Starlet

Su juego favorito

 

Aquel que recibe un nombre se siente mortal o moribundo precisamente porque el nombre querría salvarlo, llamarlo o nombrarlo y asegurar su supervivencia. Ser llamado, oírse o nombrar, recibir un nombre por primera vez es quizá saberse mortal e incluso sentirse morir.
Jacques Derrida

 

Starlet (Sean Baker, 2012) podría ser vista como una precuela de Wendy and Lucy (Kelly Reichardt, 2008), como una especie de remake de Harold and Maude (Hal Ashby, 1971), como un estudio sobre lo que queda del humanismo en nuestro tiempo, como una película moral sobre la amistad e incluso como una porno. Starlet parece que son muchas cosas a la vez porque tiene como virtud la enorme capacidad para mudar y mutar el tono de su narración, para introducir novedades conservando el punto de vista de Jane (anécdota: interpretada estupendamente por Dree Hemingway, biznieta de Ernest Hemingway), una hermosa veinteañera sobre la que gira la película y de la que solamente sabemos cuatro cosas. UNO: Que acaba de mudarse al piso de unos amigos y que anda buscando algunos elementos para decorar su habitación. DOS: Que en un mercadillo de barrio típicamente americano ha comprado un termo que esconde unos cuantos miles de dólares a Sadie, una octogenaria quisquillosa. TRES: Que intentará descubrir si esa anciana desconocía la existencia de ese dinero o si, por el contrario, ha querido desprenderse de él por una cuestión personal. CUATRO: Que su perrita Starlet la acompaña allí donde va; es decir, a todos lo sitios a los que se desplaza con su utilitario de color verde.

Dog-Starlet

En el cuarto largometraje de Sean Baker hasta la fecha de hoy, todo está tan escondido como el dinero dentro del termo. Pero el choque, la puesta en contacto de cada uno de esos cuatro elementos, va resolviendo los misterios que oculta la vida de las dos mujeres protagonistas, a las que el cineasta sondea lentamente, de un modo tremendamente natural. Una escena se muestra ejemplar al respecto. Jane parece una chica a la deriva, que no hace otra cosa que vagar por el mundo en su coche destartalado. Cuando la amiga que le ha alquilado la habitación necesita un poco de ayuda (económica), descubrimos su profesión como actriz porno viéndola directamente en acción, mientras rueda una secuencia completa para una película. Lo importante no es el hecho en sí mismo, sino la forma en que entra ese dato en la narración, así como la manera en que está rodada la escena de sexo explicito: a base de constantes cambios de ritmo, tanto en el enfoque de la cámara como en su movimientos, para eliminar toda traza de idealización, trascendencia o, incluso, distanciamiento.

El resultado es, sin duda, algo completamente nuevo. Una novedosa invención, una nueva mirada sobre la representación que el porno ha tenido en el séptimo arte. Aunque esa escena es también sumamente clave porque encierra, evoca y explica el tono general de la película. Esta cabalga entre la ausencia total de psicología y un realismo apagado que se muestra fundamental en el tratamiento de la relación que va tejiéndose entre Jane y Sadie. En cada uno de los pasos que ambas dan para encontrar los nexos que tienen en común sus vidas, en la manera de descubrirse y reconocerse la una a la otra, en la forma de transmisión cultural intergeneracional, en el lenguaje que consiguen compartir… Resumiendo: en los momentos vividos más allá del misterio del dinero que anima la narración y que no es otra cosa que un socorrido Mcguffin.

El trabajo sobre el ritmo que construye la escena descrita tampoco es un hecho aislado: en el resto del metraje se cultiva de manera similar en función del estado anímico de la relación entre sendas mujeres, que articula los diferentes tonos y climas que adopta la narración. Lo que produce esa sensación de que Starlet son muchas cosas al mismo tiempo, tal y como hemos indicado al comienzo de este texto. A las que debemos añadir que la película también es un juego de juegos: mientras que los jóvenes, los amigos de Jane, juegan a la videoconsola, los ancianos, los compañeros de Sadie, pasan las tardes en el bingo. Entre estos dos polos que representan dos eras del juego tan dispares, Jane y Sadie hacen jugar su relación. Juegan al juego de entrar en juego en cada uno de los juegos que juegan las personas con las que se relacionan. Juegos de palabras aparte: el valor de ese juego se presenta, por tanto, como metáfora de otro juego que tiene lugar alrededor del significado de las acepciones de la palabra Starlet. Hacia aquello que trae implícito, acerca de lo que denomina o evoca y que late en cada una de las imágenes como una potente figura ausente. Porque Starlet es el nombre con que se denomina a las jovencitas (o por lo menos a las chicas que aparentan serlo) que consiguen triunfar en el mundo del espectáculo. Como también designa a un modelo de utilitario de la marca Toyota que fue muy popular en Estados Unidos durante la década de los noventa. Jane no se adscribe, no entra dentro de la categoría de lo que debería ser una joven estrella. Está en ello, lo intenta mientras circula por las calles de la ciudad de Los Ángeles dentro de un vehículo muy parecido al Toyota Starlet.

starlet_hemingway

Recordemos: dentro del film, Starlet, como nombre propio, solo denomina a la perrita que acompaña a Jane. Que ese animal disponga de un nombre, de ese nombre precisamente, no es otra cosa que la renuncia encarnada de Jane a su íntimo deseo. Nombrando ha impreso su imposibilidad, su falta, su auto-traición sobre el cuerpo del animal que la acompaña. No cabe duda de que lo ha materializado para recordarse a sí misma perpetuamente lo que quiere y no puede llegar a ser. Starlet, como nombre, es melancolía. Pero lo animal que recubre ese nombre no pretende ser el recuerdo perpetuo de lo que nunca se llegará a alcanzar. Más bien la asíntota hacia la que Jane trata de conducir su vida: la búsqueda de un tiempo anterior al tiempo que ella intentó construir alrededor de un deseo que ha quedado incumplido. Starlet, como película, es la narración de ese tiempo.

 

© Ricardo Adalia Martín, julio de 2014