The Congress

 Una mirada, dos realidades

 

 ⌈Se recomienda su lectura tras el visionado del filme⌋

 

«El Octavo Congreso Internacional Futurológico se celebró en Costarricania. A decir verdad, no hubiese ido a Nounas, pero el profesor Tarantoga me dio a entender que se esperaba mi participación en dicho comicio; no podía faltar» (1). Así comienza Congreso de futurología (Kongres futurologizny), novela que Stanisław Lem publicara en 1971 y que integra las lecturas de Ari Folman (Haifa, 1963) desde que la descubriera a los 16 años.

El escritor polaco sitúa a Ijon Tichy, ese explorador del espacio interplanetario aficionado a los viajes espacio-temporales que imaginó por primera vez en Diarios de las estrellas (Dzienniki gwiazdowe, 1957), en un presente sin fecha que, revolución y alucinaciones mediantes, le aboca a la vitrificación. Tras ser descongelado, Ijon Tichy escribe un diario —31 entradas fechadas entre el 27 de julio y el 5 de octubre de 2039— donde registra la nueva realidad que percibe. Siempre desde el punto de vista del viajero, Congreso de futurología plantea un mundo que se mueve entre una plaga (el aterrador crecimiento de la población) y el artificioso estado de bienestar que rige gracias a la manipulación química, donde la sociedad, esclava, avanza ajena a la narcosis en la que vive.

«Hoy conocí la diferencia esencial entre los hombres de antaño y los de hoy. La noción fundamental es ahora la psiquímica. Vivimos en la psicivilización. […] La psiquímica y sus productos hacen lo necesario, de tal modo que el antiguo cerebro se armonice, dulcifique y persuada, desde el mismo meollo, hacia el bien. Ya no es posible dejarse arrastrar por los impulsos espontáneos. […] No quiero tomar los productos psiquímicos. Mi profesor me asegura que se trata de una resistencia típica y natural. El hombre de las cavernas también se resistiría ante el tranvía» (2), escribe el 5 de agosto de 2039. De estas palabras —de la libre adaptación de una novela/sátira que plantea la existencia de la criptoquimicodemocracia, proyecta los perversos efectos de la desaparición de lo real y ancla sus últimas páginas en el año 2098— surge la batería de imágenes que nos propone Ari Folman. Una batería que arranca con un primer plano.

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Un rostro lloroso in media res recibe al espectador. Es Robin Wright, personaje interpretado por la actriz Robin Wright, quien construye aquí un trasunto de sí misma: una ficción compuesta sobre elementos reales identificables. Llora con la mirada perdida hacia el vacío que representa la cámara… hasta que, nueve segundos después, una voz masculina la interpela: «Robin. Look at me, Robin. Do you believe when I say I love you?». Ella girará la cabeza hacia esa voz y la cámara iniciará entonces un lento retroceso que nos permite ponernos en situación espacial: un gran ventanal a través del cual apreciamos varios aviones fuera de foco y el sordo sonido del viento que sopla en el exterior, una mesa curva de madera y el brazo izquierdo de su interlocutor, al que vemos con el corte de plano. Es Al (Harvey Keitel), su cómplice representante desde hace cinco lustros. La conversación sirve como contexto argumental: Robin es una actriz cuyas decisiones profesionales, lastradas por la inseguridad y el miedo, han situado su carrera en un callejón sin salida que nadie imaginó cuando en los años ochenta del pasado siglo el futuro era suyo. Con todo, Jeff Green (Danny Huston), presidente de Miramount, quiere reunirse con ellos para presentarles una última propuesta.

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Puestos en situación y apoyados por los marcados temporales que conoceremos a lo largo de la película (estamos en 2013 y ella cuenta 44 años), The Congress avanza hacia el futuro. Un futuro condensado en dos saltos temporales: 2033 y 2053. Desde el presente del indicativo de los personajes, el espectador asiste, pues, a tres estadios: presente, futuro y futuro, siendo allí, en ese tiempo que está por venir, donde la libérrima animación, tributo confeso a los hermanos Fleischer (3), impondrá sus reglas. No faltarán quienes establezcan que las imágenes de The Congress conforman un díptico en colisión: imagen real vs. imagen animada. Sin negar la evidencia narrativa y plástica, no es menos cierto que habría que precisar que esa colisión es aparente (los ecos internos y las rimas entre ambas imágenes sugieren correspondencia) y que también convive una tercera situación: la coexistencia de ambas imágenes (4), localizada en el tránsito de un mundo a otro, así como en los instantes donde las imágenes promocionales de Rebel Robot Robin, estreno cinematográfico de 2033 protagonizado por la implacable agente Robin, se insertan en la bulliciosa Abrahama City, zona restringida a la animación.

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Desechando toda voluntad de enumerar cuántas de las ideas que habitan en The Congress son de Stanisław Lem y cuántas de Ari Folman, sí detallaremos dos cuestiones fundamentales ajenas a la novela que hacen que la película vuele por libre y adquiera relevancia autónoma: la cinematográfica (el discurso presencia/representación adquiere así otra dimensión) y la familiar (el solitario Ijon Tichy da paso a Robin Wright, madre de dos hijos).

The Congress pone sobre la mesa un escenario factible: la corporeidad de los actores no será necesaria. Sin registro fotoquímico, sus cuerpos serán sustituidos por recreaciones digitales cuya identidad se originará a partir de un registro previo de todos sus movimientos. La ilusión de la imagen en movimiento dará así un paso más allá: ese cuerpo que vemos moverse, ni se mueve ni es un cuerpo. Los intérpretes, esclavos de la imagen que se demanda de ellos, estarán abocados a firmar un contrato por el que transfieren su identidad a una industria que les arrebata la capacidad de decidir, convirtiéndolos en una herramienta virtual a su servicio. Y será este escenario al que ha de enfrentarse Robin: Miramount, estudio cinematográfico que devendrá en megacorporación, le ofrece un último contrato por el que ella cedería su entidad digital. Propuesta que rechaza de plano para luego aceptar resignada, dando paso a una secuencia por la que The Congress será siempre recordada: el escaneo lumínico de su cuerpo y sus emociones, con Al como voz demiúrgica desde las alturas: «This is your last performance. And I guess it should bigger save you, all your fears, all your demons. You didn’t deserve that. You don’t deserve it».

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El abismo de ese último gesto da paso a un salto temporal —primera elipsis de 20 años— hacia la irreparable distopía, siendo entonces cuando The Congress dibuje un escenario colectivo de no retorno: lo imaginado por Stanisław Lem da paso al libre albedrío químico que será proclamado en el congreso al que remite el título de la película. En palabras de un remedo de Steve Jobs, «I came here to declare that our great, great scientists at the Miramount Nagasaki labs have recently cracked the chemical formula of Free Choice! I, Reeve Bobs, President of Miramount Nagasaki, here declare that as of tomorrow that genius Free Choice formula be out in the market accessible for each and every human being! Now just imagine a life with no frustration. No jealousy. No ego. You have a dream? Be your dream, for God’s sake!».

Es en este punto donde Folman se sirve de la animación para recrear un universo de ciencia-ficción que nace y se mantiene gracias al espejismo químico de las drogas, contraponiendo este uso de la animación al que ejecutara admirablemente en el documental Vals con Bashir (Vals Im Bashir, 2008) (5). Un universo sin frustraciones al que accedemos de la mano de la animación de Robin Wright, cuyo aturdimiento se identifica con el del espectador, y que muestra a una sociedad donde los deseos determinan las apariencias. Puedes ser tú, pero también Adolf Hitler o Pablo Picasso, implantando así la catártica evasión colectiva ante una realidad apocalíptica llena de miseria que solo podremos advertir si cruzamos a ese otro lado que representa la imagen real. El entorno (visible, audible y tangible) pasa a ser una proyección de la mente, determinado además por la particular conciencia de cada uno. En ese nuevo escenario deformante, en medio de esa revolución perceptiva, las películas perderán su naturaleza (serán «a remanent of the last millennium») y los actores, que ya han cedido sus cuerpos, deberán entonces aceptar que no son más que una sustancia, una fórmula química que el consumidor ingerirá a su gusto. Las películas no se verán, se imaginarán, se sentirán.

Siendo valiosa la cuestión cinematográfica, no lo es menos la cuestión familiar antes apuntada, pues será la aflicción de una madre por sus hijos, especialmente por su hijo menor —afectado por el síndrome de Usher, trastorno genético que acarrea sordera y pérdida gradual de la vista—, el motor emocional de The Congress. Desde la ausencia de toda figura paterna o alusión a la misma, la familia Wright, Robin, Sarah (Sami Gayle) y Aaron (Kodi Smit-McPhee), madre, hija e hijo adolescentes, vive en aparente cohesión y serenidad en un hangar próximo a un aeropuerto. Un escenario apartado donde la comunión más próxima es con el cielo y el viento, zona de recreo para Aaron y sus cometas. El orden de 2013 cambia en 2033, momento en que los rebeldes asaltan el hotel Miramount donde se celebra el congreso al que Robin ha sido invitada. Esa sublevación trae consigo dos consecuencias: conoce a Dylan Truliner (Jon Hamm), el responsable del departamento que ha desarrollado sus películas durante los últimos 20 años, y sufre una crítica contaminación alucinógena, que trastorna su percepción y la convierte en una paciente sin cura, razón por la que los médicos deciden congelarla en nitrógeno líquido hasta que la medicina pueda sanar su estado. Será entonces, en una segunda elipsis de 20 años, cuando la resiliencia de Robin como madre se ponga a prueba.

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Despierta en 2053, en un mundo inexplicable y nuevo, un mundo plagado de avatares y ausente de egos, violencia o secretos. Un universo alternativo roto donde el tiempo puede ser subjetivo y en el que ha desaparecido el contacto con sus hijos. Dylan la ha esperado todo este tiempo, y con él iniciará la búsqueda de Sarah y Aaron. Mientras su hija habita un paisaje sacado de El Bosco, de su hijo nada se sabe, razón que le impulsa desesperada a regresar al otro lado, al mundo real que, cápsula y beso de despedida mediantes, se desvelará ante ella y ante nosotros a través de un parpadeo disruptivo. En medio de la descomposición, Robin buscará ayuda en el cielo. Allí, suspendido en el aire, trabaja el Dr. Barker, médico que ha velado por Aaron mientras su cuerpo hibernaba, amigo que le transmite la desalentadora noticia: han cruzado sus caminos. Aaron ha abandonado el mundo real, y no es posible saber en quién se ha convertido.

En lo que habría de ser un momento de devastación, The Congress nos regala una última secuencia estremecedora, un epílogo animado que reinventa la verdad condensando el último gesto de una madre que ha decidido emprender el viaje definitivo: convertirse en su propio hijo desde el primigenio estado celular, soñando con viajar a través del tiempo, reencontrarse con él y reconocerse mutuamente en la complicidad de una terminante mirada proyectiva.

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(1) LEM, Stanisław Lem: Congreso de futurología, Alianza Editorial (“Biblioteca Lem”), Madrid, 2010 (primera reimpresión), pág. 7. Traductor: Melitón Bustamante.

(2) Ibídem, págs. 78-79.

(3) Ari Folman ha dejado claro qué ha pretendido con la parte de animación de The Congress: honrar el trabajo de dos figuras cardinales de la animación, los hermanos (Max y Dave) Fleischer. Autodidactas, pioneros e inventores (el rotoscopio y el rotógrafo son hijos suyos), fundaron los Fleischer Studios donde dieron vida a Koko, Betty Boop o Popeye, entre otros personajes. Esta voluntad de homenajear su legado determinó su respeto a la técnica clásica, dibujando a mano todos los minutos de animación, proceso en el que han invertido más de tres años y en el que han participado numerosos dibujantes de varios países (Alemania, Bélgica, Francia, Israel, Luxemburgo y Polonia se reparten la producción de The Congress), siempre bajo la dirección de Yoni Goodman.

(4) Sirviéndome de una copia (a 23,98 fotogramas por segundo) procedente del Blu-ray editado por ARP Sélection, he establecido un cálculo aproximado que me permite señalar que The Congress lo conforman 58’12’’ de imagen real, 54’47’’ de imagen animada y 4’05’’ de la combinación de ambas, créditos aparte.

(5) Narrada en primera persona por Ari Folman, Vals con Bashir aborda el concepto de verdad documental desde la animación, convirtiéndola en la pertinente herramienta con la que transferir la memoria en imágenes, reivindicando así su poder como canalizador de estados mentales irrepresentables. Para profundizar en esta idea, remito particularmente al artículo La huella ausente. Los vasos comunicantes de la animación y el documental, publicado por Sonia García López en Roberto Cueto (ed.), Animatopía. Los nuevos caminos del cine de animación, Festival Internacional de Cine de Donostia-San Sebastián, Donostia-San Sebastián, 2013.

 

© Raúl Pedraz, junio de 2014