, festivales y demás.

 

 

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(1) En la realidad, la isla de Anatahan pertenece a las Islas Marianas del Norte y fue descubierta en 1544 por el marinero español Bernardo de la Torre, asimismo descubridor de la mucho más célebre isla de Iwo Jima.

(2) Este último aspecto del argumento de The Saga of Anatahan recuerda vagamente al de El desierto de los tártaros, de Dino Buzzati, novela en la que un grupo de soldados de una guarnición militar terminaba desperdiciando los mejores años de sus vidas creyendo defender una fortaleza emplazada en el desierto de un ataque enemigo que, aunque resultaba tan temido como esperado —ya que la victoria en el mismo podía depararles gloria militar— nunca se hacía realidad.

(3) Al parecer, el plano que contiene el desnudo de Keiko permanece desaparecido de la edición en DVD editada en 2009 en Francia por el sello Films sans Frontières. Cabe imaginar que a consecuencia de algún tijeretazo propinado por la censura del país en el momento del estreno original del filme.

 

 

© Óscar Navales, septiembre 2014